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No ser madres

No ser madres: otra decisión de vida

Ilustración
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De todas las convenciones femeninas, quizás la más difícil de desmontar, es la de procrearse. ¿Cómo seguir lidiando con eso de que la maternidad nos completa o de que ya sentiremos
“el llamado de la naturaleza”?

Le doy vueltas a esta cuestión que está en el centro de nosotras, que se nos plantea cada mes como posibilidad durante más de 30 años. ¿Ser o no ser madre? Y ¿qué se nos pasa por la cabeza al enterarnos de que hay vida dentro nuestro?

De esto tratan dos películas que vi hace poco: Baby ninja (Noruega, 2021) y Mamífera (España, 2024). Una protagonista es ilustradora; la otra, profesora y artista de collage. 

Rakel, tiene 23 años, le gusta ir de fiesta y crear comics. Un día se entera de que tiene seis meses y medio de embarazo. Sus periodos siempre fueron irregulares, la panza apenas le ha crecido. Ser mamá nunca ha estado en su plan de vida, pero a esta altura el aborto ya no es opción.

Lola, 40 años. Profesora universitaria. Vive con Bruno, su novio, y cuida de Cleo, su perra ciega. Algunas de sus amigas son madres, y una más, intenta serlo a través de un tratamiento de fertilidad. Una mañana, se siente mal. Va al médico y descubre que está en embarazo de 10 semanas, nunca sus menstruaciones fueron regulares. 

Las dos historias ponen el foco en ese limbo en el que la gravidez se instala de repente en la consciencia. Empiezan las preguntas: ¿qué es ser madre? ¿Qué clase de madre podría ser? ¿Qué pasa si no hay deseo? ¿Por qué no despierta en mí el instinto de madre?

Cada una se enfrenta al peso colosal del mandato social: la mamífera humana ante la misión para la que ha sido creada. “Yo no quiero tener hijos, sé que es jodido decirlo, y seguramente es egoísta. No quiero ser madre, nunca lo he tenido en mi lista”, dice Rakel. 

Mientras tanto, Lola le pregunta a su mamá:

—¿Tú crees que se puede ser una familia sin hijos? ¿Alguna vez piensas en cómo hubiera sido tu vida sin nosotras?
—Un millón de veces. —Le contesta—. 
—Pues sería diseñadora de interiores, hubiera viajado mucho más, sola y joven, con lo guapa que era. 
—¿Y por qué nos tuviste?
—Por lo que todo el mundo tiene hijos, a mi edad las mujeres no pensábamos no tenerlos. 

Fui mamá a los 28 años, trabajaba y había elegido algo así como empezar un proyecto de familia con M, dejé de planificar. La noticia me sorprendió por la aceleración con que se unieron los puntos, supongo que todo se alinea pronto cuando se trata de selección natural. Pero lo cierto es que nunca soñé con casarme o ser mamá. Tampoco la historia con la mía ha sido un camino de rosas.

¿Qué es ser madre? ¿Qué clase de madre podría ser?
¿Qué pasa si no hay deseo?
¿Por qué no despierta en mí el instinto de madre?

Tengo una hija adolescente y la maternidad me transformó —me descentró—, de forma tan profunda, que no quise experimentarla más. Fue ya duro despedirme del todo de la que era y la que no sería nunca, me abrumaba pensar en la que me convertiría de seguir expandiéndome para sostener a otros. Hace poco, mi hija (15 años) me dijo: “mami, gracias por no ser una de esas mamás retrógradas que quiere nietos”.

“Hijos ni nazcan ni mueran”, le gustaba decir a mi abuela paterna, una mujer de campo que se casó antes de los 20 años. Tuvo 15 hijos y crió 12. Me pregunto cómo alguien, que vivió buena parte de su vida fértil embarazada y ocupada en labores de cuidado, llegó a semejante conclusión. Con todo y la sumisión, su intuición le sugería que la vida podría haber sido muy diferente si no hubiera tenido hijos. 

¿Qué significa ser Mafalda en un mundo de Susanitas? Me digo que quizás lo revolucionario es defender nuestra posibilidad de no reproducirnos. Porque vivimos en una sociedad que nos quiere madres —ojalá abnegadas, ojalá amorosas—, pero madres. Mamífera lanza esta cuestión: ¿cómo se les llama a las mujeres que no son madres? Lo que no se nombra no existe, entonces esa especie de castigo semántico que es como un lugar para lo monstruoso. En inglés existe la expresión childfree, que indica una renuncia a la maternidad por elección.

En 2016, se publicó un libro con un título escandaloso: Mamás arrepentidas. Una mirada radical a la maternidad y sus falacias sociales, escrito por Orna Donath. La autora, desde una mirada académica y experta en temas sociales relacionados con género, entrevistó a 23 mujeres y esbozó un mapa en el que ellas reflexionan acerca de sí mismas y se confrontan, tanto emocional como intelectualmente, con el hecho de ser madres. Todas aman a sus hijos, pero se atreven a mirar atrás para concluir que las decisiones pasadas no necesariamente las hacen sentirse mejor consigo mismas. “Hay numerosos testimonios que plasman la manera en que la maternidad puede amenazar la salud física y mental de las mujeres: náuseas, depresión, fatiga, crisis emocionales y pérdida de estatus social son solo algunos ejemplos de las experiencias de las mujeres incluso años después de haber dado a luz”, escribe la autora. “Cuando pasas a ser madre, no puedes hacer todo lo que quieras. Debemos crear un sistema que defienda eso hasta el fondo”, dice una de ellas. 

En las dos películas, las protagonistas se imaginan gestando, buscan dentro de sí mismas ese llamado de la tierra, pero la respuesta es la misma: no lo escuchan. Defiendo el aborto como derecho y como una alternativa válida que nos permite continuar con nuestras vidas. Pienso que la maternidad no es para todas las mujeres, que no resuelve ni completa nada. Siempre detesté esos discursos porque son funcionales a un orden que nos quiere dóciles. Que nos reconoce y nos da palmaditas por ser mamás, por cumplir con el rol fundamental, el que sostiene a la especie. “El servicio materno obligatorio como única contribución cívica de la mujer”, dice Lina Meruane, en Contra los hijos.

Lola dice esto luego de interrumpir su embarazo: “Qué hará una mujer sin hijos con su vida. Si eres madre, al menos, cuando llega el momento final y hay que pasar cuentas, puedes decir: he sido madre. Yo no tengo ese comodín, me tengo que poner las pilas”. De otro lado, Rakel, después del parto, decide ceder la custodia al padre de su hija.

Me gustan estas protagonistas porque al final se eligen a sí mismas. No se avergüenzan de reconocer que no desean tener responsabilidad en la crianza de otro ser humano. 

Una verdad impopular que sin embargo les hace contrapeso a estas realidades de madres solteras, abandonadas, pauperizadas y dejadas a un lado de oportunidades y derechos, y ni hablar de las esferas de poder. Es verdad que ha habido una enorme hipocresía en la defensa de la maternidad, porque nada ha sido menos valorado que los trabajos de cuidado; y el grandísimo desamparo de tantas mujeres que, en la madurez de sus vidas, no cuentan con una pensión digna después de haberse postergado en favor de otros. Creo que la desconfianza hacia las que no son madres se sostiene en la misoginia. Ahí en esa que decide no reproducirse, hay una posibilidad que amenaza. Por eso a las no madres se les teme, nos enseñan a desconfiar de ellas. No en vano uno de los recursos de Donald Trump en contra de la candidata demócrata Kamala Harris, es llamarla ‘Catlady’, para referirse en tono despectivo a una mujer que no es madre.

Imagino cómo sería un mundo en el que a las niñas no se les enseñe a soñar con bebés.
En el que tengan la posibilidad de construir vidas más libres.

En Las lealtades, la novela de Delphine de Vigan, Hélene dice esto: “Tengo 38 años y no tengo hijos. Cuando (…) me preguntan, cada vez que debo resignarme a trazar en el suelo esa línea con tiza blanca que divide el mundo en dos (las que tienen, las que no tienen), me entran ganas de decir: no, no tengo, (…) pero mira este amor (…), mira la energía que no he gastado y que queda ahí para repartir”. 

Estoy rodeada de mujeres que no son madres y todas son maravillosas. Admiro la determinación y la fuerza con la que se paran en el mundo. Todas tienen un montón de tiempo para dedicar a sus inquietudes y sueños, a nutrirse y florecer. Y también para alimentar sus vínculos, cuidar a otros y permitirse ser cuidadas, experimentar las infinitas formas del cariño y la incondicionalidad, que por supuesto no es exclusiva de la maternidad. “Nunca tuve deseo de ser madre. No solía jugar a las muñecas. Jugaba a ser profesora o jefa. Es tremendo sentir culpa por no escuchar ese llamado”, dice mi amiga J (42).

Mi querida A (34), dice esto: “Cuando dejé de comer carne se me quitaron las ganas de ser mamá, me sentí culpable de querer traer más gente al mundo a seguir consumiendo animales. Pero lo que terminó de convencerme fue ver a mis amigas mamás, porque siempre las vi cansadas, con sueño, sin poder hacer muchas cosas que yo todavía hago y disfruto”. A.K. es guionista y escritora. Tiene 36 años y hace 20, decidió no ser mamá. Su primera razón fue económica pero después fue diagnosticada con una enfermedad autoinmune que le hizo tomar la decisión de esterilizarse a los 25 años. Ha escrito series infantiles y los niños están en el centro de los temas que le interesan. Cree que los núcleos familiares se pueden crear de muchas maneras. “Es duro afrontar cualquiera de los dos deseos, porque siempre la sociedad va a poner en cuestión nuestra decisión”.

En épocas en que las inequidades de género siguen a la vista, en el que tantas fuerzas intentan hacernos retroceder en términos de conquistas sociales y de derechos de las mujeres, es urgente que podamos hablar sin miedo sobre la posibilidad de no ser madres. Como dice la consigna feminista: La maternidad será deseada, o no será. Y que a tiempo conviene quitarnos la obligación más grande de todas, la que más nos pesa y con la que no tenemos por qué seguir cargando, al menos es lo que sueño para mi hija.

Manuela Lopera

Escritora y cocinera