La mitad de los profesionales en Colombia son “doctores”, sean médicos, abogados o políticos. La doctoritis es una enfermedad que nació casi al mismo tiempo que el título de “doctor”. Aun así la pregunta sigue siendo: ¿A quién debemos decirle “doctor”?
En un artículo breve de 1999, el periódico El Tiempo señaló una de esas verdades que bien podrían convertirse en símbolo de exportación nacional: “En Colombia hay más doctoritis que doctores”. Eso explica en parte nuestra burocracia llena de salas de espera ceremoniales: en cada oficina del camino burocrático siempre hay un “doctor” esperando reverencia. Nos gusta el título, nos engolosinamos con él, seamos abogados, políticos, contadores, gerentes bancarios, directores de recursos humanos, psicólogos, dentistas, etc., etc., además de, por supuesto, profesionales en medicina o graduados de un doctorado en alguna universidad de primer nivel.
El historiador Antonio Cacua Prada sugiere en el artículo de El Tiempo que la costumbre se debe a que antes de la creación del Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (ICFES), en 1968, nuestras universidades otorgaban el título profesional de doctor, sin importar si la carrera era de leyes o de ingeniería. Era una distinción, puro estatus, pues la seña de experticia con la que los griegos y sobre todo los romanos usaron las primeras variantes del término, claramente se había perdido en la pomposidad del uso.Tanto en Grecia como en Roma las primeras aproximaciones al doctor vinieron por el lado de la maestría. Los griegos tenían la palabra didáskalos para referirse a quienes enseñaban a otros un tema específico; mientras que los romanos usaban la palabra latina docere para referirse al acto de enseñar por parte de aquellos que tenían un conocimiento vasto en campos particulares de la experiencia, como la filosofía o la retórica.
Algunos señalan que Cicerón fue uno de los primeros en utilizar el término hacia el año 55 a.C.; pero antes de él hay registros de su uso en las obras de Plauto o Cato el Viejo, hacia el 200 a.C. Lo que consiguió Cicerón fue explorar el término de forma más enfática a lo largo de su obra. Por ejemplo, en Los Deberes escribió frases como: "Ahora bien, a la hora de escoger cosas que conllevan incertidumbre tampoco está fuera de lugar recurrir a hombres doctos o incluso a personas experimentadas, y enterarse por ellos de qué aprueban en cada clase de deber, pues la mayor parte suele verse inclinada hacia donde la naturaleza misma la lleva". Aquí, por un lado, docto viene del verbo docere, y, por el otro, señala la necesidad de recurrir a una figura experimentada en momentos de incertidumbre, puesto que estará en la capacidad de transmitir su experiencia.
Cicerón utilizó docere para referirse al acto de enseñar y compartir conocimientos en distintos campos, desde la virtud hasta la oratoria,teniendo en mente cierta noción de experticia dada por la experiencia, la enseñanza y, también, el aprendizaje constante. En ese sentido, docto era aquel que no cesaba de aprender.
A partir de entonces, el término en latín siguió siendo utilizado en escritos filosóficos, religiosos, políticos y jurídicos bajo este paraguas de sentido, como un llamado sensato a la maestría, hasta entrada la Edad Media. Con la consolidación de la Iglesia como institución, los doctos adquirieron un matiz católico, pero la distinción fue secuestrada lentamente por un grupo selecto de eruditos y teólogos con autoridad para enseñar y discutir asuntos religiosos, quienes recibían un título en papel otorgado por el Papa o algún obispo certificándolos como expertos en la doctrina.
Esta noción de experticia fue adoptada por las primeras universidades luego de su fundación,como la de Bolonia, en 1088 d.C., o la de París, en 1150 d.C., que atrajeron a estudiantes eruditos en diversos campos de toda Europa. Estos completaban estudios avanzados en una disciplina específica buscando obtener un nivel superior de conocimiento y de autoridad en su campo de estudio.
El término doctor surgió gradualmente en este contexto religioso y educativo para reconocer a los eruditos capaces de enseñar a otros. La Universidad de Bolonia comenzó a otorgar el título Doctor Iuris o Doctor en Leyes y la Universidad de París el de Philosophiae Doctor o Doctor en Filosofía, que se transformaría algunos siglos más tarde en el famoso Ph.D. que usamos hoy entendiéndolo como la búsqueda máxima del conocimiento. Fue más o menos en esta época que el Papa Bonifacio VIII nombró a San Gregorio I como el primer Doctor de la Iglesia, distinción que tan solo comparten otras 36 personalidades de la historia católica.
Fue de esta manera que la palabra doctor se consolidó como el indicio de una vida dedicada al aprendizaje y a compartir lo aprendido con otros. Los doctores titulados por las cada vez más numerosas universidades europeas ganaron una credibilidad tal que su experticia pasó de ser un aval meramente académico a uno profesional. Es de suponer que los doctores en jurisprudencia o medicina estaban mejor posicionados laboralmente, que tenían una agenda más copada en sus consultas que aquellos sin el título. Eso explica en buena medida la doctoritis que aqueja a un sinnúmero de profesionales de distintas disciplinas en los despachos colombianos.
De hecho, parece ser que fue así que la medicina intentó monopolizar el término. Aunque hubo expertos, es decir doctos, en medicina desde la antigüedad, solo a partir de la Edad Media la práctica médica fue sistematizada como disciplina formal. Los doctores en medicina titulados por las universidades gozaron de un prestigio mayor que otros colegas que no alcanzaron el grado de experticia. Recordemos que doctor era quien se convertía en amo supremo en su campo. En las universidades medievales, similar a lo que sucede hoy, para ser doctor había que ser maestro y para ser maestro había que tener un título previo. Así que, técnicamente, muchos médicos no llegaron al grado de doctores.
Aunque no es claro cómo o cuándo se dio el paso definitivo, se cree que esta transición del prestigio académico al prestigio profesional, sumado a un sentimiento de injusticia, fue el que llevó a la práctica médica a llamar doctor a sus profesionales, hubieran o no alcanzado el grado de experticia. Dicha injusticia estaba soportada en que la formación en medicina tomaba mucho más tiempo que la formación en otros campos, lógica vigente hasta hoy. Algunas escuelas sugirieron entonces que ese tiempo extra terminaba equivaliendo a la formación necesaria para conseguir el grado de Maestro y de Doctor.Este hecho posibilitó que la balanza se moviera y el término doctor ganara más peso como un término profesional que como uno académico. Podría decirse que la exigencia nominal de los médicos de ser reconocidos bajo la distinción de doctores fue el primer síntoma de una doctoritis para la que aún no parece haber una cura definitiva, por lo menos en países como el nuestro.
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