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dejar de tomar leche

Un verano sin leche

Ilustración
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Dejar de tomar leche ha sido una revolución profunda en mi vida. ¿Quién iba a pensar que ese líquido cremoso era la clave para romper patrones de crianza?

La primera (y única vez) que intenté ordeñar una vaca fue un desastre. En esos años de la década de 1990 mi abuela Cecilia vendía cantinas de leche en su pueblo. Yo le preguntaba de dónde provenían y de quién eran las vacas. Entonces, tuvo una gran idea.

Con esa firmeza y decisión que tenía en sus palabras, la abuela habló con las personas encargadas de las vacas para hacer una visita a su finca y aprender cómo se sacaba la leche que tanto me gustaba tomar. Aunque en el fondo lo más importante era que la niña curiosa diera una tregua en cuestionar cosas y dejara de hacerle tantísimas preguntas.

La vaca estaba con sus patas amarradas y sus ubres a punto de reventar. Aunque su becerrito había saciado su hambre, aún tocaba ordeñar para aliviar al animal. Me explicaron cómo coger las ubres, jalarlas con cuidado y sin pausa. La tarea era simple y clara: aprovechar cada maniobra para sacar la mayor cantidad de leche en poco tiempo. 

La vaca me miró con indiferencia y hastío (natural, estaba inmovilizada). Yo, bien torpe en el trabajo de campo, no fui capaz de jalarle las ubres más de dos veces seguidas con mis manitas de niña de ciudad. Sentí temor por lastimarla. 

Hace muy poco hablé con mi mamá sobre esta historia, quería saber si las memorias de la niñez se me habían transformado en otra cosa con el paso del tiempo. Ella me contó cómo ordeñar y ser ordeñada de forma artesanal implica un acto de confianza tremendo: afianza un vínculo estrecho que alivia a las vacas y alimenta a las personas. La leche es como un resultado de ese vínculo.

Yo confiaba en la leche que me daban porque sabía que venía de esas ubres de una vaca generosa. En mi pequeño mundo tenía una certeza: en casa me alimentaban con lo mejor que daba el campo. No me faltaría calcio, ni proteínas y nutrientes, tendría unos huesos más fuertes, me crecerían unos buenos dientes. 

Aún recuerdo cuando la abuela me preparaba un vaso de leche caliente con panela o café, así estuviera haciendo muchísimo calor. Casanare en diciembre está llena de sol y polvo, todo es amarillo por la sequía. Así hicieran 40 grados, yo me tomaba sin sospecha esa leche caliente que quemaba lenguas. Cada diciembre viajábamos al llano de visita sin cuestionamientos. Cada año esperaba que mi abuela hirviera la leche para pasteurizarla y quitarle todas esas capas de nata que sobresalían de la olla. Me la servía en una taza, me la daba en la mano y yo la tomaba despacio. Era un momento de felicidad. 

El resto del año transcurría en Bogotá. Mamá y papá trataban de buscar una leche digna de beber, aunque no fuera tan fresca como la que me daba mi abuela. La leche era un básico que debía estar siempre en la nevera y no respetaba horarios. Podía tomarse en el desayuno con cereal, durante las onces con unas galletas, y también en la noche (numerosos estudios patrocinados por la misma industria afirman que ayuda a conciliar el sueño). La leche hizo parte de mi crianza y de ciertos hábitos alimenticios que no tuve opción de escoger, pero que tampoco puse en duda. Nunca, hasta el verano pasado…

“Te tienes que ir a vivir cerca al mar, a un lugar con menos altitud, para gestionar mejor tu tensión baja, así como les recomendamos a las personas mayores”, decían algunos médicos. “No necesariamente tienes que dejar de beber cerveza, pero tú verás qué tipo de calidad de vida quieres tener”, insinuaban otros especialistas. “Es probable que, por seguridad, no puedas volver a conducir. ¿Qué tal que te de algún síncope en el carro? Aunque si tomas agua regularmente y comes cosas saladas puedes evitar una recaída”, vaticinaba otro gurú médico. “Tienes la tensión baja y un fallo en el sistema nervioso, como un corto circuito, que no tienen solución. Pero podrás aprender a vivir con todo ello …”, sentenciaron cardiólogos y neurólogos. 

Mi salud se quebró brutalmente por la combinación de estrés, ansiedad y una alimentación que no tenía rutina alguna. 

Entre tantas opiniones médicas nunca nadie, ni yo misma, puso en duda los efectos de la leche que me tomaba como un reloj cada mañana. Siempre estuvo ahí y jamás me pregunté por qué la bebía. Me la tomaba como si fuese un líquido vital para mis órganos. Acaso, ¿cómo podía poner en duda un alimento que me habían dado con tanto amor en el hogar que crecí? ¿Cómo podía pensar que la leche me haría algún daño si también me da esa vitamina D que reduciría algún riesgo de salud? Dejar de beber leche, aunque vomitara después de uno que otro desayuno, no era una opción.  

Hace ochos años decidí escoger mis propias luchas, y hace seis dejé definitivamente Colombia para construir una nueva vida en pareja en España. Tantos cambios y a la vez un hábito anclado, aparentemente inamovible. No quería pasar el resto de mis días bebiendo una leche más dulce y aguada, como la versión sin lactosa que había probado. Me negaba a reemplazar la leche por una bebida vegetal, ya fuera de almendras o de avena. Lo intenté, de verdad… pero el café con la “leche experimento” me sabía horrible. Había algo en el fondo que me ataba a la leche entera y la verdad iba más allá de un gusto irracional. Era profundo. De hecho, mi voluntad creía sesgadamente que los vómitos eran por la tensión baja. 

Un día de verano de 2022 estaba frente a la estantería del supermercado del pueblo de mi suegra en Grecia. Es un lugar donde todo lo que incluye la palabra γάλα (gala, leche en griego) está buenísimo. Estábamos invirtiendo una absurda cantidad de tiempo vital de vacaciones escogiendo otra leche, descifrando cuál de todas esas marcas me haría menos daño. Mi marido traducía los empaques y ninguno convencía.

Tal vez fue un momento de desespero, de arrebato, luego de todo un proceso consciente de cambio. Miré a los ojos a Héctor y creo que le dije algo parecido a:

“¡A la mierda! No vamos a comprar leche, a partir de ahora la dejo y mañana me tomo el café así, sin más”.

- “¿Segura?”, me preguntó.

- “Sí, es ahora o nunca”, afirmé.

A partir de ese momento mi gusto cambió. Empecé a tolerar mejor los sabores amargos y ácidos. Volví a comer naranjas. La lista de cervezas lupuladas para probar se ha extendido y el vermut ha entrado en mis opciones favoritas. Hasta me he atrevido a probar más picantes y más umami. He hecho las paces con las verduras (menos con la cebolla cruda) y no he vuelto a sentir malestar en los desayunos. Me tomo mi café sin más: conocí por primera vez en mi adultez a qué sabía realmente el café. ¡Increíble, pero cierto! 

Llevo un verano sin leche. Siento que he dejado atrás una especie de adicción y de falta de voluntad.

Hace poco leí una columna de una revista inspirada en la naturaleza que hablaba sobre cómo en esta vida escogemos nuestras propias dosis de veneno. Citan a un antiguo alquimista que explicaba cómo todas las sustancias pueden llegar a ser venenosas: “[...] No hay ninguna que no lo sea; es la dosis que diferencia a un veneno de un remedio”.  

La leche era mi dosis de veneno: no solo me caía como una patada en el estómago, sino que era un vínculo entrelazado con unos patrones fuertes de crianza. Si mi sistema nervioso ya tiene una pequeña alteración y mi cabeza ha luchado para gestionar mejor los giros de la vida, no podía darme el lujo de estropear otro de mis tesoros: mis entrañas. 

No dudo que mamá y papá hicieron lo mejor que pudieron con la información que contaban en ese momento para ayudar a construir mis primeros hábitos alimenticios. Tampoco creo que mi abuela se haya ido de este mundo con la molestia del día que me negué a beber un último vaso de leche. Lo que sí he cuestionado con fuerza es mi reticencia de romper con esa costumbre que me hacía tanto daño. 

Ese verano que dejé la leche sentí como si explotará un volcán en mí frente al mar. De la mano de mi marido —quien por cierto, es intolerante a la lactosa— bailamos y celebramos tanto esta decisión. Mi estómago y mi mente también lo hicieron.

Mayra Alejandra Margffoy Tuay

Es periodista y consultora en estrategia de producto digital. Ama tener montañas cerca de su casa en invierno en Madrid. En verano disfruta del sol y del mar. Cuida de plantas y su territorio más preciado es su cuerpo. Disfruta comer y beber casi de todo, pero sin leche ni cebolla, ¡por favor!