Esta artista colombiana ha dedicado su vida a trabajar el color y la textura por medio del tejido. En sus manos, los tapices dejaron de ser artesanía y empezaron a circular en importantes colecciones de arte.
lga Ceballos de Amaral nació en una Bogotá fría y lluviosa, en la que, como ella misma lo dijo en su charla para el Museo Metropolitano de Nueva York en 2003, la gente vestía de colores oscuros que contrastaban con el blanco de las casas. Pasó su infancia entre este paisaje y el de fincas antioqueñas llenas de verde, casonas enormes con enredaderas, techos y balcones con una geometría especial que todavía recuerda.
Luego de estudiar Diseño y Arquitectura en la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca, se marchó en 1954 a la Universidad de Columbia en Nueva York a estudiar inglés, y de ahí a Michigan, a la Academia de Arte de Cranbrook, donde encontró el oficio de tejer y las posibilidades de un telar. Allá también conoció a Jim Amaral, su esposo, artista, padre de sus hijos y de quien todavía habla maravillada por su disciplina con el dibujo, su facilidad para narrar historias y ese gusto tan particular por la palabra que lo obliga a tener todos los días un libro diferente de poesía en el bolsillo.
Regresó a Bogotá y fue directora del departamento textil de la Universidad de los Andes. En paralelo, confeccionaba telas para la venta —fue el negocio que les dio el dinero para educar a sus hijos— y creaba tapices experimentales que despertaron el interés de figuras del mundo textil internacional, y que la llevaron a exponer en Caracas, Nueva York,
California y, claro, Bogotá. En sus manos el tapiz dejó de ser artesanía para empezar a circular en el mundo del arte. Fue entre las décadas del sesenta y setenta del siglo pasado: Premio en el XXII Salón Nacional de Artistas de 1971, Primer Premio en la Bienal Coltejer de 1972 —“con un tapiz enorme que tenían que cargar entre cinco hombres”— y Beca Guggenheim en 1973.
Hoy, a sus 84 años, con humor dice que “ser reconocida, ser mujer y ser vieja es fatal”. Debajo de sus lentes oscuros que por estos días usa todo el tiempo, también dice que la energía se le va por la punta de los dedos. Pero al oírla hablar de su trabajo uno pensaría que hasta ahora está empezando a vivir y a descubrir las maravillas de su oficio.
Usted ha hablado en varias ocasiones de un doble: “el doble-alma, el doble-protección contra la muerte, el desdoblamiento que significa hacer una obra nueva”.
Hablar del proceso creativo no es nada sencillo porque mi trabajo es muy emocional. En este momento el futuro no me da ansiedad. Lo único que es real es el presente. Y es en ese presente que el trabajo se convierte en una necesidad casi incontrolable. Es el doble, el que hace, el que está todo el tiempo trabajando. Hablar de esto me hace pensar en qué ocurre en mi cabeza cuando trabajo. No puedo decir que antes de empezar a trabajar tenga una imagen fija en la mente. Solo cuando he terminado, cuando el doble ha hecho su trabajo, es que puedo decir que veo en la realidad lo que estaba pensando.
El color es fundamental en su obra...
El color es mucho más misterioso que todo. Porque es como veo. Descubro colores nuevos todo el tiempo. Yo habito el color porque es el lenguaje que manejo, con el que nací, el que me comunica con el exterior.
¿Cómo fue su encuentro con el oro, con el color dorado?
En los setenta. Estaba en Londres en el estudio de la ceramista Lucie Rie. Me llamó mucho la atención un jarrón que tenía grietas doradas. Estaba roto y había sido remendado con dorado. Ella me explicó que esta era una técnica japonesa que le daba importancia a los errores, que resaltaba que los objetos podían ser bellos incluso si no eran perfectos. Entendí que el oro es más que oro. Es una manera de expresión. Pero también es un color. A mí se me apareció como color y como luz. Luego pensé que necesitaba hacerlo dúctil y tuve que pensar en materiales que pudiera mover y acomodar a mi gusto. Fue ahí cuando empecé con mis pequeños cuadritos. Y eso sí fue la emoción del siglo, en ese momento me di cuenta de que podía hacer todo, que me podía expresar.
Su tiempo en la Academia de Arte Cranbrook fue definitivo para su carrera. ¿Cómo fue esa época?
Cranbrook fue increíble porque me reafirmó: en mí misma, en lo que me gustaba hacer. Yo no llegué allá con la idea de ser “artista”, no tenía esa pretensión. El arte es una palabra pomposa, yo no me veo así, es una categoría de otros. A mí me gustaba el diseño arquitectónico, el color. Y allá me encontré con personas que estaban en la misma búsqueda que yo. Ahí no vivíamos el arte, sino el oficio que cada uno amaba. Lo cierto es que fue un punto en el que descubrí mi vida.
¿Cómo se le despertó esa curiosidad por el tejido?
En Cranbrook no me enseñaron a tejer, sino que cada quien se sentaba en su telar y hacía lo que quería. La instructora pasaba una vez al día y miraba en qué estábamos. Ella, que era una diseñadora de tejidos maravillosa, nos invitó un día a su casa y nos mostró unas telas de Knoll que había diseñado. Apenas vi esas telas sentí el cosquilleo interno de la curiosidad y fue ahí cuando me cogió el tejido.
¿Recuerda la primera vez que se sentó en un telar?
Siempre que veía algo, que conocía algo nuevo, me interesaba saber cómo se hacía, porque quería aprender. Todavía me pasa. Primero de manera inconsciente, luego de manera más racional. Y eso fue lo que me llevó a los telares. La primera vez que me senté frente a un telar recuerdo poner el urdido, la hebra y pensar “qué cosa tan rara”, porque todo es tejido en la vida y es la forma de unión más perfecta.
“Cuando pienso el color, cuando toco el color, cuando vivo el color —la exaltación íntima de mi yo, mi otro yo— vuelo, me siento otra, siempre hay otro ser junto a mí”.
En Cranbrook también conoció a su esposo Jim...
Jim y yo andábamos en la misma búsqueda. Cuando regresé a Colombia, él se fue a la Marina, a Filipinas. Siempre mantuvimos la comunicación, pero nunca pensamos que nos íbamos a volver a ver. Antes de regresar a Estados Unidos vino a visitarme y fue ahí que nos comprometimos.
¿Se escribían cartas de amor?
Del amor no se habla. Sobre todo del amor que uno tiene o ha tenido, porque es íntimo. Hablar del amor lo banaliza. Nos escribimos cartas durante dos años. Tengo muchas cartas archivadas. Me gusta tenerlas más que leerlas. Jim tiene mucha facilidad para escribir y contar su situación. Es como en sus dibujos: tiene muchísima creatividad, una facilidad impresionante para poner en orden las ideas, el color, las formas y lo que cada dibujo cuenta. Así eran las cartas, muy expresivas. Y nos mantenían unidos.
Entre las obras que expuso recientemente en el Museo de Arte Moderno de Bogotá hay una, Luz blanca, que llama la atención. Refleja la luz como los tejidos de oro, pero está hecha en plástico, que es un material menos noble, por decirlo de alguna manera.
Tengo como cuatro obras hechas en plástico. Esto me hace pensar que sí me siento capaz de hacer cosas raras, inesperadas. Pero no las hago por ser misteriosa, ni porque sea misterioso el hacer. Solo que cuando sucede un accidente, por ejemplo pasar por una pradera de trigo y ver el color o ver un destello de luz al pasar las hojas de un libro, me obliga a pensar en cómo replicar eso que vi. Son casi como visiones.
¿Recuerda con precisión alguna de estas visiones?
Hace cuarenta años, cuando no estaba de moda, fuimos a Barichara en carro. Fuimos porque alguien me había pedido el favor de que visitara unos telares que habían traído los españoles. Eran chiquiticos y mecánicos, y me preguntaron qué se podía hacer con ellos. Eran divinos. Recuerdo que los tenían en una casa cuadrada, encalada, con altura de unos cinco metros. Todos los armarios estaban llenos de telas blancas dobladas, como sábanas. Parecía una obra de arte conceptual. Lo recuerdo como un momento importante: la luz, el blanco. Me impactó muchísimo y se me sembró en la cabeza. Y como esa hubo muchas.
¿Se convirtió en obra?
No en una obra puntual, pero sí aparece en varias ocasiones, en varias piezas. Es como cuando a uno le gusta una palabra y esta se encaja en la mente para aparecer luego en otros contextos, resignificada.
¿Considera que tiene una forma particular de mirar su entorno?
Yo nunca fui consciente de que estaba mirando para traducir lo que veía en mi obra, no. Es un proceso de gozo que se queda en alguna parte de la cabeza y luego se manifiesta en la obra de manera sorpresiva.
Otro de esos encuentros fue La Galicia, una casona en Caldas que aparece en “La casa de mi imaginación”, la charla que dio en el Museo Metropolitano de Nueva York en 2003. Cuénteme un poco de ese lugar.
Resulta que mi hermana tenía una finca por el área y alguna vez que fui a visitarla salimos a caminar por entre las montañas. Llegamos a La Galicia y me enamoré. La recorrimos, la miramos, solo había dos personas adentro, era una casa en silencio. Aunque tenía pedazos medio caídos y parecía abandonada, era perfecta. Esa casa es todo lo que yo siento: los materiales intervenidos por el tiempo, la luz en cada uno de los espacios, la temperatura de la tierra. La iba a comprar, me la ofrecieron en cinco millones de pesos, pero Jim me dijo que yo qué hacía con una casa allá. Siempre me arrepentí de no haberla comprado.
Hay un viaje por los Andes que es determinante para usted, otra de esas imágenes que permanecen en la memoria.
En un viaje a Perú entré a una casa donde una mujer tejía. Y lo que me impresionó no fue el tejido mismo, sino lo misterioso de la situación: esta mujer estaba en la oscuridad, sin ver y haciendo cosas complicadísimas, y silenciosa en un cuarto, en una choza. Lo que más me llamó la atención era el sobrecogimiento, el estado meditativo en el que estaba. En esa época no se hablaba de meditación. Pero era como si tuviera el tejido en el ADN, como si fuera algo natural. Yo tengo eso también. No solo con el color, sino con el proceso, por eso me cuesta hablar de él, porque es natural.
Tengo como cuatro obras hechas en plástico. Esto me hace pensar que sí me siento capaz de hacer cosas raras, inesperadas. Pero no las hago por ser misteriosa, ni porque sea misterioso el hacer.
En la retrospectiva en el MamBo también presentó por primera vez N.N., una obra más conceptual que el resto de sus piezas.
No se me ocurrió mostrarla antes. Me aproximé a este tema de los N.N. en Colombia como me aproximo a muchos temas en mi obra: los trabajo cuando me causan algún tipo de impresión en la sensibilidad, cuando me hacen cuestionarme. El N.N. es una persona que no existió, representa la tristeza de no haber vivido. Es vivir y morir sin saber quién soy, quién fui. Entonces un día estaba trabajando con barro y les dije a las mujeres que trabajan conmigo que se pararan sobre el barro y luego sobre la tela, y les puse oro a las huellas.
¿Quiénes son estas mujeres que trabajan con usted?
Las mujeres que trabajan conmigo son personas que escojo por su inteligencia, por su carácter, por su silencio y por su bondad. La cualidad más importante es que amen lo que hacen. Si les gusta lo que hacen, pueden hacerlo mil veces. Es decir, lo primordial es que estén comprometidas conmigo y con el trabajo, como lo estoy yo.
¿Cómo ve su obra luego de todos estos años de carrera?
Mi trabajo es la realización de toda una vida, de todos los momentos que he vivido. Pero a veces la veo como si la hubiera hecho otra persona, entonces me sorprendo. No la admiro, pero admiro la posibilidad de haberla podido hacer. Yo siento que hice lo que tenía que hacer. Aunque quisiera hacer más. Pero luego uno se pregunta para qué más.
Para la artista, el color es mucho más misterioso que todo: “Descubro colores nuevos todo el tiempo. Yo habito el color porque es el lenguaje que manejo, con el que nací, el que me comunica con el exterior”.
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