Sentirlo todo no es debilidad: es la manera más auténtica de vivir. En esta columna, la autora comparte cómo aprendió a transformar su sensibilidad en una fuerza que le brinda empatía, conexión y libertad para ser ella misma.

Cuando era niña mis emociones no tenían censura.

Saltaba cuando algo me daba alegría, lloraba sin importar el lugar en el que estuviera.
Si me enojaba lo expresaba al instante sin pensar a quién podría incomodar.

Pero mis emociones parecían molestar a los demás.
“No se te puede decir nada” “Todo te afecta", “¿Por qué te exaltas?”,
“No es para tanto”. Eran frases que escuchaba frecuentemente

Crecí pensando que había algo mal en mí, que mi sensibilidad era un defecto y debía ocultarla.

Pero las emociones no pueden acumularse como cosas en un cajón.
Tarde o temprano buscan la forma de salir, y huir de ellas es escapar de lo más humano que hay en mí.

Aprendí que mi sensibilidad me conecta con quienes disfrutan mi forma de sentir,
me regala empatía para comprender a otros y me permite emocionarme por pequeños detalles.

Gracias a ella puedo llorar con una película como si la historia fuera mía,
estremecerme ante un gesto sincero o alegrarme hasta las lágrimas por algo que parece mínimo.

Comprendí que expresarme es lo que me hace realmente auténtica.

Mi sensibilidad es mi fuerza, y amarla es la forma más honesta de amarme a mí.


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