Y si tuviéramos que analizar las ventajas y desventajas de cada decisión que tomamos en un día, todos los días? Sin duda, los atajos que toma nuestro cerebro sin que nos demos cuenta nos salvan de caer en un bucle infinito de pensamientos y de juicios.
n 1984, Juan Gabriel, el Divo, produjo el sexto volumen de una serie de discos que elaboró en compañía de la inmortal Rocío Dúrcal. En él están “Amor eterno” y “Costumbres”, canciones declaradas Patrimonio de la Cultura Popular y Musical de México. En “Costumbres”, dos que se amaron no se aman ya. Por lo que dice él, ella sólo le guarda rencor, y ya no quedan motivos para el querer. Pero se extrañan. Por la fuerza y nostalgia con la que Rocío canta que el olvido será imposible, y por la seguridad con la que repite “Siempre volverás/ Una y otra vez/ Una y otra vez/ Siempre volverás” es que podemos entender el fragmento alrededor del cual gira todo y que cierra esa canción como si fuera un logro fatal del destino ladino: “No cabe duda que es verdad que la costumbre/ Es más fuerte que el amor”.
*Ilustraciones por Sakoasko. Instragram: @sakoasko.
Ina, una osa que duró veinte años encerrada en la jaula de un zoológico en Rumania, fue liberada a comienzos de año. El 15 de enero, el santuario de osos Libearty Zarnesti publicó un video en el que Ina está dando vueltas en círculos como si aún estuviera encerrada, a pesar de que está libre en un bosque amplio en el que puede correr más allá de los barrotes imaginarios. Ina es, como miles de animales, presa de la circular rutina que reemplaza voluntad por costumbre, y que reduce la libertad a la simple repetición.
De lo que hacemos, incluso de lo que pensamos, quedan huellas en el cuerpo. La repetición de un acto va creando atajos para el comportamiento, el cerebro sabe que el análisis ralentiza todo, y que la vida cotidiana suele exigir destreza y rapidez en la respuesta. El cerebro busca tretas para ahorrarnos la deliberación a cada instante. Dicen que en promedio, mil doscientas son las decisiones que una persona convencional toma a diario. Imaginen ustedes que tuviéramos que analizar meticulosamente cada una, sopesar argumentos a favor y en contra, o que tuviéramos que sospechar de todas nuestras creencias para evitar así acciones irracionales siempre, siempre, antes de cada movimiento, de cada decisión, antes de levantarnos de la cama porque es lunes y las responsabilidades llaman, antes de hacernos el desayuno. Sería algo como esto:
“Son las 7 a.m. y mi primera reunión es a las 7 a.m. ¡Aj!, Voy tarde. ¿Será que me tiro ya de la cama, o espero otro rato?, ¿será que ya iniciaron? ¿Qué tal que pueda dormir cinco minuticos más? Y si no entro, ¿será que me echan?, ¡qué pendejada hacerse echar por no entrar a una reunión! ¡Qué hambre! ¿Alcanzo a hacerme un tintico? ¿Y si definitivamente no me conviene entrar a esa reunión y Dios lo sabe, y por eso estoy acá en un bucle de preguntas?”. Ahora piensen que debemos hacer lo mismo con el desayuno: “¿Me frito un huevo o dos? Otra vez huevo. Pero, ¿qué más? ¿Chocolate o café?, ¿a la larga, me estará haciendo daño el chocolate? ¿La arepa con o sin mantequilla? Pero es que una arepa sin mantequilla no sabe a nada. ¿Será que me estoy enfermando poco a poco con la mantequilla que uso en el desayuno? ¿Y si es cierto que son descendientes de los dinosaurios, y que el tiempo es sabio, no serán las gallinas los animales superiores?, ¿y qué tal que razonar sea una desventaja evolutiva?, ¿al chocolate, debo echarle azúcar?”. Y luego sigue la ropa, y las llamadas telefónicas y cada uno de los mensajes de rutina y las visitas esporádicas a redes sociales… en fin. La tortura de la racionalidad radical.
No es cierto que seamos tan racionales como nos dijeron en la escuela. No siempre justificamos con razones coherentes nuestras creencias y acciones, y no siempre lo hacemos en los instantes decisivos. Nuestra vida diaria está plagada de actos que repetimos sin un análisis sincrónico, y parece incluso que es deseable que así sea. No analizamos todas nuestras creencias y decisiones hoy, porque buena parte de ellas las pensamos alguna vez, en el pasado, y ese análisis pretérito las hizo valer para el futuro. Esas decisiones diacrónicas son como raíces de una planta en crecimiento, y entre más tiempo pasa después de ese análisis inicial y desgastado ya, más rizomas se entremezclan con la tierra, se bifurcan y se afianzan. El tiempo radicaliza nuestras creencias, y aunque luego sepamos que son maleza, sus raíces han cavado túneles en nosotros. Por eso no es fácil luchar contra una creencia o una costumbre, el tiempo unifica la planta, la tierra y la raíz. Cargamos con las consecuencias de la inteligencia o torpeza que usamos para analizar lo que nos importó alguna vez.
Pero ni siquiera es cierto que todos nuestros actos han gozado alguna vez del privilegio del análisis deliberado: con el paso del tiempo me he dado cuenta de que en ocasiones camino como mi padre, de que expreso ideas como lo hacía conmigo un profesor al que le adeudo cosas que sólo se adeudan a los amigos, y me he dado cuenta de que lloro como mamá, y de que los gestos de mis amores se han vuelto mis gestos. El cerebro forma costumbres sin que nos demos cuenta. Las costumbres son también la manifestación de las creencias, así que en alguna medida el cerebro forma creencias sin que sepamos cuáles o cómo o por qué (si es esto cierto, entonces ahora entiendo que el mío es el gesto de mamá cuando sentía vergüenza y rabia de llorar, su forma de llorar era una creencia).
Con el tiempo el resultado es este: nos entregamos tranquilamente a buena parte de las decisiones que alguna vez tomamos y a las pocas que tomamos en el instante decisivo; nos entregamos a las acciones que la repetición de nuestras acciones deliberadas implican, y a las que sin saber hemos ido copiando por la fuerza del afecto y la cultura, por orden del cuerpo que, entre tanto, se burla cuando se nos llena la boca al decir que somos el animal racional, y no queremos ver que somos el animal obediente.
Y tampoco es cierto que seamos sólo el resultado de los actos deliberados sincrónicos, de los diacrónicos, o de los no deliberados pero copiados. Llevamos por dentro, entre las venas, los vestigios milenarios de victorias olvidadas:
Hace unos meses nos mudamos de casa, y donde estamos ahora tenemos gallinas. Les hicimos un gallinero con acceso libre en zona campestre, cómodo, de dos niveles, y le pusimos escalerita y hojas secas de palma a modo de techo para el jardín, para darles sombra y protegerlas más de la lluvia. Después de mucho deliberar, decidimos cubrir la estructura con tejas plásticas tipo greca opal de policarbonato, para que les entrara luz y no hubiera riesgo de goteras. Cada cuarto tiene el dispensador de comida de mejor calidad que es posible conseguir en Circasia —un pueblito en el que bien podría usted salir a pasear con sus gallinas un día soleado—, y justo en frente, un dispensador de agua natural, siempre limpia de tierra y suciedad. También le pusimos una cama a cada una, con filtros de aire y aserrín de cedro negro, y pusimos flores en macetas a la entrada del nuevo Conjunto Residencial Gallinero Loft. Pero no se vayan a creer que no es un lugar seguro, hemos sabido que hay zarigüeyas rondando, entonces cerramos el perímetro de los dormitorios con una rejilla que no riñe con la estética del lugar, y que las tendrá a salvo mientras se entregan a morfeo. Quedaron a-no-na-da-das con el resultado: primero miraron con desconfianza, como quien quiere y no quiere la cosa, después evaluaron el terreno, la estructura, los acabados, se subieron a los cuartos, probaron la comida, se proyectaron, se supieron dueñas y justamente valoradas. Luego cagaron en el lugar, su lugar, y creímos entender la magnitud del gesto. Pero no pasaron allí más de una noche. Qué animales tan misteriosos, dijimos, y la saliva nos sabía a fracaso.
Veníamos de una larga temporada de sol, así que asumimos que por eso las gallinas preferían pasar la noche en el árbol que está diagonal al Conjunto, y aovar en la mañana en el Gallinero Loft, a pesar de que en el árbol hace un frío horrible y el viento amenaza con tumbarlas en los instantes de sueño más profundos. Desde que empezó de nuevo el invierno notamos que por fuerte que arreciara el agua seguían allí, en las ramas del árbol, empapaditas todas, tiritando por los azotes del frío, como funambulistas pobres y humilladas. Intentamos llevarlas a dormir al Gallinero Loft (en el que ahora duerme un gato callejero al que le decimos Podrido), temiendo que se enfermarían o algo así, pero fue inútil. Ya estaban dominadas por la fuerza de la costumbre, dijimos. Al principio eran cuatro. Ahora tenemos ocho. Las nuevas llegaron con el invierno, así que creímos que por fin el gallinero tendría habitantes nocturnas, aparte de Podrido. Pero no. Incluso la gallinita más pollita al segundo día buscó lugar en una rama. La costumbre es rápidamente contagiosa, creímos. Pero entonces se nos reveló una verdad monumental: otras gallinas habían decidido ya por las nuestras, durmiendo en árboles desde hace miles de años, en épocas de las que aún sabemos poco.
Dos cosas son ciertas: i) no somos gallinas, ni somos Ina la osa; o al menos no todo el tiempo, por lo menos, y ii) no todos las costumbres son mala cosa. El asunto es darse cuenta de cuáles sí y cuáles no. No se trata tampoco de eliminar las costumbres, el atajo, se trata de reemplazarlo: “Qué es tu vida, alma mía, tu costumbre”, decía Unamuno. El asunto es que en nuestras conversaciones cotidianas hemos ofrecido un valor torpe y excesivo a las creencias radicales, a las que llevan con nosotros muchísimos años y a las que hemos entregado nuestra fe: “yo siempre he pensado esto”, “yo siempre he sido así”, o “yo no sabía que lo que estaba haciendo causaba X o Y”, decimos, como si los hechizos de la costumbre, esa medusa de cien cabezas serpenteantes que paraliza la razón, fueran la excusa para justificar el daño.
Dicen que es imposible borrar las huellas de la costumbre, que la memoria del cuerpo nos lleva por los viejos caminos confiables, y quizá sea así, quizá no dependa de nosotros olvidar un amor, y quizá no podamos evitar desear frecuentar de nuevo cuerpos y lugares. Pero hay una forma por lo menos en la que aún tiene sentido la palabra libertad, y podemos elegir no volver una y otra vez, una y otra vez. Cuando le preguntaron a la escritora Vita Sackville-West qué haría si un día al salir a la puerta de su casa se diera cuenta de que han tumbado sus jardines y los han pavimentado, ella respondió que saldría a regar las plantas, las mimaría y les contaría sus cuitas, aunque no estuvieran ya. Ojalá todas nuestras costumbres fueran tan bellas, ojalá todas fueran como regar un jardín y verle crecer y dejarse amar por él.
No somos tan racionales como nos dijeron en la escuela, pero aún estamos a tiempo de elegir las costumbres de las que querríamos ser presas imaginarias.
*Jhon Isaza es filósofo y librero. Es uno de los responsables de la magnífica Libélula Libros, con sedes en Armenia y Manizales.
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