Un libro reconocido por la honestidad con la que se narra la relación tensionante entre una hija y una madre, mediada por los reproches.
Siempre es sorprendente ver un libro perdurar en el tiempo, mantener la atención del público años y años después de haber visto la luz. Pero esto es especialmente llamativo cuando el libro en cuestión no es una novela de un autor best-seller o un clásico. Y mucho más, diría yo, cuando son las memorias de una persona que vivió lejos de la esfera pública como es el caso de Apegos feroces, de Vivian Gornick.
El libro está centrado en los afectos de la autora, una norteamericana que vivió su juventud rodeada de judíos de clase trabajadora en el Bronx en Nueva York durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero sobre todo, gira alrededor de la difícil relación con su madre:
La relación con mi madre no es buena y, a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora. Estamos atrapadas en un estrecho canal de familiaridad, intenso y vinculante: durante años surge por temporadas un agotamiento, una especie de debilitamiento entre nosotras. Después, la ira brota de nuevo, ardiente y clara, erótica en su habilidad para llamar la atención.
El libro sorprende porque muestra con ironía, crudeza, ternura y desparpajo una faceta poco usual en las páginas de la narrativa: las tensiones que pueden surgir en la relación filial con la madre. A todo lo largo del libro, Gornick inicia cada nueva sección con un paseo con su mamá, o un recuerdo de su juventud, para ir y volver entre ambos estados: los paseos detonan recuerdos, los recuerdos interpelan las largas caminatas en las que ambas, madre e hija, intentan compartir. No se entienden.
Mujeres surgidas de momentos históricos distintos, con ambiciones y expectativas diferentes, pero con dos señores temperamentos, se esfuerzan por compartir una intimidad frágil que le sirve a la autora de excusa para hacer un mapa de su propia vida, especialmente alrededor de un tema: el amor.
La interpretación de la variedad de comportamientos humanos que se suponen derivados del amor no era necesaria en nuestra casa. Si mi madre no era capaz de identificar en otra mujer reacciones a un marido o a un amante que no duplicaran las suyas, no lo consideraba amor. Y el amor, decía, lo era todo. La vida de una mujer estaba determinada por el amor.
Durante la primera mitad del libro, Gornick perfila a las mujeres que vivían en su edificio y en su barrio, sus problemas, sueños y múltiples formas de amar, apoyarse, juzgarse y acompañarse en la cotidianidad –una que podría asombrar a más de uno en sus semejanzas con la vida de la clase media y trabajadora de nuestro propio país–. Allí aparecen dos arquetipos de la feminidad: tanto la viuda resignada (su madre) como la sensual y joven madre soltera (Nettie, una vecina). Ambas muestran las polaridades entre las que Gornick creció y se formó, como muchas mujeres entonces y hoy, antes de irse a comenzar sus estudios y propia vida sentimental que, como para tantas desde hace siglos, fue escenario de ilusiones y desencantos mayores que la autora describe y narra con una prosa prístina, además de punzante, honesta.
Fue en la cocina donde empecé a comprender el significado de la palabra “esposa”. Ahí estábamos, una pareja de veinticuatro años: un día éramos una estudiante de doctorado y un artista, y al día siguiente éramos marido y mujer. Antes siempre habíamos puesto juntos sobre la mesa las rudimentarias comidas que tomábamos. Ahora, de pronto, Stefan estaba cada noche en su taller, dibujando o leyendo, y yo estaba en la cocina, esforzándome por preparar y servir una comida que ambos pensábamos que debía ser adecuada. Recuerdo pasarme hora y media preparando algún espantoso plato de cuchara sacado de una revista femenina para terminar engulléndolo los dos en diez minutos, pasarme después una hora limpiando los cacharros y quedarme mirando el fregadero, pensando: ¿será esto así durante los siguientes 40 años?
Es un testimonio de un momento importantísimo y sin embargo, discreto y poco discutido, que tuvo lugar a mediados del siglo XX: el cambio de vida que miles de mujeres vivieron en la antesala de la Segunda Ola Feminista. Lejos de hablar de las grandes marchas y movimientos que cambiaron el lugar de la mujer y ampliaron su independencia, derechos laborales y reproductivos, entre otros logros mayores, muestra lo que sembró el cambio en muchas de ellas: el divorcio. Y la forma en que lo hace resulta asombrosa no sólo por darnos la oportunidad de poner en palabras una experiencia que todavía hoy es de difícil asimilación para muchos, sino por ofrecer reflexiones agudas. Muy agudas.
Gornick fue parte de esa generación de mujeres que, allá por los años sesenta, fueron llamadas nuevas, liberadas, singulares, después de escoger su independencia y su vida por encima de las expectativas maternas que llevaban encima. Y es desde este lugar, el de la mujer que atraviesa el desencanto de ese lugar en donde no fue feliz y la ilusión de hacer una vida a su propia medida, que emergen las reflexiones sobre la compleja tarea de madurar, escribir y envejecer, juzgarse y sobrevivir a sí misma.
En pocas palabras, Apegos feroces es una lectura maravillosa por su capacidad para evocar la complejidad con que sentimos y que puede atravesar nuestros lazos más importantes, familiares o afectivos. Está narrado con una prosa impecable que, entre tantas virtudes, puede servirnos para comprender mejor los muchos cambios y revueltos personales que implicó (como aún lo implica en la vida de tantas personas, especialmente mujeres) cambiar el mundo para hacerlo más justo, igualitario y más libre.
La editorial Sexto Piso, con sedes en México y España, ha traducido y publicado varios libros que recogen la obra autobiográfica y ensayística de Vivian Gornick. Entre sus títulos están: Apegos feroces, Mirarse de frente, La mujer y la ciudad y Cuentas pendientes. Gracias a su éxito editorial, todos están disponibles en librerías.
Vivian Gornick, Apegos feroces, Madrid, Sexto Piso, 2018. Traducción de Daniel Ramos Sánchez.
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