Si la niña que yo era en la década de los ochenta pudiera verme patinar hoy, quedaría boquiabierta. Igual de boquiabierta a las niñas del parque que ahora me bautizaron “la señora que patina”.
Lo más difícil no es arrancar
Es 27 de diciembre de 2020, en una tarde nublada de Bogotá. De repente suena el citófono y me confirman que mi amiga Laura ha llegado. Laura ya me había advertido que quería traerme un “regalito” de navidad, pero yo lo había olvidado. Ella y su pareja me están esperando en la portería con una bolsa de papel que dice “Feliz navidad” escrito con marcador. Abro la bolsa: son unos patines en línea. A partir de ese día no me volveré a quitar estos artefactos (por lo menos no hasta hoy que estoy escribiendo esta columna) y se convertirán en la certeza de que 15 años de inactividad física no fueron capaces de domar eso que mis profesores de educación física del colegio llamaban “el espíritu deportivo”.
Hay dos aclaraciones que pueden ser relevantes en este punto. Al momento de recibir el regalo de Laura, tenía 40 años y 6 meses y nunca había tenido unos patines en línea aunque fue siempre un sueño postergado. Crecí en Chía, un municipio cerca a Bogotá, que en los años 80 tenía mucho de rural y poco pavimento. Solo podía patinar cuando iba a la casa de mi abuela paterna en Girardot: una casa longitudinal que en su momento la veía como una autopista de un país extranjero y que posiblemente hoy simplemente me parecería un corredor más de una casa. Allí usaba los famosos “patines de cuatro” o quads que heredé de mis primas mayores y disfrutaba ir de un lado al otro sintiendo que era una competidora profesional, especialmente porque tenían un logo de la muñeca “Fresita” en los laterales exteriores de la bota. Esto significa que nunca patiné formalmente y lo que hice en mi adolescencia fue aprovechar los momentos en que alguna compañera del colegio dejaba sueltos sus patines, para pedírselos prestados y aventurarme en el parqueadero del colegio a tratar de no caerme.
Pero el día en que, a mis 40 años y 6 meses, tuve por primera vez un par de patines, sentí que todo había cambiado. Los probé y empecé. A la semana ya tenía contratada mi primera clase en la cancha de basket del barrio, con la profesora que hasta el sol de hoy me sigue entrenando. Para mi sorpresa, cuando llegué al lugar había casualmente otra clase de patines, pero esta era con niñas de 5 años en adelante. Ellas eran notoriamente más avanzadas que yo: podían andar rápido, sabían cómo caerse y podían hacer el crossover o trenzado, que consiste en pasar un pie por encima del otro para dar una curva y aumentar la velocidad. Debo confesar que ver a todas esas Emilias e Isabelas patinando sin temor de Dios me produjo envidia y un inevitable sentimiento de humillación. Yo a duras penas podía pararme, andaba con las piernas templadas y los papás de esas niñas les lanzaban la alerta de “cuidado con la señora” cuando me pasaban muy cerca. Esto me producía un ligero desasosiego pero también me llevaba a soñar con que algún día podría patinar de tú a tú con las Emilias e Isabelas del mundo.
El panorama no me desanimaba del todo, porque tenía un ejemplo muy significativo cerca a mí. Cuando mi mamá se pensionó después de 30 años de haber sido profesora escolar, decidió aprender a tocar piano de cero. Para ella la música era una compañera permanente, pues de pequeña tocaba acordeón de tecla y en su adultez tocó tiple y guitarra. Compró entonces a los 60 años un piano eléctrico de tecla pesada, contrató a una profesora egresada de música y empezó a estudiar. Su práctica siempre fue (y sigue siendo) de una disciplina digna de la matemática que es. Toca al menos dos horas diarias y tiene en la medida de lo posible 4 clases al mes. Ahora, 10 años después de haber empezado, tiene la capacidad de interpretar sin pestañear el “Claro de luna” de Debussy y se está preparando para tener listo muy pronto el “adagio cantabile” de la Patética de Beethoven.
“Pero el día en que, a mis 40 años y 6 meses, tuve por primera vez un par de patines, sentí que todo había cambiado. Los probé y empecé”.
Empecé entonces a combinar mis clases de patines con tutoriales de Youtube y una cuenta de Instagram dedicada única y exclusivamente a seguir patinadores/as de todo el mundo para aprender trucos, entender el misterioso mundo de las caídas y las frenadas, descubrir la enorme diversidad de disciplinas que tiene el patinaje y documentar mi propio proceso. Para mi sorpresa, mis publicaciones empezaron a tener un número apreciable de vistas (teniendo en cuenta que tenía menos de 100 seguidores) y que algunas personas que estaban en un proceso similar me preguntaban que cómo había aprendido esto o lo otro o que felicitaciones.
“Nunca es tarde”
Sin embargo, una cosa que me inquietó fue cuando las personas más jóvenes compartían mis videos en sus redes con el hashtag #NuncaEsTarde. Fue ahí cuando volví a ser consciente de que ya no era la niña que se montaba en sus patines fresita en la casa de la abuela, sino que era una adulta con canas laterales, a quien las niñas del parque veían como “la señora que patina”. Entendí entonces eso que nos pasa cuando vamos adentrándonos en los laberintos de la adultez, y es que vamos adaptando la noción de juventud a la edad que tengamos. A los 20, una persona de 15 nos parecía muy joven pero a los 40 nos parece todavía una sombra de la infancia. Y por supuesto, a los 40 alguien de 35 nos parece un polluelo recién salido del cascarón para todo lo que ha hecho, lo que nos permite un distanciamiento con la madurez de nuestros padres, todo con el fin de sentir que aún somos capaces de hacer lo que hacíamos recién terminamos el bachillerato.
No puedo negar que convertirme en una “inspiración” etárea para patinadores más jóvenes me dolió un poco. No eran la disciplina o los trucos (que no eran muchos ni muy sofisticados) los que inspiraban a los demás, sino la idea de que “si una señora de 40 pudo, por qué yo no”. Y yo, reverberando en el florecimiento de la juventud, liberada de las cicatrices que me dejaron 15 años de academia, sintiéndome Xena, la Princesa Guerrera cada vez que saltaba 5 centímetros o pasaba una fila de 8 conos sin tumbarlos, me veía reducida a lo que la gente se imagina que es “ser una mujer de 40 años”.
Cuando la gente me pregunta que por qué ando tan aficionada a los patines, que si no me da miedo saltar los andenes, que cómo hago para salir a practicar todos los días con todo lo que hay que hacer, recuerdo a mis profesores de educación física y respondo: “me poseyó de nuevo el espíritu del deporte”. Es algo que no puedo explicar, pero que lo siento cada vez que pienso que de pronto esta vez en la ciclovía no haré 18 kilómetros sino de pronto 30, o cuando decido que me voy a subir a un andén que tiene todas las baldosas sueltas, así como “Casita” en la película Encanto. Aún más, lo siento cada vez que me caigo (que es muy seguido y por eso compré unas rodilleras casi profesionales) y me doy cuenta, aunque suene a Deepak Chopra, que me he caído mucho más duro en otros momentos de la vida: un tropezón más frente a un bus escolar lleno de adolescentes no es un golpe al ego tan fuerte como los que me he llevado en la vida de adulta.
Por eso creo que los 40 años fue un momento bello para empezar a patinar, pues una caja llena de sueños inexplorados de la infancia se encontró con una persona que ha entendido que caerse en realidad no es tan grave, que aprender es una pasión infinita, que no estar disponible para reuniones a las ocho de la mañana por estar patinando es de lejos mucho mejor que estar hundida en una silla de oficina. Y que el patinaje me ha traído amistades insospechadas: Sam, un patinador en Acra, la capital de Ghana, que me explica cómo puedo hacer mejor los saltos para lograr el giro en 360 grados o Andréia, mi parcera de Belo Horizonte, en Brasil, que se montó a sus patines a los 50 años, con quien nos celebramos cada pequeño logro que alcanzamos semana a semana.
Quién sabe, quizás los cincuenta me encuentren lanzándome en bajada a 80 kilómetros por hora por las carreteras secundarias de mi Colombia laberíntica tal como lo hacen “los jóvenes de ahora” que practican downhill en patines, o transportándome a las reuniones con los clientes, como “toda una señora”.
Dejar un comentario