La autora es periodista y fue diagnosticada con diabetes tipo I hace varios años. Aquí cuenta cómo tomó control de su enfermedad desde que comenzó a correr todos los días.
Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Y aparece ante mis ojos el resultado de mi prueba diaria de glicemia, ya tan natural en mi vida como respirar. Un número me da los buenos días cada mañana, y con base en él determino si puedo salir a correr o no. Elegí correr como ejercicio tres años después de ser diagnosticada con diabetes mellitus tipo I, una enfermedad crónica y compleja que, más que un peligro, representa dentro de mí una poderosa razón para vivir con verdaderas ganas.
A mis 22 me preocupaba por el futuro y por lo que habría de venir con él, no tenía otro afán más que jugar a adivinar cómo sería mi vida en unos años. Hasta que un día, tras varias semanas en las que experimenté anomalías en mi estado físico —una pérdida de peso inusual acompañada por sed, somnolencia y cansancio permanente—, varios exámenes de sangre y orina dejaron al descubierto mi nueva condición de vida: me había convertido, sin darme cuenta, en diabética tipo I, o insulinodependiente.
Mi reacción ante la mala nueva que el médico me anunciaba fue una de las más “inusuales” con las que él dijo haberse encontrado. Con la mirada tranquila y fija en sus ojos azules, que me hicieron pensar en el mar, escuché lo que venía para mí de allí en adelante: inyectarme insulina una, dos o hasta más de tres veces al día; ajustarme a una dieta con múltiples restricciones, e implementar el ejercicio como una constante en mi vida.
En mi época de colegio participé en cuanto partido de baloncesto, voleibol y fútbol pude. Mientras la mayoría de mis compañeros temía medírsele al Test de Cooper —una prueba de resistencia que consiste en recorrer a velocidad constante la mayor distancia posible en 12 minutos—, yo lo asumía como uno de mis desafíos preferidos en las clases de educación física. Sin embargo, después de la escuela no volví a correr ni a hacer ningún deporte. Con el diagnóstico, era hora de pensar en moverme de nuevo.
Pese a que el manejo de la glicemia durante el ejercicio puede llegar a convertirse en toda una proeza, se trata de una lucha en la que vale la pena permanecer.
Uno de los riesgos que enfrentamos al ejercitarnos quienes estamos sujetos a inyecciones diarias de insulina es sufrir un episodio de hipoglicemia, mejor conocido como un bajón de azúcar. Antes de salir de casa chequeo mi nivel de glicemia en ayunas —con la ayuda de un glucómetro, que es para mí lo que una brújula es para un marinero— y me como una pequeña porción de fruta o de carbohidrato para evitar un descenso glicémico mientras corro o hago ejercicios complementarios, lo que me toma de cuarenta y cinco minutos a una hora. Siempre me acompañan un termo con medio litro de agua —pues debo hidratarme antes, durante y después del ejercicio— y un comestible que contiene entre 15 y 20 gramos de glucosa o carbohidratos, por si llego a necesitarlo en el recorrido.
Con el tiempo, el sube y baja característico de esta enfermedad autoinmune y metabólica me ha enseñado que la glicemia no sólo puede disminuir con el ejercicio, sino que también puede elevarse notablemente con esta práctica. Cuando me pongo en marcha al compás de la música clásica y poco a poco voy aumentando la intensidad del trote, mi hígado empieza a bombear glucosa a un nivel muy alto, y si ese suministro resulta mayor que el que mi cuerpo requiere, todo conduce a un ascenso de hasta 100 mg/dl (miligramos de azúcar por decilitro de sangre). Por ello los especialistas recomiendan no realizar ninguna actividad física si se tiene una glicemia que supere los 250 mg/dl.
Según la Asociación Americana de Diabetes (ADA) y el Colegio Americano de Medicina del Deporte (ACSM), si antes del ejercicio los niveles de glucosa en sangre están por debajo de los 100 mg/dl, se debe ingerir determinada porción de carbohidratos. Aunque la ADA sugiere a un diabético un nivel de glicemia preprandial (antes de comer) de 80 a 130 mg/dl y una posprandial (dos horas después de comer) de menos de 180 mg/ dl, lo ideal es que nos pongamos como meta alcanzar niveles de glucosa cercanos a los normales: de 70 a 110 mg/dl en ayunas, y por debajo de los 140 mg/dl tras las comidas.
La cifra en mi glucómetro que me da el aval para salir a correr debe oscilar entre 70 mg/dl y 250 mg/dl. Cuando amanezco con el azúcar por debajo de 70 mg/dl, ingiero una porción considerable de carbohidrato y pospongo el ejercicio para la noche o el día siguiente. Encontrarme en mis glucometrías con números superiores o inferiores a los señalados depende de lo que haya comido con anterioridad y de las dosis de insulina que me esté aplicando; ello me obliga a estar siempre atenta a mis mediciones, para tomar dominio de la enfermedad y no dejar que ella me controle a mí.
Al principio, despertarme temprano (entre las 5:30 y las 6:00 a.m.) para ir a correr no fue fácil, pero con el paso de los días mi fuerza de voluntad creció y fui tomando la disciplina necesaria para hacerlo. Cuando corro, mi corazón late fuertemente, sensación que me recuerda que estoy viva y que nunca antes había estado en mejor forma. En efecto, al realizar mis controles habituales de glicemia —de tres a cuatro veces diarias— es evidente que mi azúcar está regulada, contrario a cuando no corría.
Pese a que el manejo de la glicemia durante el ejercicio puede llegar a convertirse en toda una proeza, se trata de una lucha en la que vale la pena permanecer. La actividad física tiene un efecto semejante al que produce la insulina en los receptores especiales que se encuentran en las paredes de todas las células musculares. Al ejercitarnos, esos receptores se abren, permitiendo que la glucosa circulante en el torrente sanguíneo entre al músculo y sea utilizada como fuente de energía.
Por eso y más estoy convencida de que con el ejercicio no sólo logramos que la insulina sea más eficiente, sino que además conseguimos controlar nuestro peso, disminuir el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares y mejorar nuestro estado anímico. A esa lista de beneficios se suman muchos otros que han convertido al ejercicio en mi mejor aliado para correr de la mano de esta enfermedad, que, así como ha aumentado mi amor propio, ha hecho crecer mi amor por la vida.
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