La migraña parece que afecta a cada persona de manera diferente. Aquí una de ellas cuenta sus ires y venires con esta condición.
ran como las tres de la mañana. Desperté a mis padres a punta de llanto herido por un dolor que venía de mi cabeza. Desesperados decidieron llevarme al hospital. En la oscuridad del carro atravesamos la Bogotá de esa madrugada, desde el sur hasta el occidente. En el hoy desaparecido hospital Lorencita Villegas de Santos me recibió un doctor que tras valorarme, mencionó una palabra que no sabía yo iba a ser mi compañera de vida: migraña. Me sonó a un bicho raro. Me asusté.
Desde entonces, con siete años, empecé a vomitar como si estuviera intoxicada cada vez que una migraña me habitaba. “¿Ve luces?” me preguntó el médico. “No. Luces no” respondí. “Vale, o sea que su migraña no es con aura”. A mí me hacía ilusión que fuera con aura. Aura, mi madre, era la luz que cumplía con rigor lo recomendado por los médicos sobre lo único que se podía hacer, que se puede hacer y que, probablemente, podré hacer: controlar la migraña. Porque la migraña nunca se quita, solo se controla.
Comenzaba entonces la batalla paralela: los electroencefalogramas y TAC que descartaban cualquier anomalía en mi cabeza, y la búsqueda de los remedios caseros y mitos campesinos recomendados por familiares: desde papas crudas en rodajas mojadas en alcohol apretadas durísimo con un trapo en la cabeza hasta sangre de tórtolas de collar que me hizo tomar mi madre haciéndome creer que era jugo de remolacha.
Ilustraciones por Liliana Bedoya. Instagram: @frag.mentaria.
Fueron los años de los diarios de la migraña: qué comía, qué bebía, a qué horas, cómo dormía. Las tardes en la primaria en las que el dolor me invadía dos o tres veces por semana se asomaron por temporadas. En el bachillerato perdí mi lugar en el grupo de danzas porque las migrañas solo dejaban que bailaran mis ojos de cara de muerta viendo cómo ensayaban mis compañeras mientras me agarraba la cabeza y salía a vomitar.
Para combatir la migraña me inicié a los nueve años con Neosaldina, luego viajé entre Cafergot, ergotamina, Cafiaspirina, Excedrin, Dolex Forte, Aspirina Forte, Sevedol, Naproxeno, Hemicraneal, Sumatriptan, intercambiándolas para confundir los ciclos de tolerancia de la migraña. Para prevenirla, he evitado las drogas que suelen recetar los neurólogos porque la idea de tomarlas me ha hecho más ruido en la cabeza que la misma migraña. Cedí una vez cuando acababa de superar una horrorosa crisis migrañosa de hospital, que sólo se curó después de unas buenas inyecciones de Dipirona, más tramadol y pastillas anti náuseas. Entonces acepté la receta mágica: tomar ácido valproico y amitriptilina todos los días. Desesperada por la memoria del dolor reciente, no cuestioné el tratamiento. Llevaba dos semanas tomándolas, y estaba feliz: bebí vino tinto, comí chocorramo, me excedí con el sol, y la migraña no venía. Era como un milagro, hasta que hablé con una de mis amigas médicas y me dijo que esa era una de las drogas que su madre tomaba tras la cirugía por el tumor cerebral cancerígeno que la redujo a la mitad de su ser. Yo pensé: pero si lo mío es solo una migraña. Investigué y encontré que el ácido valproico se usaba para la esquizofrenia, convulsiones, trastornos bipolares y un montón de otras dolencias, y sí, al final decía: “también se usa para el tratamiento de la migraña".
Elegir no tomar sustancias fuertes me ha llevado a buscar tratamientos homeopáticos, bioenergéticos o alternativos. He hecho un doctorado en esto. Mi trabajo de campo empezó a los trece años con el Dermatrón y diez frascos de gotitas que tenían que tomarse de diversas y creativas formas que solo gracias a la disciplina de Aura surtieron efecto. Pasé así casi cuatro años sin migrañas, hasta que a mis diecisiete regresaron con mi embarazo. Era una jovencita feliz, embarazada y migrañosa con muchas ganas de vivir a la que su ginecólogo le dijo: “sólo puedes tomar Neosaldina, lo demás le hace daño al bebé”. La mala noticia es que mi migraña, que no tenía antecedentes hereditarios pues nadie en mi familia la había tenido, se la heredé a mi hijo.
Así fue como reincidí con esa droga tan efectiva como traicionera, la misma que hizo perder inicialmente la medalla olímpica a la ciclista colombiana María Luisa Calle, al salir su prueba de dopaje positiva por la neosaldina. Por eso, después de ser madre y con la idea de desconectarme de esa sustancia y similares, las medicinas alternativas han sido intermitentes: desde terapia neural, acupuntura, electroacupuntura, pasando por médicos cubanos que ofrecían la cura definitiva, hasta llegar a un completo tratamiento con un inmunólogo, vegano y naturista. Ninguno me ha funcionado del todo, y si tras gastar dinero y tiempo la migraña aparece, me vuelvo incrédula y regreso a las pastillas para combatirla.
Por eso pensar en la causa de mi migraña es, finalmente, el gran tema. El estrés lo he descartado. De hecho alguna vez fui a un masaje relajante, con aceites deliciosos, turco y sauna, y salí con una migraña histórica: el calor, el vapor, el aire con olor a hierbas no abrieron mi mente o mis poros sino que me dañaron el día. En otra época el dolor venía en las peluquerías: me sentaba en la silla, relajaba la cabeza bajo las manos del estilista y el dolor empezaba a subir por el cuello, y cuando ya me dejaban lista para la fiesta, terminaba en casa durmiendo la migraña.
Es mucho el tiempo que he perdido esperando que los ciclos de cada una de mis migrañas terminen. También es verdad que la dolencia ha mutado y las causas y las formas de tratarla ya no son lo que eran.
Aunque hay ciertas migrañas que no han cambiado desde que era adolescente y por las que estoy dispuesta a perder el tiempo que me impliquen sus episodios. Ya no me importa tener que roer la inofensiva roca dura de ese dolor migrañoso si se trata por ejemplo de salir a la calle y patinar. Esa fue mi rutina durante años los domingos de ciclovía. Todas las mañanas patinaba y todas las tardes dormía la migraña. El dolor provocado por actividad física suele empezar en el cuello, subir por la nuca, combinarse con un aire que se siente extraño cuando sube por mi nariz, mientras el dolor recorre disparado detrás de la oreja y termina acampando en una sien o en la cuenca interior de un ojo. Las otras migrañas empiezan directamente en la sienes, en el huesito del ojo. Pasa del lóbulo izquierdo al derecho, luego cubre el cráneo y al revés, mientras el corazón late en la cabeza con pulsaciones que retumban y me obligan a quedarme en posición fetal moviendo un pie al ritmo de un compás que me hipnotiza con su movimiento y me ayuda a distraer el martilleo del dolor. Me embadurno las sienes de mentol y alcanfor en forma de Bálsamo de Tigre para anestesiar un poco el instante, y duermo.
Tantas sobrecargas sensoriales han hecho que vea a mi migraña como una mala hermana con la que tengo que vivir. En mi caso, es curioso que ella suele llegar cuando sabe que puede llegar. Me deja trabajar pero aparece al final del trabajo, de la entrega, del proyecto. Es como si supiera de mis compromisos, y decidiera no arrimarse ni el día de la defensa de la tesis, o del lanzamiento de un proyecto, o del día de la boda. Ella llega despuesito, al día siguiente, a los dos días. Me ha dañado planes de pareja, de amigos, de familia, de vacaciones. Ella es así, caprichosa. A veces me pregunto (y me preguntan) si la migraña es un fantasma tangible que puedo extirpar pero que aún no me lo creo, y entonces que sin querer la termino evocando. En esos momentos es cuando ella, como buena hermana de sangre, aparece como la hermana de Eve en Only Lovers Left Alive, la película de Jim Jarmuch, a tirarse todo. Pero pienso si yo podría no abrirle la puerta y olvidarme de ella. Mis amigas médicas me dicen que no, que no tiene nada que ver con mi mente y que más bien ahorre para ponerme el nuevo tratamiento: botox inyectado en la cabeza.
En mi última migraña que duró cuatro eternos días consideré el plan botox. Las pastillas duras no tuvieron efecto, así que esperé sin medicarme a que el dolor se fuera por sí solo. El viernes me negué a quedarme en cama, y acepté una invitación a almorzar. Decidí disfrutar bebiendo lo que terminó siendo el remedio fulminante: dos espressos dobles mezclados con dos tragos de whisky y hielo. Seis horas de conversación mientras la migraña se evaporaba. Fue memorable. Hace ya casi un mes y medio que la migraña no ha regresado, un tiempo récord sin ella.
Si está pensando en volver a habitarme, ya tengo mi cafetera lista y también compré una botella de whisky (de la misma marca por si acaso). También tengo el Sumatriptan, y además, en la retaguardia, el último tratamiento que empecé, la manucupuntura. Tengo las agujas y las semillitas listas para ponérmelas haciendo presión en los puntos de los dedos conectados con el dolor. Ah, y que no se olvide el Migrastick, un roll-on de bolsillo que previene el dolor relajando las sienes y la nuca. Decido entonces seguir mi camino sin escatimar mis deseos de hacer lo que quiero así la migraña aparezca, mientras sueño que el efecto de mi último remedio me dure el resto de la vida.
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