Estamos durmiendo cada vez más mal. ¿Por qué? Una prueba del sueño revela las causas de las malas noches.
ue una noche extraña, diferente, en la que dormí por fuera de mi casa y no hubo lugar a un reproche o reclamo de mi esposa. No fue en la casa de un amigo o de un familiar, ni en un hotel. No hubo fiesta ni tragos. Tampoco fue una convivencia de retiro con fines religiosos en una apartada casa en las afueras. Nada de eso. La pasé, no la dormí propiamente, en una confortable habitación de una clínica especializada en trastornos del sueño.
Me citaron a las siete de la noche. Debí llevar pijama, chancletas, medicamento (si tomaba alguno de noche) y artículos de aseo. Luego de registrarnos y reunirnos en una sala, una enfermera hizo una breve presentación del examen y anunció que llamaría a cada uno por su nombre, y unos pasarían a un piso, otros a otro. Éramos unas treinta personas de distintas edades, sexos, fisonomías, condiciones sociales y físicas. Pero todos estábamos unidos por la invisible necesidad de saber por qué no dormíamos bien. La enfermera me contó que cada noche atienden a un número similar de pacientes. Treinta personas cada noche.
Mi habitación era luminosa, amplia y con una cama cómoda en el centro. Sobre ella vi un ramillete de cables de diversos colores conectado a un computador ubicado a un costado, sobre un mueble de madera. Las ventanas estaban selladas con cortinas blancas que no dejaban pasar ni un rayo de luz del exterior. Tampoco llegaba ningún ruido desde afuera, no obstante que allí, en un amplio corredor, varios terapeutas frente a pantallas de computadores se preparaban para monitorear el sueño de los pacientes de ese piso. Allí, en el pasillo, sí se escuchaban rumores de charlas y el repique de risas.
"Esta prueba hace una evaluación simultánea de 16 variables fisiológicas".
Después de ponerme la pijama, leí un rato sentado en una silla ergonómica que estaba al lado de la cama. También había un sofá amplio, donde se puede quedar un acompañante para cuidar a niños o ancianos que deben hacerse una prueba de sueño. Una media hora más tarde entró un terapeuta de buenos modales, quien me habló claro y pausado. Me contó en qué consistía la prueba. Aunque ya sabía de qué se trataba —esa era la cuarta vez que me hacían una prueba de sueño—, no le dije nada. Salió y un instante después regresó para instalarme unos quince electrodos o sensores en la cabeza, el pecho, la espalda y las piernas. Siguió con un pequeño micrófono para escuchar mis ronquidos y me dijo que con una cámara de video en el techo grabarían todos mis movimientos sobre la cama. También me puso dos cinturones, uno en el pecho y otro en la barriga, para medir el esfuerzo respiratorio. Cuando estaba completamente conectado al equipo de monitoreo me instaló una máscara nasal. Enseguida me describió lo que pasaría: tendría que interrumpir mi sueño un par de veces durante la noche. Ya lo sabía, pero esa noche fue un récord: me despertó unas cinco veces.
Me dio las buenas noches, apagó la luz y comenzó el examen. La máscara, por medio de un tubo flexible, estaba conectada a un CPAP (sigla en inglés de Continuos Positive Airway Pressure), un pequeño compresor que me enviaba un chorro de aire a una presión regulada a las vías aéreas superiores (nariz, boca y faringe) para mantenerlas abiertas y evitar que colapsaran y provocaran apneas, un trastorno del sueño originado por la interrupción de la respiración mientras se duerme.
En las siguientes horas el terapeuta ingresó a la habitación varias veces para corregir fugas de aire y para cambiarme la máscara de la nariz por una oronasal.
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Sí: era la cuarta vez en cuatro años que me sometía a una polisomnografía o polisomnograma, un test estándar muy sensible que los médicos formulan a pacientes que presentan somnolencia diurna excesiva. Con esta prueba determinan la causa, que puede ser apnea del sueño, sueño insuficiente, exceso de actividad mental y cerebral durante la noche o sufrir alguna enfermedad del sueño. En cuanto a prevalencia, la apnea del sueño es la más frecuente causa de los problemas al dormir.
Para Rafael Lobelo García, neumólogo, internista y director de la Clínica del Sueño de Colsanitas, el polisomnograma hace una evaluación simultánea, integrada y continua de unas 16 variables fisiológicas (neurológicas, respiratorias y cardiovasculares) que suceden mientras la persona duerme, para saber qué le impide disfrutar de un sueño de buena calidad. Es como una foto del estado del sueño en una noche determinada.
En mi caso, padezco desde hace muchos años el síndrome de apnea obstructiva del sueño (SAOS), lo que me causó no solo un sueño de baja calidad durante décadas, sino que fue el origen de una arritmia cardiaca que me trato actualmente. Pero solo en 2015, a los 54 años, me diagnosticaron el SAOS mediante una polisomnografía, y comencé a usar cada noche el CPAP. Desde entonces duermo bien. Debo usarlo de por vida, hasta la última apnea.
"Con esta prueba determinan la causa de la somnolencia diurna excesiva que presentan algunos pacientes".
El SAOS —lo describe el médico Lobelo García— no se origina en el cerebro, ni en los pulmones ni el corazón, sino que es un fenómeno ciento por ciento mecánico, en el que por varias razones, el estrecho espacio que hay detrás de la lengua y del paladar y encima de la hipofaringe colapsa total o parcialmente durante por lo menos diez segundos más de diez veces por hora, ya sea porque esas estructuras se mueven hacia atrás o porque los músculos no son poderosamente estables para mantener la estructura quieta. Entonces, cuando duermo se relajan y se cierran, lo que ocasiona el trastorno.
En los momentos de apnea, el flujo de aire disminuye y, por tanto, cae la oxigenación y aumenta el gas carbónico en el organismo. Por esa razón el cerebro actúa generando una serie de microdespertares eléctricos, para estimular los músculos a que abran de nuevo la vía aérea.
Estos breves paros respiratorios fragmentaban mi sueño, que dejó de ser tranquilo, pausado, estable. En la mañana me levantaba con la sensación de no haber dormido, de no haber descansado y con ganas de seguir durmiendo.
Durante el día presentaba déficit de atención, irritabilidad y, luego de las noches más malas, sueño diurno, en condiciones en las que no debía dormir, por ejemplo, al leer por asuntos de trabajo o mientras manejaba. Todos estos eran indicadores de que mi calidad de sueño era baja.
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A las seis de la mañana entró el terapeuta a la habitación por última vez. Me despertó, encendió las luces y me quitó uno a uno los electrodos y demás sensores. Me cambié la pijama por ropa de calle, tomé un tinto de una cafetera en el corredor, bajé las escaleras y salí a la luz de la mañana bogotana. Mucha gente caminaba rauda hacia sus lugares de trabajo. Sentía que había vivido una noche distinta, extraña. Caminé hasta mi casa. Mi esposa me recibió con una sonrisa y un beso.
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