La vida, ¿era pues esto? Y el sueño que refresca.
Arthur Rimbaud.
Durante años, en mi infancia, divertí de manera inocente a las visitas que llegaban a casa contándoles que yo había nacido el 3 de diciembre y mis padres se habían casado al día siguiente. Mi madre corría a aclarar que yo nací un año después, y que la sorprendí con mi presencia un viernes a las 7:30 de la noche, cuando se estaba maquillando para ir a celebrar su primer año de matrimonio con mi padre. Tiempo después me confesó que ella creía que yo, al venir al mundo justo en ese momento, ya venía inclinado en mis gustos hacia la fiesta y la noche.
Alguna vez, jugando el juego de preguntar “¿cuál es el primer recuerdo que tienes en la vida?”, llegaron a mi mente sombras en movimiento y figuras de animales hechas con las manos: los perfiles de un perro que mueve las orejas y abre la boca para ladrar, la sombra de un gato hecha por una mano que en la memoria parece diseñado por Modigliani, la figura de un conejito que mueve la cola y la nariz al tiempo, como si estuviera contento, y las grandes alas negras de un cóndor desplegadas sobre la pared de la que emana un imborrable olor a pintura fresca.
Esas imágenes formaron mi primer recuerdo y fueron el prólogo para deslizarme en el sueño una noche, cuando tenía menos de dos años, según las cuentas que hicieron mis padres cuando les conté de este, mi primer recuerdo que recuerdo. Según ellos, en ese entonces vivíamos en una casa del barrio Manrique, en Medellín.
De la luz que proyectaba una linterna sostenida por mi madre y que mi padre aprovechaba para formar con sus manos figuras de animales que se movían y alargaban a capricho por la superficie de una pared recién pintada, pasé, con el tiempo y con mi inclinación natural, a contemplar las numerosas sombras que en la noche iban apareciendo al ritmo de las luces de los carros que circulaban por la calle y que en mi imaginación adquirían dimensiones portentosas, formaban arquitecturas caprichosas, diseños abstractos y delirantes, o simulaban seres monstruosos que se desplazaban por escenografías que daban miedo, antes de perderme en los algodones del sueño y del olvido.
Hubo una época en la que aguzaba todos mis sentidos en la noche, en la cama, para captar el movimiento y el rumor de los laboriosos seres que se afanaban en mi interior para crear y construir el escenario de mi adentro, y armados con picos, martillos, cinceles y taladros daban forma a mis huesos que crecían y se dilataban, modelaban las aristas de órganos que aún no tenían función alguna y se empeñaban en dilatar las recónditas cavidades que se ocultaban en los meandros interiores de venas y arterias para recorrer en un viaje interminable la fantasiosa y fantasmal anatomía que me habitaba.
Con los años, ya en la adolescencia, aprendí —o creí aprender— a dominar a voluntad la manera de provocar durante los momentos previos al sueño el sueño que deseaba soñar. Y así, inspirado por la novela que estaba leyendo, me ponía a imaginar que viajaba con el capitán Nemo en la biblioteca del submarino Nautilus, recorriendo el fondo de una caverna marina de aspecto lúgubre, y evocaba escenas de aventuras posibles de suceder en tan escabrosos lugares, para irme adormeciendo con el sonido del agua y de los sonares extraídos de algún enlatado de la televisión, hasta que el drama me arrebataba y me dormía hasta el otro día, cuando al despertar creía recordar de manera vívida las peripecias de la pesadilla nocturna.
En ese entonces mi mente abundaba en túneles, cavernas, grutas y cuevas, y me fascinaban las historias que allí sucedían. Veinte mil leguas de viajes submarino de Julio Verne se convirtió en una fuente inagotable de sueños submarinos; Genoveva de Brabante transcurría en una caverna donde había nacido Desdichado, el hijo de la protagonista, con quien yo me identificaba en mis imaginarias desdichas; Tom Sawyer, el personaje de Mark Twain, besaba por primera vez a su novia en la oscuridad de una cueva; los bandidos de una novela de Emilio Salgari se escondían en túneles subterráneos a los que se accedía por el gran banano, una planta india que yo solía imaginar como un siniestro ser vegetal que engullía a los hombres.
Los temas que surgían del fondo de mi ánimo eran pocos y obsesivos, como lo son los asuntos de las novelas de aventuras: amores idílicos, amores con principio y final feliz, amores contrariados, actos heroicos en los que yo era el protagonista principal, actos cobardes en los que yo también era el protagonista principal, extrañas peripecias, muerte trágica y encuentros con personajes variopintos, desde bandidos hasta seres marginales, de cuyo destino oscuro dependía el presente y el futuro de la humanidad. En general, todo sucedía vertiginosamente, como en una película de acción.
De allí al insomnio hubo poco trecho. De golpe la realidad, la pesada y grave realidad, imperó en la noche sin representación alguna. Cesaron las imágenes. No hubo más acción ni personajes, héroes, amadas y desamadas. Las paredes eran solo paredes. Lo único que existía era el tiempo que se negaba a pasar, las campanas de la iglesia vecina que anunciaban las dos, las dos y media, y las tres; los ladridos ocasionales de los perros, el canto a deshoras de un gallo que otro gallo tan despistado como el primero respondía desde la lejanía y la nada, una nada oscura que latía con mi corazón todavía adolescente y torpe, que hacia el alba me dejaba exhausto a la orilla del día, donde el mundo —y yo con él— renacía de nuevo.
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