Correr transforma. A veces no empieza con zapatillas nuevas ni con un plan de entrenamiento, sino con el cansancio, la ruptura o el simple deseo de no quedarse atrás. Así fue para la actriz, entrenadora, madre e influenciadora caleña, que encontró en el running una forma de atravesar el duelo y empezar de nuevo.
Cuando Valentina Lizcano se paró por primera vez en la línea de salida de la Carrera de la Mujer, empujaba un coche con un niño de un año y medio adentro y una rueda floja que horas después empezaría a fallar. Tenía la rodilla adolorida, el corazón hecho trizas y un impulso visceral: no quedarse atrás. Era 2014. No era corredora. Era una mujer en pleno proceso de cambio, con las piernas temblorosas y la determinación de seguir adelante como fuera.
Empezó a correr desde el cansancio, no desde el deseo. Lo hizo por acompañar al que entonces era su pareja, no por iniciativa propia. “Estoy cansada de perseguirlo por el mundo para que él haga lo que le gusta”, pensó. Y en un acto de rebeldía íntima se dijo: “Voy a correr, a ver qué pasa”. Tenía 31 años. Hoy tiene 42. Y aunque los motivos cambiaron, el running se quedó como parte esencial de su vida. Lo que comenzó como un intento desesperado por recuperar el control terminó por convertirse en una práctica vital: una filosofía corporal, emocional y espiritual que le dio dirección cuando todo parecía tambalearse.

Hace más de una década comenzó a crear contenido para redes sociales sobre un estilo de vida alrededor del deporte. Hoy tiene una comunidad de 1,7 millones de seguidores.
Para Valentina correr es respirar, procesar, reconstruirse. “Los primeros kilómetros siempre pegan duro”, dice. “No importa cuánto lleves entrenando: al comienzo, todo duele”. Pero para ella, ese umbral incómodo es parte del encanto. Correr, después de todo, también es aprender a atravesar la incomodidad, a respirar con el corazón acelerado, a encontrar ritmo cuando el cuerpo pide que pares. Es mantenerse en movimiento sin certezas, solo con la intuición de que algo (una claridad, una respuesta, una fuerza) aparecerá al final. “No se trata solo de moverse”, dice. “Se trata de reapropiarse del cuerpo, de recordarnos que también merecemos estar en primer plano”.
Por eso, cuando fue elegida imagen oficial de la Carrera de la Mujer 2025, no lo sintió como un reconocimiento mediático. Lo vivió como una alianza con su propia causa: el cuerpo como territorio, la zancada como afirmación. “Me estoy poniendo la camiseta de más de 17.000 mujeres inscritas”, dice. Mujeres que han corrido con los músculos adoloridos y el alma en reconstrucción. Mujeres que han descubierto que correr fortalece.


En 2020, Valentina publicó Sana locura, un libro en el que comparte su historia personal y el camino que recorrió para superar más de once años de depresión.
Valentina ha estado ahí. Ha sentido cómo el sudor se convierte en llanto, cómo el aliento de mujeres desconocidas la impulsa más que cualquier plan de entrenamiento. “Yo no me hice sola”, dice. Por eso representar a otras no es un gesto simbólico: es un acto de gratitud. Porque han sido esas voces —fuertes, sororas, oportunas— las que la han levantado tantas veces como ha estado a punto de caer.
Ese poder colectivo la marcó desde su primera vez en esta carrera. “Me empujaban el coche, me secaban las lágrimas, me decían ‘usted puede’”, recuerda. Ese día entendió que correr podía ser más que un deporte: podía ser refugio, red, ritual. Una manera de reconectarse y volver a casa.

“Correr no es solo correr”, insiste. “Es decirle al cuerpo: te estoy escuchando y estoy aquí para ti”. Esa fue la clave para transformar su relación con el ejercicio.
Cuando nació su hijo Salvador, en 2014, atravesaba una etapa de entrenamiento rígido, marcado por el perfeccionismo. Se movía, sí, pero desde la exigencia, no desde el disfrute. Hasta que entendió que la forma más honesta y sostenible de entrenar era desde la autocompasión.
Ese cambio de enfoque se consolidó años después, cuando fue diagnosticada con trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). De pronto, muchas piezas encajaron: las frustraciones, la desconexión, los altibajos emocionales. “El diagnóstico me ayudó a mirar mi relación con la nutrición y el ejercicio desde otro lugar”, dice. Uno menos castigador. Más consciente.
Ese mismo conocimiento lo comparte con su hijo. Le explica por qué cuida su cuerpo, por qué corre, por qué elige ciertos alimentos. Le habla del azúcar sin satanizarlo y lo invita a decidir desde la información, no desde el miedo: “A una mente que busca estímulos constantes, lo que más le activa la ansiedad es que le digan que no. Apenas escucha ese ‘no’, se dispara”. Por eso apuesta por una alimentación y una práctica física guiadas por el entendimiento, no por la culpa.
Parte del camino como mamá ha sido también resignificar la menstruación, los cambios hormonales y el cansancio como expresiones naturales del cuerpo femenino. Y en su casa correr no es evasión, es ritual. Por eso insiste en algo que parece simple, pero es esencial: bajar el volumen del mundo y escuchar lo que el cuerpo tiene por decir.
Para ella, correr es diálogo con su historia, con sus heridas, con su fuerza. Una forma de recordarse que puede adaptarse, resistir, reinventarse. También, de acompañar a otras. Este año, aunque quería correr los 21 kilómetros, probablemente correrá solo 10. Pero estará allí, liderando un espacio de respiración colectiva. Recibiendo a otras mujeres. Recordándoles que no están solas. Que el cuerpo no se castiga. Que correr puede ser fiesta.
Porque correr, desde su mirada, es mucho más que entrenamiento. Es una práctica de escucha interna. Una metáfora del bienestar. “Es aprender a surfear las olas del aprendizaje propio. Es presencia. Es atención plena. Es saber parar cuando hace falta. Y seguir cuando todo parece detenerte”.
“Sana locura es el nombre que le puse a mi forma de vivir cuando decidí reconciliarme conmigo misma. Es ese punto de quiebre en el que dejas de seguir reglas impuestas, dejas de exigirte desde la culpa y empiezas a vivir desde la conciencia, el gozo y la verdad propia. Es una filosofía de vida que me salvó de seguir corriendo detrás de lo que no era para mí”.
“Tal vez no todas llegamos al podio”, dice. “Pero llegamos a nuestras propias metas, que son podios aún más importantes”. Por eso insiste: el deporte no puede ser castigo. “Escenarios para sufrir ya tenemos muchos. Este debe ser un lugar de gozo, de descubrimiento, de afirmación”.
Correr, para Valentina, ha sido una forma de sanar. Y también de recordarse a sí misma y a su comunidad que incluso con el cuerpo cansado y la vida hecha trizas, siempre se puede dar un paso más. Aunque duela. Aunque no sepamos qué viene después. Aunque toque correr en compañía del miedo. Porque si algo enseña el running, según ella, es que no se corre sola. Nunca se corre sola.
Y tal vez ahí esté el secreto. En el paso tembloroso que se da desde el cansancio. En el primer kilómetro que parece eterno, pero abre la puerta a todo lo demás. En la mirada de otra mujer que te dice “vamos” sin palabras. En el sudor, en el silencio compartido, en el grito ahogado que se convierte en impulso para insistir y volver a empezar, una y otra vez.
Este artículo hace parte de la edición 201 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.


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