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Bienestar Colsanitas

Yolanda Reyes, una mujer de palabras mayores

Yolanda Reyes, escritora y educadora, lleva 30 años promoviendo la lectura en los niños como herramienta para desarrollar la inteligencia y la sensibilidad.

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ació en Santander. Creció acompañada de un par de abuelas contadoras de historias. Su madre le regaló un libro de cuentos de Hans Christian Andersen cuando se graduó de kínder. Su padre era un abogado culto, con una gran biblioteca que le regaló momentos que todavía no olvida.

Estudió Ciencias de la Educación con especialización en Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, y luego profundizó sus estudios de literatura y filología en España. Según ella, llegó al país “con muchas ínfulas, como llegamos todos”, y aunque soñaba con trabajar en una universidad terminó en el colegio Marymount de Bogotá, donde empezó como profesora de Ciencias Naturales y finalizó a cargo del departamento de Extensión Cultural, donde realizaba actividades de música, teatro y pintura.

Ha dedicado la mayor parte de su vida a la promoción de la lectura. En el jardín infantil y librería Espantapájaros, en Bogotá, ha creado un espacio donde los libros son protagonistas en las vidas de niños inquietos desde los ocho meses hasta los cinco años. Allí, en ese espacio con estantes de libros ubicados a no más de 50 centímetros del piso para que la fantasía esté al alcance de todos, Yolanda explica lo que hace.

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¿Qué es promover la lectura?

Mire, lo que yo hago es poner los libros, poner las palabras al alcance de las personas y formar gente de todas las edades para que le den sentido a esos libros, a esas palabras. Yo escribo y formo a gente que hace de mediadora. También pongo los libros aquí para que lleguen los niños y los cojan, y me siente con ellos y les lea cuentos. También pienso que promover la lectura es garantizar que haya tiempo y espacio suficientes para que un lector se encuentre con la palabra, con lo simbólico, y para mí eso necesariamente pasa por la educación. No creo ni en los festivales de literatura ni en las jornadas aisladas de promoción de lectura; creo en el trabajo cotidiano, en el servicio militar obligatorio alrededor de la lectura. Creo que todos los días tiene que haber ese ejercicio.

¿Es difícil que la gente entienda que la lectura es divertida, y no una tarea académica más?

No ha sido difícil, porque Espantapájaros es una demostración viviente de que eso es así. La gente llega de otros países a mirar este proyecto y entra a este salón donde estamos. Normalmente hay niños de dos y tres años sentados que, si te ven, se te tiran y te dicen inmediatamente que les leas un cuento. Ves que los niños les leen a los muñecos y ves que los niños crecen leyendo, y cuando crecen leyendo también crecen hablando y diciendo qué les pasa y qué sienten.

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No debe ser fácil saber que muchos niños no seguirán leyendo cuando se vayan de Espantapájaros...

Yo ya aprendí, se lo aprendí además a Evelio Cabrejo que trabaja en la Asociación de Acciones Culturales contra las Exclusiones y las Segregaciones (Acces). Él me enseñó que uno trabaja en su lugar y no puede tener la pretensión de controlar lo que es una vida humana. Lo que sí pienso, y que no tiene que ver con la memoria consciente, es que hay una huella que queda en los niños que crecen leyendo; quizá cuando crezcan no sean lectores de libros ni lectores literarios necesariamente, pero sí quedan con una impronta, que es cuando descubriste que las palabras, las ideas y las historias tuyas podrían tener una correlación en las historias de los demás. Eso es lo que a los niños les dicen las historias en la primera infancia.

Crecer con historias es crecer con una posibilidad de tener desde pequeño una vida imaginaria. Y eso se queda ahí puesto durante toda la vida. Lo otro que se queda, independientemente de la profesión, es el edificio de palabras. El aprendizaje con cuentos construye una estructura cognitiva y una casa de lenguaje. Eso no se va. Son niños que ordenan el pensamiento y de adultos lo siguen haciendo, eso viene de los libros, saben que hay una lengua para pensar y para simbolizar. Estoy convencida de eso.

¿Cuál fue su primera aproximación a los libros?

En la infancia, pero requete primera infancia. Mis abuelas eran contadoras de cuentos fascinantes, las dos. Eso de la cultura oral en Santander es real… Yo voy a Santander y siento que la gente habla cantando, a la gente le gustan las coplas y les salen cosas en verso. Mis abuelas eran todavía muy, muy de la oralidad. Mi papá era un abogado de esa época en que los abogados eran cultos, humanistas. Muy lector. Mis papás tenían un grupo de personas amigas brillantes. Era un mundo muy de lectores. Tengo el recuerdo de haber jugado en la biblioteca de mi papá.

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¿Qué libros recuerda de esa biblioteca?

Antes de esa biblioteca recuerdo "La tía sombrero", que era un cuento de mi abuela. Yo no sé si había libro o ella se lo inventaba, pero decía algo así como “palo pégale a cochino que no quiso pasar el postigo, que no llegamos esta noche a casa…”. De esas retahílas me acuerdo mucho, es lo que yo llamo un libro sin páginas. Después, de los libros de mi casa recuerdo uno comprado especialmente para mí, eran cuatro cuentos de Andersen. Nunca me olvidaré de ese libro, mi mamá me lo compró el último día de kínder. Uno aprendía a leer en kínder, y ella me lo dio el día de la clausura. Estaba El patito feo, no me acuerdo cuáles eran los otros tres. El patito feo siempre ha sido uno de mis cuentos favoritos. Ese fue un libro que yo adoré.

¿Cómo nació la idea de Espantapájaros?

Vino después de la Fundación Rafael Pombo. No fue una idea mía, eso es muy importante, fue de tres personas: Carmiña y Cristina López, dos hermanas, e Irene Vasco. Ellas montaron la librería Espantapájaros en la calle 82, en la Zona Rosa de Bogotá, y yo venía de trabajar en la Fundación Rafael Pombo con Irene Vasco. Muy pronto descubrimos que la literatura era un campo pedagógico infinito, necesarísimo, y que la librería de ese momento, estoy hablando de 1988, necesitaba unas herramientas de talleres tanto para niños como para adultos. En un momento había revista, talleres y librería. Era una maravilla, al final toda la gente empezó a publicar en la revista. Irene comenzó a publicar, yo también empecé a escribir cuentos. “Frida”, por ejemplo, que es uno de los cuentos más famosos que hace parte de mi libro El terror de sexto B, fue publicado en esa revista. Una cosa muy bonita.

¿Cómo se convirtió en jardín infantil?

Siempre pensamos que había que hacer talleres con niños y con adultos, porque en 1988 estos últimos no pensaban que la lectura fuera algo divertido. Nosotros dijimos: hay que abrir este mundo para que los maestros conozcan las maravillas que estamos descubriendo en esta librería. Esto, por un lado. Por el otro, siempre consideramos que era necesario hacer talleres para abrir el campo de trabajo con niños. Teníamos teatro, artes plásticas, danzas, todos los días había un taller distinto. Era precioso todo lo que hacíamos, muy enfocado en el desarrollo de la creatividad. Y empezamos a pensar en montar un jardín cuyo pilar fuera el pensamiento creativo y no esta cosa de recortar por la línea y pegarle algodón al dibujo de la profesora.

Pero la experiencia de Espantapájaros no se queda aquí, en estas cuatro paredes...

He viajado mucho a escuelas de este país, haciendo talleres con madres comunitarias, trabajando con educación inicial. Diseñé un programa que se llama Fiesta de la Lectura, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, y eso me ha hecho viajar por Colombia. He trabajado con muchos maestros de este país, desde Leticia hasta Quibdó.

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¿Qué ha descubierto?

Se me ha abierto la puerta de la escuela, y la escuela colombiana es el lugar más dramático y más esperanzador a la vez. Conozco un país que no conoce ningún columnista, me atrevo a decir que no conoce ninguno de mis compañeros de página cada quince días en El Tiempo. El de la escuela en Ciudad Bolívar, el de la biblioteca comunitaria, el de un encuentro en el Banco de la República de Leticia. En cuanto al conflicto armado, trabajé con la Agencia Colombiana para la Reintegración. Me llamaron para hacer una narrativa sobre niños y conflicto armado. Fui a trabajar con los niños, a mirarlos, a conversar con ellos en esas casas a las que llegaban cuando habían vuelto de la guerra. Uno de los trabajos más dolorosos que he hecho ha sido escribir esa narrativa, porque había un documento que es la cartografía de los niños y adolescentes del conflicto armado, historias de vida en las que los niños cuentan por qué se fueron con la guerrilla o con los paramilitares. Y son niños de 11 años. Cada uno tiene una historia más terrible que la otra. Era bonito descubrir que en todas las sociedades, incluso en las violentas, hay también opciones preventivas, que contienen a los niños.

¿Por ejemplo?

No todos los niños de las regiones abandonadas por el Estado se van a la guerra, y uno descubre que gracias a ese profesor de gimnasia que armó un equipo de fútbol los niños tenían que levantarse temprano, tenían un uniforme y pertenecían a algo. El papel de las bibliotecas es impresionante en muchos sitios, conocí un lugar donde había dos barrios en conflicto y en la mitad una biblioteca, y ese lugar era respetado por los dos bandos.

¿Qué le ha dicho a usted ese país que ha descubierto?

Hay una cosa que he aprendido y que a mí me da mucha fuerza cuando voy por fuera a hablar de literatura o de lectura, me da mucha fuerza descubrir que Colombia es un país con miles de opciones, un país muy recursivo. La gente aquí está acostumbrada a fracasar, a equivocarse, a tener problemas y aun así echar para adelante. Todos, todos nosotros somos así, es impresionante; si no está este libro no importa, trabajamos con otro. Si se cayó el techo de la biblioteca, no importa: trabajemos en el salón comunal. En toda Colombia somos así. La gente resuelve por sus propios medios y de maneras creativas los problemas, lo que les falta. Y otra cosa que he aprendido y que entiendo desde el fondo de mi alma es el valor de los maestros de este país. Yo los adoro. Cuando empieza la gente a decir que son malos yo digo no, no saben lo que significan los maestros en lugares donde el único lugar seguro de un niño puede ser la escuela, y la única persona cercana es el maestro. Los maestros son la maravilla.

¿Hay un valor que no se les reconoce?

La escuela colombiana es muy compleja. No puede ser distinta a la sociedad colombiana. Y por supuesto que no todos los maestros lo hacen de la mejor manera, pero creo que muchas de las cosas que no les han pasado a los niños en este país se los debemos a ellos. Lo han hecho en condiciones muy adversas. Los maestros y los bibliotecarios.

¿En estos lugares a los que ha ido hay lugar y espacio para los libros?

No solo en lugares alejados, también en lugares muy violentos. Por ejemplo, el trabajo de las bibliotecas de Medellín es de quitarse el sombrero. Hablo de las pequeñas bibliotecas, las de barrio, las que no se ganan premios de arquitectura, las que no salen en las revistas. Ese bibliotecario en una salita de lectura comunitaria ayudando a los niños a hacer tareas, dejando a los niños que miren los libros, que estén ahí, está haciendo una obra inmensa. Porque no solo es mirar los libros, es crear un espacio de resguardo. Por otro lado, hay demasiados libros nuevos en las bibliotecas alejadas; a veces entro a una biblioteca lejana, en un corregimiento o una vereda, y digo ¡uy, aquí no ha pasado nada, estos libros están muy nuevos! A veces siento que en Colombia hay más trabajo de dotación de libros que de formación de mediadores, o de lectores.

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Usted no solo ha trabajado con niños, también ha metido a mucha gente adulta en este cuento...

Mucha, mucha gente por todas partes. Es buenísimo, porque son como unas células malignas, pero benignas: un mediador forma al otro y ese al otro y al otro y al otro y se forma como una cadena. Y dicen, la maestra fue Yolanda Reyes, pero es como un teléfono roto. Y no soy la única, hay tanta gente... pero sí, esto tiene esa virtud, que se van multiplicando los esfuerzos.

Su última novela, Qué raro que me llame Federico, es una obra que podríamos decir “para adultos”. ¿Qué espera con este libro?

Quiero que lo lea mucha gente, quiero que llegue al corazón  de las personas. Me parece que está llegando por una vía que es la que más, más me gusta y que yo no la tenía prevista, que es directo al corazón. Siento que el libro se parece mucho a mi trabajo de formación de lectores; aunque se trata de un trabajo literario, se parece en que siento que estoy hablando un idioma que por alguna razón la gente necesita oír o leer, es un idioma que a veces la literatura ha olvidado por querer ser más solemne, por querer ser más artificiosa. Hice un trabajo muy concienzudo con el lenguaje, pero quería que el libro hablara con un acento muy sencillo y que después hubiera muchas capas. Me impresiona que la gente está haciendo lecturas muy distintas. Los hombres hacen lecturas diferentes a las de las mujeres, hay lecturas desde la memoria, desde la maternidad, desde la adopción. Es un libro que cuenta una historia de adopción, pero que genera múltiples interpretaciones. Lecturas, lecturas y lecturas salen del mismo libro, y eso me complace mucho, porque yo quería que fuera un libro que diera cuenta de toda esa complejidad que hay en una relación entre madre e hijo, que el país de alguna manera estuviera contenido y contado desde esa forma como yo quiero contar las cosas, desde ese lugar otro.

Fotografías por Camilo Rozo y Natalie López Valencia

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Catalina Gallo

Periodista independiente colombiana. Autora del libro Mi bipolaridad y sus maremotos (Planeta).