Aunque parezca obvio, el impacto que tiene un padre en la vida de sus hijos es enorme. Tan enorme, que como sociedad nos toca meterle más la ficha al tema.
Hace poco empecé a ir a terapia. Nunca pensé necesitarla, no suelo pedir ayuda. Pero en estos años extraños de la pandemia, entre el distanciamiento, el teletrabajo, el telecolegio y las jornadas laborales que se alargan, llegué a un lugar en el que pensé que necesitaba que alguien me ayudara a ver algo más que yo no estaba entendiendo.
Desde que me convertí en mamá, hace ya once años, he estado pensando mucho en el balance entre el trabajo y la vida personal. Ahora que tengo dos hijos, un niño y una niña, siento que cada vez es más difícil conseguirlo. He sido una trabajadora incansable, muchas veces perfeccionista hasta el asco, pero la mayoría de las ocasiones he sentido que no hago lo suficiente. Y sin embargo, como lo he estado revisando en las sesiones de terapia, para mí el trabajo ha sido un lugar esencial de identificación, de reconocimiento, donde a mis ojos tan críticos he logrado hacerme importante para alguien más. Pero llegaron los hijos, y yo me he visto reflejada en ellos, y entonces sólo puedo pensar en que quiero estar plenamente allí.
En terapia he aprendido que el trabajo fue mi refugio, mi estrategia de evasión en un ambiente a veces hostil. Y ahora, en la familia a la que llegué por un giro de la suerte y que he tenido la ventura de seguir construyendo, esa estrategia ha dejado de funcionar, es un peso, un lastre. Ha dejado de interesarme tanto cómo me ven los demás, y ahora quisiera enfocarme más bien en cómo se ven mis hijos a sí mismos, quisiera que su imagen propia sea lo más nítida y lo menos distorsionada posible.
Y así también es como he descubierto lo definitiva que es la figura del padre. Sé que no estoy diciendo nada nuevo, pero el impacto de este hallazgo en mi manera de verme y de pensar ha sido tan hondo que no he podido dejar de darle vueltas a esto en los últimos meses, y sólo de eso se me ocurre hablar acá: de aquel momento definitivo en el que se está buscando ser buen padre, buena madre, y se está evaluando a la luz de lo que se tuvo o se dejó de tener.
Tengo una hija, como dije, y es una hija digna de su tiempo: su manera de ser, que venía con ella desde siempre, me hace pensar que no será difícil transmitirle la idea de que el mundo es tan ancho y tan largo como ella lo desee, y que sus libertades no están por encima ni por debajo de las de nadie.
"Ha dejado de interesarme tanto cómo me ven los demás, y ahora quisiera enfocarme más bien en cómo se ven mis hijos a sí mismos, quisiera que su imagen propia sea lo más nítida y lo menos distorsionada posible".
Y tengo un hijo suave, de mirada expectante y dócil, que se conmueve por los demás, muy dado a ponerse en los zapatos de los otros, incluso en los de su hermana.
Pienso entonces en qué tipo de mamá he sido y en qué tipo de mamá quiero ser para ellos. Y acá redondeo mi idea: en este mundo veloz pero hiperanalítico y discursivo que nos ha correspondido vivir, un mundo en el que la gente se la pasa consultando en todos los libros y todas las páginas web cómo deben ser los padres y cómo deben ser los hijos, creo que no sólo será importante educar a las mujeres para ser más libres, para sentirse siempre suficientes para alcanzarlo todo y asumir la responsabilidad de lo que pasa con el mundo, sino que también será bueno educar a los hombres para ser, tal vez, otro tipo de padres, que quieran estar y quedarse.
Lo digo porque mi adorada hermana es madre soltera de dos hijos de dos padres diferentes, y el mayor ha sido abandonado no solo por uno, sino por dos hombres que creyeron y cayeron muy pronto en el amor a distancia. Lo digo porque veo en una misma semana las noticias de padrastros que maltratan hasta la muerte a los hijos de sus parejas (ya no sé si es la misma noticia, con una basta para entender el horror), y pienso que estamos lejos de lograrlo. Lo digo porque en esta familia mi esposo, padre y padrastro, es el que hace los desayunos, prepara las loncheras, trabaja en la casa para acompañarlos y su presencia es firme, constante, y veo el efecto que eso tiene en nuestros hijos.
Creo, sin embargo, que los padres presentes y muy activos en las responsabilidades con los hijos siguen siendo un privilegio de una clase.
Sin duda vamos hacia una mejor sociedad si seguimos insistiendo en ser más equitativos, si educamos mujeres más seguras de perseguir lo que quieren. Pero creo que seremos también una sociedad más sana y más dada a sanar, a hacerse terapia, a hablarlo todo para aclararlo y mejorar, si educamos padres (sea quien sea el que represente esta figura) que ejerzan paternidades más conscientes, que no sólo quieran participar sino estar allí siempre, permanecer desde las madrugadas para llegar a tiempo al bus hasta las lecturas de la noche, y que entiendan el profundo efecto de su desprecio o de su ausencia.
*Carolina López Bernal es editora, jefa literaria de Penguin Random House en Colombia, mamá de Pascual e Inés, vive en Bogotá y colecciona libros pop-up.
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