A los cuarenta años, con un buen trabajo y reconocimiento profesional, una pancreatitis mandó al autor al hospital y le obligó a parar el ritmo. ¿Cómo se vive a menos revoluciones?
n septiembre del 2001, un día antes de que cayeran las Torres Gemelas, una pancreatitis me mandó en coma al hospital. Tenía cuarenta años, llevaba veinte viviendo la vida bohemia que idealicé desde la adolescencia, y un año antes había nacido mi primera y única hija. El coma fue breve pero quedé internado quince días, hasta que los médicos decretaron que mi pancreatitis, a diferencia de los casos habituales, no había sido causada por piedras en la vesícula ni por excesos alcohólicos o de otras sustancias tóxicas. Mi colapso sólo podía explicarse por estrés. La cuestión se reducía, de ahí en más, a cambiar de vida. Más precisamente a aprender a parar antes de estar cansado: no cuando sentía el cansancio sino antes.
¿Pero cuánto antes, exactamente? ¿Y cómo se medía eso? En mi oficio, las cosas recién empiezan a funcionar cuando uno consigue olvidarse de sí mismo: cuando uno consigue entrar, sea leyendo, escribiendo o corrigiendo. ¿Y cómo iba a poder entrar, si tenía que estar listo para salir en todo momento? Pero eso no era problema del hospital. Lo único que podían ofrecerme ellos, como a los demás pacientes que habían estado en coma, era un servicio optativo: unos grupos de SPT (o Síndrome Post-Traumático) en los cuales, a la manera de Alcohólicos Anónimos, podíamos lidiar con el hecho de haber sobrevivido y de sentirnos literalmente de manteca.
Supe, en esas reuniones, que yo no era el único que había quedado pedaleando en el aire. En todos convivía la sensación de que lo peor había pasado y lo importante era volver a ser los de siempre, pero también su opuesto: que el coma era una señal y que sería muy estúpido no prestarle atención. Todos sentíamos una mezcla similar de gratitud y de ira hacia esos médicos que nos habían salvado y después se habían desentendido olímpicamente de nosotros; todos lidiábamos con el afán de tranquilizar a quienes se preocupaban por nosotros y el estupor de que nuestro propio cuerpo nos hubiera jugado tan mala pasada. Para todos los de aquel grupo de SPT, el coma había sido más fácil de sobrellevar que lo que vino después: la primera noche sin suero ni sedantes; la primera noche ya sabiendo, aunque fuera brumosamente, que habíamos tocado el pianito.
Porque eso eran las pesadillas, o La Pesadilla, dijo el supervisor mirándonos a uno por uno. Su característica definitoria era que nos explicaba el coma. Se la podía ver como una especie de impuesto por recobrar la conciencia, había una explicación técnica: era necesario suprimir los sedantes para acompañar la evolución del paciente, para no entorpecer el retorno de los signos vitales. Lo importante, para los médicos, era primero revivirnos y después comprobar qué secuelas nos habían quedado. Y para hacerlo debían suprimir los sedantes. Una vez que esas secuelas preocupantes quedaban descartadas y recibíamos el alta, llegaba el momento de lidiar con La Pesadilla. Y para eso existían los grupos de SPT: para abarajarnos cuando la medicina se desentendía de nosotros y hacernos ver que se podía sacar algo en claro si nos dedicábamos a desovillarla y proyectarla contra lo que había sido nuestra vida hasta el coma.
Supe, en esas reuniones, que yo no era el único que había quedado pedaleando en el aire. En todos convivía la sensación de que lo peor había pasado y lo importante era volver a ser los de siempre, pero también su opuesto: que el coma era una señal y que sería muy estúpido no prestarle atención”.
Lo que yo había soñado aquella primera noche sin suero y sin sedantes era que caminaba por una explanada o una calle peatonal y me cruzaba con diferentes personas que avanzaban en mi dirección. Venían uno detrás de otro, no en tropel sino de a uno, y cuando tenía enfrente a cada uno de ellos descubría que era siempre el mismo, alguien que tenía mis rasgos y repetía la misma frase que me habían dicho los anteriores y que iban a decirme los que venían detrás de él, sin la menor exigencia, pero con un desamparo insoportable: “¿Me puede decir quién soy?”. Más o menos entonces acabó mi licencia por enfermedad y volví al diario, era justo en esos días de diciembre de 2001 en que la Argentina explotó. Los días así son épicos para un periodista, uno siente que la historia está ocurriendo frente a sus ojos, pero lo que yo vi en esos días es que ya no me daba el cuero para seguir ese ritmo. El país se había hundido y yo también, no había mucho más que perder. Decidimos irnos a vivir a un pueblo al lado del mar.
Lo bueno de los pueblos de playa es que al menos la mitad de la gente no es oriunda del lugar: viene de otro lado, a empezar de nuevo, a intentar otra clase de vida, a una escala más humana. Yo me fui bastante peleado con la ciudad, la crisis del 2001 me terminó de abrir los ojos a un montón de cosas, entre ellas a la productividad como valor excluyente que rige la vida (“¿Qué estás escribiendo? ¿Cuándo publicás?”) y la perpetua falta de tiempo. Cuando me vine a vivir al lado del mar, me encontré con que tenía por primera vez en años tiempo de sobra, y al principio me dio un horror vacui tremendo.
En términos laborales era un retirado. En términos sociales también: no conocía a casi nadie en aquel pueblo. Mis obligaciones se reducían a mi hija y a mi biblioteca. Yo quería criar a mi hija (a los veinte leí El mundo según Garp sintiendo que hablaba de mí) y cuatro de cada cinco libros de mi biblioteca yo no los había leído todavía, el vicio de todo lector voraz: comprar libros para tenerlos, para leerlos algún día. Bueno, el día había llegado.
Uno de los déficits que tiene el glorioso hábito de leer es que, cuando uno termina un libro que le gusta, todo eso que siente adentro se queda ahí, no se puede compartir. Uno lee solo. Muy rara vez uno se encuentra, justo al terminar un libro, con otro en las mismas. Y no hay momento mejor para hablar de un libro que cuando uno acaba de terminarlo. Eso fui entendiendo en las caminatas diarias por la playa que hago desde que me vine hace diez años a Gesell. De ahí vienen mis contratapas de los viernes en el diario Página/12: de ese estado mental que yo llamo Gesell.
Hay quien dice que demasiada cercanía con el mar te lima. A mí me limpia, me desanuda, me impone perspectiva aunque me resista, me termina acomodando siempre si me dejo atravesar, y es casi imposible no dejarse atravesar”.
Hay quien dice que demasiada cercanía con el mar te lima. A mí me limpia, me desanuda, me impone perspectiva aunque me resista, me termina acomodando siempre si me dejo atravesar, y es casi imposible no dejarse atravesar. Cuando viene el invierno, cuando el viento impide bajar a la orilla y hay que curtir el mar desde más lejos, es como si se pusiera más bravío para acortar esa distancia, para que lo sintamos igual. Llevo diez años bajando cada día que puedo a caminar por la orilla del mar, o al menos a sentirlo en la cara, cuando el viento impide bajar del médano. Cada contratapa de cada viernes viene de ahí; la entendí caminando por la playa, o sentado en el médano mirando el mar: por dónde empezar, adónde llegar, cuál es la verdadera historia que tengo delante, de qué habla en el fondo, qué tengo yo y ustedes que ver con ella, qué dice de nosotros.
En mi casa hay estantes por todos lados. Son anchos, para poder empujar los libros hacia atrás y dejar un poco de espacio, donde voy poniendo pequeñas piedras que me traigo de mis caminatas por el mar. Son piedras especialmente lisas, especialmente nobles en su desgaste, ésas que cuando uno ve en la arena no puede no agacharse a recoger. Tienen el tamaño justo para entrar en nuestra mano; responden a ella como si fueran un ser vivo y, sin embargo, cuando se van secando en nuestra palma y van perdiendo color, no sabemos qué hacer con ellas y las dejamos caer sin escrúpulos cuando nadie nos ve. Por tener tanta repisa providencialmente a mano, en lugar de soltarlas empecé a traerme de a una esas piedras, de mis caminatas por la playa. Nunca más de una, y muchas veces ninguna (a veces el mar no da, y a veces es tan ensordecedor que uno no ve lo que le da). Así fueron quedando esas piedras, una al lado de la otra, a lo largo de los estantes de mi casa. Es lindo mirarlas. Es más lindo cuando alguien agarra una distraídamente y sigue conversando, en esas sobremesas que se estiran y se estiran con la escandalosa languidez con que se desperezan los gatos.
Esté o no materialmente al lado del mar, siempre estoy en Gesell cuando leo, cuando escribo, cuando camino: a eso me refiero cuando digo Gesell como estado mental. Leer, escribir y vivir en una misma frecuencia. Me gusta pensar que las contratapas que vengo haciendo hace cinco años y ojalá dé para seguir un rato largo más son como esas piedras encontradas en la playa, puestas una al lado de la otra a lo largo de una absurda, inútil, hermosa repisa, que rodea un ambiente en el que hay dos o tres o cuatro personas que conversan y fuman y beben y distraídamente manotean alguna de esas piedras y la entibian un rato entre sus dedos y después la dejan abandonada entre las copas vacías y los ceniceros llenos y las tazas con borra seca de café. Y cuando los demás se van yo vuelvo a poner las piedras en su lugar, y apago las luces, y mañana o pasado, con un poco de suerte, volveré con una nueva de mis caminatas por el mar.
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