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Retrato

Mi vejiga es un pedazo de intestino

Fotografía
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Un hombre de 77 años describe cómo superó un cáncer de vejiga y cómo ha logrado llevar una vida normal con la llamada “bolsa de Indiana”.

Más de veinte años después de haber dejado de fumar, con 67 cumplidos, el cigarrillo me pasó factura: me dio cáncer de vejiga. 

Todo empezó un domingo cualquiera, en medio de una jugada de golf en la que tuve que ir al baño más veces de lo normal, y cuando iba, sentía una molestia al orinar que continuó los días siguientes. Rápidamente consulté al médico, quién me ordenó una serie de exámenes cuyos resultados salieron bien, pero la molestia seguía. Así que me pidió una ecografía. 

Mientras le contaba al ecógrafo que los exámenes no habían dado con el chiste, su respuesta fue “yo sí sé lo que tiene: un tumor en la vejiga”. Lo primero que pensé fue “mierda, tengo cáncer”, pero para saberlo, había que sacar el tumor. Esa sería la primera de un periplo de cirugías. 

La operación salió bien, pero al doctor no le gustó el color del tumor, sus sospechas ―y las mías― se confirmaron unos días después, cuando llegó el resultado de la biopsia. Me acuerdo que decía: “células cancerosas infiltrantes”. De inmediato llamé a un amigo patólogo que vive en Estados Unidos y le leí el resultado, alarmado, me dijo “maestro, tiene cáncer en la vejiga y la tiene invadida, ¡es urgente sacársela!”. 

Afortunadamente yo soy tranquilo, positivo y práctico, y aunque por supuesto estaba preocupado, me puse en manos de los expertos. Eso sí, siempre les dije: yo lucho contra esta vaina siempre y cuando no me limiten tres aspectos importantísimos de mi vida: el golf, el whisky y las mujeres (mi esposa, mi hija y mi nieta, obviamente).  

Fue entonces cuando llegué donde el doctor Rodolfo Varela, urólogo y oncólogo, quién me explicó dos cosas: uno, que me tenía que sacar no solo la vejiga sino también la próstata, pues estaba ubicada muy cerca de donde había estado el tumor y lo más probable es que ya estuviera contaminada; y dos, que el trasplante de vejiga no existe todavía, por lo que la mejor solución posible era hacerme una vejiga con parte de mi intestino delgado, que quedaría trabajando como una vejiga normal, aunque al principio y por un tiempo debía ponerme unas bolsas exteriores por donde saldría la orina.  

Así fue como el 22 de mayo de 2014 entré de nuevo al quirófano. Nunca se me olvidará que, en la antesala, vino una enfermera y me dijo que se trataba de una intervención de alto riesgo, que si yo estaba de acuerdo con donar mis órganos si algo salía mal. Me dio escalofrío, pero sin dudarlo le respondí: “le regalo todo, y lo que no sirva, bótelo”. 

Al parecer la cirugía había sido un éxito, pero unos días después, todavía en la clínica, empecé a toser unas flemas rarísimas, color verde, que empezaron a aumentar y a congestionarme cada vez más…ahí sí pensé que me iba a morir. Y creo que el médico también porque ordenó cirugía de urgencia. En efecto era grave: el injerto de intestino había dejado de recibir irrigación sanguínea y se estaba pudriendo. Tuvieron que sacarlo y abrirme dos orificios en el abdomen, uno por cada riñón, para que pudiera orinar por dos bolsas externas que no había forma de esconder. Estuve dos meses con esas bolsas y me tocaba andar en una especie de caminador para poder cargarlas. Era insoportable, aunque a mí la verdad no me daba pena, pero a la gente le impresionaba mucho ―y le daba asco― ver esas bolsas con el líquido amarillo totalmente expuesto.

Después me las cambiaron por unas que, aunque exteriores, van pegadas al cuerpo y tienen una especie de llave en la parte inferior, para que uno las desocupe. Tienen la ventaja de estar escondidas debajo de la ropa, pero también tienen muchos problemas: no siempre se pliegan bien al cuerpo y al despegarse, cosa que por la forma de mi abdomen ocurría mucho, la orina se sale. Eso era terrible, cuando pasaba me tenía que ir de donde estuviera porque se me empezaba a mojar el pantalón. 

Otro problema que tienen esas bolsas es que se pueden obstruir con material que sale del riñón, como una especie de moco. Uno se da cuenta porque deja de salir orina. Me pasó dos veces y es muy incómodo porque hay que ir a urgencias, donde verifican que lo que se haya tapado sea el catéter por el que sale la orina y no que el riñón esté congestionado, caso en el cual se requiere de cirugía (nefrostomía) para descargarlo. Afortunadamente, en ambos casos lo que estaba tapado era el catéter. 

Otro día me fui a practicar golf y cuando miro, la bolsa estaba llena de sangre, ¡qué susto! el médico me dijo “¿usted qué hace jugando golf? No puede hacer ejercicio porque eso hace que se genere un roce entre el catéter que sale del cuerpo y la piel, y por eso le sale sangre”. Entonces ahí sí le dije “doctor, yo no quiero quedarme con estas bolsas colgando toda la vida, ¡además sin poder jugar golf! ¿Hay alguna otra opción? Si me tiene que operar 23 veces para intentar el injerto del intestino, hágalo, pero estas bolsas son detestables”.

Ahí fue cuando supe de la existencia de la bolsa de Indiana. El doctor me explicó que podíamos intentar nuevamente el injerto de intestino delgado, pero para hacerlo debía abrirme y ver si la cicatriz interna de la cirugía pasada lo permitía. En caso de no poder hacerlo tendría que tomar una decisión: cerrar y volver a dejarme con las bolsas externas (lo que yo no quería) o hacer un procedimiento llamado la bolsa de Indiana, que consiste en tomar un fragmento del intestino grueso y crear una bolsa que haga las veces de vejiga, pero a diferencia de la del intestino delgado, con esta no se sienten ganas de ir al baño, y uno queda con un orificio, como una especie de ombligo nuevo que se llama estoma, por el que debe introducir una sonda cada cuatro horas para desocuparla. 

Yo prefería eso a las bolsas externas, y aunque era una operación riesgosa a mi edad, le di carta blanca: “haga lo que tenga que hacer”. Fue así como, un año después de la cistectomía ―o extracción de la vejiga― estaba otra vez en el quirófano, con un inconveniente: estuve 11 días literalmente abierto, inconsciente, porque al hacer la bolsa de Indiana, las dos partes del intestino grueso que reconectaron, no sellaron bien, y no podían cerrarme hasta no ver que eso ocurriera.   

Cuando me desperté, fue terrible porque en la UCI había dos luces rojas que me hicieron pensar que iba en una ambulancia. Entonces se me vino el recuerdo de la autorización que había dado para la donación de órganos y el desespero fue terrible, quería gritar que estaba vivo, ¡que no me fueran a sacar los órganos! Y en medio de mi video, seguramente orquestado por los 11 días de sedación, entró un enfermero en cuya bata decía el nombre de un hospital diferente al que yo había entrado, ahí sí pensé que iban a matarme. Entré en cólera, al punto que tuvieron que amarrarme y volver a sedarme para que no se me soltaran todos los cables a los que estaba conectado. 

Cuando me desperté, me explicaron que el uniforme del enfermero decía otro hospital porque era un estudiante que estaba en rotación, que nunca salí de la clínica a la que entré, que habían pasado 11 días, y que ahora tenía una bolsa Indiana por vejiga. Estuve otros 11 días hospitalizado, ya sintiéndome mejor porque recuerdo que no hice sino molestar con que quería tomarme un whisky, hasta que el día de la salida, el doctor Varela me dijo: “le voy a pedir un favor muy grande: cuando llegue a su casa se toma dos whiskys, uno a su nombre y otro al mío”. 

Han pasado 9 años desde entonces. Al principio tenía controles semanales, que pasaron a ser quincenales, mensuales, bimensuales, semestrales, una vez al año y ahora estoy en cada dos. Mi vida volvió a la normalidad: juego golf, tomo whisky, como de todo, bailo y sigo con mi mujer. Tengo que ir al baño cada cuatro horas (ahora lo puedo hacer hasta cada seis porque la bolsa se expande con los años), y por mi nuevo ombligo introduzco una sonda que siempre cargo en un estuche en el bolsillo, para que salga lo que está en la bolsa, con una ventaja: orino sentado, no se me mojan los zapatos, y el vecino no me puede echar ojo. 

Es así como lo que me quitó el cigarrillo me lo devolvió la bolsa de Indiana, un invento extraordinario de la ciencia que me ha dado una década de tiempo extra. El 22 de mayo, que se cumplen los 10 años de la cistectomía, haré una fiesta con mucho vino, porque como decía mi abuela “fiesta sin vino, no vale un comino”, y ¡salud!

*Escrito con la colaboración de la periodista Luisa Reyes.