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María Mulata, alma colombiana

Fotografía
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María Mulata es una inquieta investigadora de la música tradicional colombiana. Ha interpretado tanto los ritmos ancestrales de nuestras montañas como los de nuestras costas, y ahora prepara una nueva aventura musical. De esto y más habló en esta cálida conversación.

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n el 2014, después de once años, el dueto Diana y Fabían regresaba a las tarimas del Festival de Música Andina Mono Núñez. No volvían para concursar, puesto que ya habían ganado el gran premio en el año 2003, sino como invitados especiales de una programación que incluye conciertos y charlas. Hay que decir que este dueto de hermanos era uno de los regresos más esperados del festival porque Diana, consentida que era en los círculos del bambuco, dio un giro a su carrera hacia el año 2006: abrazó el folclor de las costas y adoptó el nombre artístico de María Mulata.

Sin embargo, María Mulata nunca perdió la conexión con la música andina colombiana. Antes bien, su paso por géneros que se consideran opuestos (el cliché nos dice que la música de montaña es triste y la música de las costas alegre) le ha permitido buscar puntos de encuentro. Días antes de las presentaciones con su hermano Fabián me contó que estaba investigando sobre “la pérdida del ritmo que tuvo la música andina cuando se volvió muy académica”. La idea me sonó extraña, pero María Mulata me recordó que al currulao de la costa pacífica se le llama también “bambuco viejo” y que en ritmos como el sanjuanero queda todavía la tambora como una especie de rezago de tiempos más alegres. Así la he visto siempre: como una artista cuya música nace de profundas investigaciones, y cuyas investigaciones son a la vez inseparables de su vida.

Naciste en un hogar donde la música estaba presente todo el tiempo, ¿no es cierto?

Sí, mi papá era multiinstrumentista, tocaba acordeón, piano, tiple y guitarra, y jugaba con nosotros a enseñarnos canciones de música andina colombiana. Teníamos 4 y 5 años. Nos hacía cantar las dos voces. Y cuando no podíamos, llamaba a mi mamá para que me tuviera en un rincón, y a Fabián lo ponía en el otro extremo para que no nos cruzáramos las voces. Ése era el entrenamiento. Cuando por fin pudimos hacerlo solos, para mi papá fue una satisfacción tan grande que lloró.

¿Ese es tu primer recuerdo musical?

Y de infancia. Yo creo que los únicos recuerdos que tengo de tan temprana edad, son recuerdos musicales.

Diana y Fabián fueron creciendo. ¿En qué momento ese juego de la infancia se convirtió en algo profesional?

Cuando Fabián tenía 17 y yo 16 fuimos a nuestra primera competencia, que fue el Concurso Nacional del Bambuco. Nos dieron el premio a mejor dueto y además el Gran Premio. Y ahí empieza un circuito de festivales que son muy importantes en el medio andino: el Festival de Aguadas, Caldas, el de Santafé de Antioquia, el Festival de Duetos en Armenia y ya en el 2003 nos ganamos el Mono Núñez.

El Mono Núñez es la cima, no parece haber nada más grande en ese ámbito. ¿Qué sucede entonces?

Claro, uno siempre trata de ir primero a los demás festivales, prepararse, hacer el circuito, y luego llegar al Mono Núñez. Y muchos tienen que ir muchas veces para poder ganar. Pero entonces uno gana y es cuando dice: “Después de esto, ¿qué?”. Porque si la industria es chiquita acá en Colombia, la industria de la música andina es aún más chiquita: no se difunde sino en los festivales, no está en los mercados culturales. Ahí es cuando el dueto hace un gran receso y yo empiezo un camino diferente, como solista. ¿Qué queda? Seguir haciendo discos.

Ahí es cuando reaparece Diana, convertida en María Mulata, con un disco que hoy es un referente de la música afrocolombiana llamado Itinerario de tambores.

Sí, me tocó estudiar mucho ese repertorio porque yo no era de allá. Lo primero que se me ocurrió fue escuchar grabaciones de Totó la Momposina, Petrona Martínez, Etelvina Maldonado, repetirlas y tomar apuntes. Con las herramientas técnicas que tenía, me inventé una manera de codificar eso. Llegué a hacer dibujos con colores, mapas melódicos.

Te inventaste tu propia escritura musical…

Escritura vocal, digamos. Me volví súper técnica con eso. Me inventaba signos para esos dejos que tiene la voz en los cantos de vaquería o en el bullerengue. Además hice una recopilación de coplas y versos tradicionales. Esa fue la investigación previa. Luego vino el viaje para confrontar toda esa información con la gente que empecé a conocer.

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Leyendo las notas del disco, alguna vez hice el cálculo: fueron más de 450 kilómetros en busca de las principales cantadoras de bullerengues y fandangos.

Eran viajes de días enteros. Primero llegamos a Cartagena, donde estuvimos con Etelvina Maldonado; luego estuvimos en María la Baja con Eulalia González, en Palenque con el hijo del tamborero Encarnación Tovar, en el Golfo de Urabá, Puerto Escondido, Turbo, Necoclí, y en cada lugar encontramos muchos músicos. Ese periplo duró como mes y medio.

Más allá de lo musical, ¿qué recuerdas de esas poblaciones?

La pobreza, el olvido del Estado. Muchas son poblaciones sin escuelas, sin agua potable, pero con mucha riqueza ancestral: esa es la ambigüedad. Por un lado había mucho miedo y por otro un paisaje hermosísimo. Unas cantadoras como Eloísa Garcés, cantando unas cosas que deberían tener valor en este país, pero durmiendo en una casita miserable al lado de un río de aguas negras. Son historias duras que te hacen abrir los ojos, y agradezco haberlo vivido porque fue darme cuenta de que esa forma de cantar y ese sentir tiene mucho que ver con la realidad. Ese lamento del bullerengue, para poder cantarlo, tienes que al menos haberlo visto.

Por eso tú llegas a convertirte en la continuadora de esas tradiciones.

Sobre todo de Etelvina Maldonado. Con ella hice una amistad muy fuerte, y fue muy generosa conmigo. Era un momento en que los cantantes no estaban tan interesados en darle valor a eso. Yo llegaba al Urabá, a Turbo, a decirle a los nietos “Queremos grabar a tu abuela”, y nos decían cosas como: “Es que ella está sorda, no pierdan el tiempo”. ¡Ni siquiera la misma familia valoraba el acervo cultural! Pero cuando empiezan a ver a una cachaca blanca que quería cantar esa música, creo que ahí empezaron a resurgir cantantes de esas regiones. Hoy hay un grupo en Ciénaga que se llama Casabe de Oro, que son jovencitos y hacen bullerengue. Se reactivó la inquietud en esas comunidades.

En el año 2007 llevas un producto de todo ese aprendizaje, un fandango, al Festival de Viña del Mar, y ganas.

Yo empecé a componer porque era una manera de asimilar los ritmos, las mecánicas de esa música. De ahí salió “Me duele el alma”. La grabé y la mandé a Viña del Mar. Quedó seleccionada, y era un formato supremamente tradicional: voces y tambores. La gente no se esperaba eso, porque de Colombia conocían la cumbia y el vallenato, y cuando llegamos con esto nos decían que parecía salido de la selva.

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Estamos hablando de presentarse frente a 15 mil personas. ¿El público de Viña del Mar sí es, como le dicen, “el monstruo”?

Totalmente. Yo nunca había cantado sola en mi vida en un lugar así. Había cantado con mi hermano, ¡pero como solista ni siquiera en la Media Torta! El primer día no creo que me haya ido bien. El frío me afectó la garganta y el vértigo de estar parada ahí… Y era la primera vez que representaba a Colombia, porque yo siempre había concursado por Boyacá o por Santander, pero aquí la responsabilidad era mayor. Y el público chifla si algo no lo satisface. Es más que exigente, es jodido (risas).

Ahora que mencionas la garganta, quiero que hagamos un paréntesis para hablar de la salud de los cantantes. ¿Cómo te cuidas la voz?

Trato de tomar cosas naturales, jengibre, miel, limón. Si me da una infección de garganta lo primero que hago es prepararme una aguadepanela con jengibre. Tomo mucha agua y duermo mucho. Eso es lo principal, dormir. Sirve para la piel, para estar pilo todo el día, y para la voz. A mí me da muy duro el aire acondicionado, y recuerdo que cuando fui a Sudáfrica, llegué sin una gota de voz. Entonces, ¿qué hacer? Imagínate la inversión, visas, pasajes de avión para todos los integrantes del grupo, ¿y yo llegar a decir “no puedo cantar”? Entonces lo que hice fue cerrar el pico en los dos días que nos dejaron para recuperarnos del jet lag, tomar mucha agua y dormir.

Has mencionado el jengibre, el limón, pero vamos a sincerarnos. No me has hablado del gran secreto de los cantantes: el ron.

¡Pero estábamos hablando de cosas saludables! (risas). Bueno, lo que pasa es que hay un enamoramiento entre el bullerengue y el ron. Eso se lo heredé a Etelvina. Cuando salíamos a tertuliar ella pedía su botella de ron. Y me di cuenta de que aclara la voz, la calienta sobre todo. Si tú no alcanzaste a hacer ejercicios de voz, te tomas un ron y te pone el aparato fonético a disposición.

Y quita los nervios…

Eso es lo más importante. Claro, si te pasas, la embarras, pero si te tomas uno, te relaja muchísimo y te pone en una disposición muy musical.

Sigamos hablando de la rutina física de un músico. ¿Haces ejercicio?

No soy muy amante del ejercicio. Digamos que voy a la ciclovía los domingos, eso sí. Como muy bien, muchas verduras, eso se lo debo a mi mamá. Pero lo que sí hago, que es un ejercicio para el cuerpo y para el alma, es la danza. Aquí en el barrio hago champeta, danza afro y danza árabe; eso es lo que me reivindica con lo energético.

Tu más reciente disco, De cantos y vuelos, estuvo nominado al premio Grammy y es un salto de María Mulata la folclorista hacia un estilo más global. ¿Cómo se logra eso?

Yo venía de hacer unos conciertos en que los músicos eran unos bacanes y llegaban más o menos a improvisar. Hacían los solos donde querían, tocaban lo que querían, una cosa muy hippie. Pero ya maduré (risas). En este nuevo disco volví a la sencillez. Lo que empecé a buscar fue organización formal. Pensar más en canciones que en tonadas tradicionales, y universalizar la música. Eso es algo súper importante, porque lo que yo notaba es que en las letras aparecían palabras muy regionales, como manduco. Es muy difícil que una persona de afuera se sienta identificada con una letra así. Entonces en este disco quise buscar temas universales.

Eso con respecto a las letras, ¿y en cuánto a la música?

No hice unos arreglos muy elaborados, sino que me concentré más en jugar con los colores de los instrumentos. Me interesa qué pasa cuando se juntan un tiple con un ukelele, un clarinete con un bombardino. Y quité la batería, porque ya no me gus ta ese sonido latoso. Me gusta que todo tenga un color mate. Le digo al percusionista: “Acá tienes tu solo, pero no puedes hacer repiques en ninguna otra parte”, cosas de esas, que después hacen que haya un sonido claro, limpio.

Al ser una artista independiente, tú misma manejas tu página web…

¡Por eso está tan mal!

No lo creo. Pero, bueno, hay algo más interesante aún: lanzaste tu propia línea de accesorios.

Yo empecé desde hace unos años a indagar cómo hacer sostenible un proyecto, y cómo hacer cosas que soporten ese proyecto siendo coherentes con lo artístico. Entonces nació la línea de accesorios. Me gustan los objetos que tengan el estilo de la música que hago y por eso congenio con Carolina Sepúlveda, que es una diseñadora que se inspira en San Basilio de Palenque o en la Guajira. Es crear el estilo que yo manejo en mis conciertos. La gente me preguntaba: “Oye, ¿dónde conseguiste esa manilla?”, y pensé que sería chévere ofrecerle esas cosas a la gente. Y tuve la idea de armar una tienda virtual, que es mi nuevo proyecto: Bahía Mulata.

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Cuando volví a hablar con María Mulata, ya había regresado del Festival Mono Núñez y estaba feliz. No evitó escapar una crítica hacia el academicismo que, a su modo de ver, le ha restado espontaneidad a la música. Pero luego me dijo que por encima de todo se había sentido bien, como en casa. A ella y a su hermano Fabián los había recibido un público afectuoso que los recordaba, once años después de su paso por el concurso. “Nos pedían canciones de esa época”, me contó emocionada.

Sin embargo, más que repasar el repertorio viejo, la presentación de Diana y Fabián tuvo como objetivo sondear varias canciones nuevas y un formato sonoro donde la percusión tendrá un lugar central. Los que tuvieron la fortuna de verlos podrán decir que fueron testigos de la semilla de un disco que saldrá en 2015. Así es: en su próxima producción, María Mulata volverá a ser Diana, pero aplicando todo lo aprendido en sus itinerarios de tambores y en esas giras por el mundo que le permitieron corroborar, por ejemplo, que “en Sudáfrica se baila igual que en Cartagena”. La misión que se ha impuesto ahora no es nada fácil: devolverle el ritmo a la música de las montañas. Que quizá sea el comienzo de un nuevo auge.

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Juan Carlos Garay

Periodista y escritor. Se encuentra en librerías su tercera novela, Balsa de fuego (Alfaguara).