Entrenar los sentidos, ser curioso y probar, son la primera lección para los que quieren iniciarse en el universo de esta bebida.
a primera vez que Carlos Eduardo Mestre, oftalmólogo adscrito a Colsanitas, participó en una cata de vinos, fue un desastre… “Yo escuchaba lo que todos decían, qué olían y qué sentían en la boca y yo no encontraba nada de eso”, cuenta entre risas. Pero su curiosidad lo hizo continuar: compró algunos libros, comenzó a fijarse mucho más en el olor de las cosas, a frotar cáscaras de frutas, flores y minerales en las manos, en definitiva, a nutrir una memoria olfativa.
Cuatro años después, este apasionado del vino sigue investigando y estudiando todo lo que concierne a esta bebida. Como parte de ese proceso, desde hace un año organiza encuentros con sus colegas y amigos, también apasionados del vino, para compartir y seguir aprendiendo.
Quise acercarme a su experiencia para entender cómo es que disfrutan tanto de esto, porque como él mismo dice: “Las catas que organizamos no son para ser sommelier, aunque alguna que otra vez hemos invitado a alguno. Usualmente probamos un solo vino en toda la noche, combinándolo, para formar una memoria y aprender a maridarlo con dos o tres cosas. Queremos descubrir juntos cómo podemos disfrutarlo mejor”.
Esta noche, el invitado especial es un Pinot noir chileno. Carlos Eduardo, anota que se trata de un vino muy elegante, exquisito y para subrayarlo, trae las palabras de la sumiller Madelina Triffon: “El Pinot noir es sexo en la copa”. Comienzan a servir en esas copas altas y abombadas con la boca angosta que le permiten al vino oxigenarse al tiempo que no dejan escapar los aromas.
Comienzan por el color: frambuesa, dice uno, rubí, agrega otro. Inclinan levemente la copa sobre el mantel blanco. “De gran transparencia, ¿no?”, termina de indicar Carlos Eduardo. Asienten. Toman notas. Acercan la nariz a sus copas, las agitan un poco, comparten lo que encuentran, lo prueban, se sorprenden, lo vuelven a probar y lo van combinando con lo que han traído para probar. Y así se les va la noche en una botella. Ya han probado unos quince vinos (casi siempre uno por ocasión). Llevan nota de cada uno en una libreta que Carlos Eduardo escribió, diagramó y ahora vende para compartir su pasión con otros.
Cómo y por qué vale la pena acercarse a apreciar, conocer y tomar con regularidad una buena copa de vino son, sin embargo, interrogantes para los que muchas personas aún no tienen respuesta. Y no es poca cosa lo que se esconde detrás de una botella. Con esta brevísima guía podrá entender más de qué se trata y tener más herramientas para apreciarlo mejor.
1. El universo cabe en una copa
Además de contar con una larga historia, el vino es la bebida resultante de un largo proceso que arranca en una riqueza biológica asombrosa: según informes de la Organización Internacional del Vino (OIV) existen alrededor de 10’000 cepas diferentes de uva que se pueden vinificar, de las que un centenar son comúnmente usadas, entre las que se encuentran los dieciocho tipos de uva más frecuentes, conocidas como las cepas nobles, nueve tintas, nueve blancas, reconocidas por su capacidad de adaptación geográfica ofreciendo excelentes resultados.
Las blancas de más ligeras a más pesadas son Pinot Grigio, Riesling, Sauvignon Blanc, Chenin Blanc, Moscato, Gewürztraminer, Sémillon Semiseco, Viognier, Chardonnay. Las tintas, de más claras a oscuras, son Pinot noir, Garnacha, Merlot, Sangiovese, Nebbiolo, Tempranillo, Cabernet Sauvignon, Syrah, Malbec. La variedad disponible es abrumadora: por cepas (monovarietales) y combinaciones, países y regiones, blancos y tintos, rosados, espumosos, y con una gama de precios tan asombrosa que puede ser desconcertante. Por estos obvios motivos, la primera pregunta es cómo escoger un buen vino.
“Todo enólogo produce sus vinos para permitirle a sus uvas expresar todas sus características”, señala Carlos Eduardo. “Por especie, proceso, tierra, clima, etc. Todo eso se puede notar en la copa. Así que, de entrada, se necesita muy mala suerte para encontrarse con un mal vino”. Por esto, insiste, en que hay que perder el miedo a probar y que es mejor ser curioso y aprender en el camino, que dejarse intimidar.
“Lo que hay que entender es que a un buen vino lo hace un buen paladar. Y ahí hay dos miradas posibles: para mí un buen vino es el que a mí me gusta; para un enólogo, el buen vino es el que ha escogido producir. Ambas cosas son ciertas, por eso uno oye decir que no hay vino malo, pero hay que lanzarse a probar y a conocer. Porque por otro lado están las clasificaciones y rankings. Yo puedo probar un vino de 98 puntos de 100, según Robert Parker, catador odiado y amado por su ranking, el más popular de todos. Con 98 puntos ese parece ser un vinazo y puede que no me guste. Como otro vino con 70 puntos, un tannat, un vino muy fuerte, lleno de taninos, me puede encantar, porque puede que a mí me gusten los vinos potentes. No a todo el mundo le gusta un vino por su puntuación: es tan solo una guía. Por eso la invitación no es a saber por saber, ver quién sabe más y quién encuentra la verdad sobre un vino. Es una invitación a descubrir el propio gusto y a encontrarse con sus cinco sentidos”.
Hay que entender que a un buen vino lo hace un buen paladar. Para mí un buen vino es el que a mí me gusta; para un enólogo, el buen vino es el que ha escogido producir.
2.Un portento para los sentidos
El vino es uno de los alimentos más complejos a los que se pueda enfrentar la nariz: puede estar compuesto por un número que oscila entre ochocientas y mil moléculas odoríferas, aunque sus múltiples asociaciones, cantidades, proporciones y orígenes (si vienen de la primera o la segunda fermentación o de la barrica) son los que huelen a algo. Más de un centenar de aromas pueden ser percibidos y conforman cinco grupos: aromas frutales, florales, de especias, hierbas o minerales. Algunos aparecen en el primer acercamiento a la nariz, otros solo en el segundo con algo de oxigenación más y otros incluso en la boca; por esto se identifican como primarios, secundarios y terciarios. Algunos vinos son francos: saben a lo que huelen, otros no. Y todo esto radica en la complejidad molecular a la que nos enfrentamos. Se ha mostrado que los aromas de un vino, por ejemplo, a pimienta, no existen en él por las moléculas odoríferas propias de la pimienta o cualquier otro ingrediente. Es una impresión, una interpretación nuestra surgida del bouquet molecular que ofrece una copa.
Nuestra percepción del olor y el sabor son, además, profundamente subjetivas, en tanto obedecen a genes y configuraciones neuronales muy ricas y variadas, haciendo que las diferencias de una persona a otra sean muy grandes. Asimismo, funciona activando una memoria olfativa que puede ser muy rica o escasa según la persona. Y por último, un vino se exalta o se opaca según los sabores con que se acompañe. De modo que a la hora de expresar a qué nos huele o nos sabe una copa, no hay quien pueda decirle a otro cómo le debe saber exactamente. Más bien, es una invitación a intentar descubrir de la mano de otros, una por una, la riqueza de matices, sabores, texturas, aromas y colores que sus sentidos pueden encontrar en cada botella. Y de paso, aprender qué es lo que más le gusta a usted.
“En ese sentido, saber de esto tiene que ver, primero, con entrenar los sentidos. Como ocurre con el oído y la música: se aprende a distinguir notas, instrumentos, ritmos y cosas más complejas. Uno puede entrenar su corteza cerebral para distinguir y enriquecer la experiencia que tiene a través de los sentidos, sin tener que llegar al grado de sofisticación de un artista o un sommelier. Y así hay gente que sabe qué música le gusta, pero si le ponen otra, tiene cómo apreciarla, degustarla. Por eso para el que le guste esto, así como hay que comprar botellas y fijarse en los olores de las cosas, vale la pena comprar libros. Sobre el vino uno encuentra enciclopedias que ayudan a ubicarse cuando uno tiene una botella nueva en las manos y decide probarla”.
3. En el corazón de la salud y las mejores comidas
La primera idea que uno tiene es que las carnes (especialmente las rojas) van con vino tinto y los pescados (y por extensión, otras carnes blancas) con blanco. Sin embargo, una salsa, una preparación llena de pimienta u otras especias, una preponderancia de ácidos o el tipo de queso con el que vamos a acompañar una botella pueden cambiar esta idea. El conjunto de sabores de un plato y no solo el de su ingrediente principal ha de ser el punto de partida. Al respecto, dice Carlos Eduardo Mestre:
“La experiencia que va a tener alrededor de ese vino puede ser muy buena o muy mala, según las cosas con que se combine. Mal combinado, un vino y un alimento pueden saber mal, volverse hostigantes, perder sabor… Conocer qué características de aroma y sabor tienen los vinos, permite pensar mejor con qué combinarlos. Un primer modo es potenciando su principal característica. Por ejemplo, si tengo un vino ácido, un cabernet blanco, por ejemplo, lo combino con un ceviche, con algo ácido. Se exaltan mutuamente. Si tenemos un vino frutal, como el Pinot noir, vamos a combinarlo con alimentos que tengan salsas agridulces… Si son tintos con bastantes taninos, como un Cabernet sauvignon o un Malbec, combinamos con carnes para mezclar bien con los sabores poderosos y envolventes de los jugos y la grasa. Aprender a potenciar esos sabores es el verdadero placer de la mesa. Si uno comienza a investigar por sí mismo o a preguntar, muy pronto va a tener más claro qué quiere probar y por qué, para sentir qué. Hay mucha, mucha información disponible en libros y en la web”.
Algunos vinos son francos: saben a lo que huelen, otros no. Y todo esto radica en la complejidad molecular a la que nos enfrentamos.
La parte más sorprendente de esta historia es que desarrollar este gusto, puede cimentar un hábito extraordinariamente saludable. El consumo moderado de vino (una a dos copas diarias) puede tener en el mediano y el largo plazo un gran beneficio para la salud. Los polifenoles, y especialmente el resveratrol, que contienen los vinos tintos son un potente antioxidante que previene ampliamente la acumulación de colesterol “malo” en la sangre (ese mismo que tiende a tapar las venas y con el tiempo desembocar en infartos, por ejemplo), así como a mantener el “bueno” en niveles adecuados, y eso sin anotar que estimulan la producción de monóxido de nitrógeno, un vasodilatador que disminuye nuestra presión arterial, entre otros beneficios. Esto ha permitido identificar que las poblaciones que culturalmente promueven y mantienen consumos moderados de vino (como las de Francia o Italia) gozan de una mortalidad menor por enfermedades cardiovasculares gracias a su ingesta, por ejemplo, con las comidas.
Si todo esto lo dejó antojado y quiere lanzarse a probar aquí le dejamos algunos consejos para el que quiere empezar:
Cuando le acercan una botella en un restaurante lo que se espera de usted es que verifique que no esté dañado, no una evaluación experta. Lo primero es mirar el color del corcho: la parte que está en contacto con el vino debe tener color transparente o rojo, pero no debe tener marcas grises, por ejemplo, indicativo de moho. Y verificar que su olor no sea a vinagre, amoniaco, trapo viejo, establo y boñiga, o cualquier otro que no corresponda. En ese caso pida que cambien la botella.
Se recomienda servir los vinos tintos entre 14 y 16 grados; mientras que blancos y rosados entre 10 y 12; los espumantes, champagnes, cavas y prosecos, entre 6 y 8. Evitar que la botella suba a 18 grados.
Al catar, primero se mira el color y la transparencia inclinando levemente la copa sobre un mantel blanco, por ejemplo. En seguida, se acerca la nariz por primera vez. Esa primera nariz suele mostrar los aromas primarios y tal vez algo de los secundarios, que aparecerán con algo de movimiento y tiempo en la copa para cuando acerquemos la copa para explorar la segunda nariz. Después, al probarlo, vale la pena notar el ataque, cómo es ese primer contacto, cuál es la sensación en boca (llena mucho, poco, ni se siente) llamada cuerpo, y revisar si es un vino largo o corto: el sabor en boca una vez se traga. En cuanto al sabor, hay que notar el equilibrio entre la astringencia de los taninos, el ácido y el alcohol, además de fijarse qué tan seco o tan dulce resulta.
Para el ejercicio de maridarlo hay que probarlo con cosas diferentes como chocolate amargo, manzana verde, algo picante (tostacos incluso), queso cremoso (evitar madurados de entrada), una carne madurada (prosciutto o serrano, por ejemplo) y otras cosas. Así, sabemos si combina con algo amargo, ácido, etc. Vale la pena tomar nota especialmente de aquello que lo exalta y aquello que mata completamente su sabor.
Antes de catar hay que evitar echarse mucho perfume, tomarse un café o un destilado, lavarse los dientes (debe haber pasado al menos una hora), fumar un cigarrillo o cualquier otra cosa que pueda ser invasiva y alterar los sabores.
Los vinos se deben dejar respirar. Un vino joven, y que no pasó por barrica, debe consumirse antes de dos o tres años o se empieza a dañar y basta con dejarlo respirar uno o dos minutos: lo que se tarda en servir. Un vino que tenga crianza en barrica necesita respirar de quince a veinte minutos para expresar todo lo que tenga. Reservas y gran reserva necesitan al menos media hora (para acelerar el proceso se puede usar un decantador). Esos vinos a la temperatura adecuada y con la humedad indicada, pueden ser almacenados más tiempo sin dañarse y evolucionan por la microoxigenación que permite el corcho. Es importante no dejar pasar un vino e intentar probarlo en su mejor momento, su apogeo.
España es el único país que ha estandarizado por completo una clasificación de las crianzas de los vinos: crianza (6 meses), reserva (8-12 meses) y gran reserva (18 meses). Los demás países son más flexibles. Pero el vino común de producción industrial no pasa por barricas. Usualmente, si lo dejan en tonel de acero durante 10 o 12 meses, le meten astillas de madera para que dé aromas a madera. No es trampa, es solo otra forma (más económica) de hacer buen vino. Pero sepa que sus aromas resultantes del paso por allí (conocidos como terciarios) no tendrán la potencia de un vino que tuvo ese contacto directo por volumen contra la madera de una barrica entera.
Una primera selección para comenzar:
Carlos Eduardo Mestre, propone comenzar con algunos vinos económicos muy buenos. “Al que esté por acercarse por primera vez, le propongo que se deje sorprender: los aromas lo pueden llevar a su infancia, a muchos recuerdos, a lugares que va a reconocer y ese es un hermoso punto de partida. Además de que va a pasar un momento delicioso y terminará enganchado con todo este asunto”. Aquí su top cinco:
1. Un bonarda argentino, para que se enamore del vino.
2. Un garnacha español, Rioja, del Duero o del Levante.
3. Un carmenère chileno, ojalá con algo de crianza.
4. Bonus track: un syrah australiano.
5. Y para un tinto de verano de locura: con bonarda o malbec argentino.
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