El Banco de Alimentos de Bogotá cumple 20 años reuniendo y distribuyendo comida para los más necesitados. Además de combatir el hambre, contribuyen a disminuir el desperdicio de alimentos.
uando era párroco, Daniel Saldarriaga solía decirles a sus feligreses: “La Virgen se pone feliz cuando le llevan flores, pero no se imaginan la alegría que le da cuando le llevan arroz, arvejas y frijol”. Así lograba alimentar a quienes lo necesitaban en esa zona de Bogotá.
Desde pequeño había visto el ejemplo de cerca: su padre siempre regalaba algo a quienes tocaban su puerta en busca de comida: dos papas, un plátano, una panela. “Nunca dejaba a nadie con la mano extendida”, cuenta el sacerdote. Su madre recogía alimentos en la parroquia y los repartía a las familias más pobres.
Quizás por eso, en diciembre del año 2000, cuando el cardenal Pedro Rubiano Sáenz le pidió a Saldarriaga ponerse al frente del Banco de Alimentos, él aceptó de inmediato. Y como no sabía cómo hacerlo, se fue a conocer los bancos de alimentos de Medellín y Cali, para aprender cómo funcionaban. Desde su cargo como director ejecutivo puede poner en práctica su perfil de negociante y su vocación por el servicio.
La iniciativa de algunos empresarios, interesados en sumarse a un proyecto con fundamento evangélico y concepción empresarial, se concretó el 8 de mayo de 2001.
De esta manera se combinaron dos objetivos fundamentales: combatir el hambre y reducir el desperdicio de alimentos, para beneficiar a las personas más vulnerables de Bogotá y sus municipios cercanos.
El año pasado, 2020, fue el de mayor alcance y logros en estas dos décadas. Algo positivo de la pandemia, dice el padre Saldarriaga, es que despertó la solidaridad entre la gente. Y puso en evidencia una realidad con la que hemos convivido desde siempre en Colombia: la inequidad y el hambre. Gracias a la generosidad del último año, y a la campaña “El hambre sí tiene vacuna”, todas las cifras del Banco crecieron: el número de personas atendidas se multiplicó por cinco; la cantidad de alimentos recuperados y entregados se duplicó, y el número de donantes pasó de unos 700 cada año a casi 10.000.
Desde su cargo como director ejecutivo puede poner en práctica su perfil de negociante y su vocación por el servicio.
¿Cuánto influyó ese ejemplo de dar y servir en su elección de la vida religiosa?
Mucho. Mi papá tenía tres primos sacerdotes. Yo casi nunca los vi, pero mi papá y mis tíos hablaban con mucho orgullo de ellos. Mi mamá tenía un hermano sacerdote, y él venía a la casa de mi abuela en ocasiones. Era un hombre carismático, muy activo. A la casa de mi abuela llegaban los padres franciscanos y uno llevaba un acordeón gigantesco y cantaban villancicos. Yo recuerdo que se les notaba una alegría muy grande. Todo eso me sedujo. Estudié en una escuela departamental y crecí en un ambiente de piedad. En el colegio el profesor de religión era un hombre que creía. Nos influyen mucho las personas que demuestran ser felices con lo que hacen y que demuestran que lo que hacen les permite dejar huella.
¿De dónde le viene esa necesidad por ayudar?
Yo nací en una familia sencilla, un papá obrero. En mi casa siempre compartimos lo que teníamos. Cuando inicié mi vida de seminarista trabajé con padres que tenían consciencia social. Cuando me nombraron párroco en Suba Tibabuyes, un sector muy pobre, comencé a hacer cursos de capacitación y eso nos permitió socorrer a unas 320 familias, para que ellas aprendieran un oficio. Yo les insistía: en nuestras manos hay muchos talentos que duermen. A muchas personas les cambió la vida porque encontraron un oficio. Eso es parte de lo que tenemos que buscar: cómo la gente puede descubrir su capacidad y a partir de eso encontrar una mejor forma de vivir.
¿Cómo fueron los comienzos del Banco de Alimentos, hace ya casi 20 años?
Cuando acepté la propuesta de monseñor Pedro Rubiano lo primero que hice fue formarme. Les advertí que íbamos a necesitar una bodega propia, porque asumir el costo de una bodega es muy pesado. Quisimos empezar con empleados, no con voluntarios, porque queríamos generar empleo. Fuimos creciendo y hoy tenemos 133 empleados. En 2006 empezamos a ser miembros de The Global Foodbanking Network. Y en 2009 los bancos de alimentos de Colombia nos unimos en una asociación, Abaco, de la que soy presidente.
¿Qué ha aprendido en ese tiempo?
Con los bancos de alimentos de Colombia identificamos que este país tiene hambre, pero no porque falte comida. Hay mucho desperdicio, igual que en todo el mundo. Falta más voluntad y más consciencia de la gente de no botar comida. Para los que somos de una generación que supera los 50 años, botar comida era algo que no cabía en la cabeza. Las mamás repetían que había que comerse todo. Eso cambió. Aquí hay productos que no se cosechan porque el precio no lo amerita, y los tractores pasan por encima para destruir los sembrados: esa comida se daña y genera gases de efecto invernadero. Esa comida que se bota, como dice el papa, se le está robando a la mesa de los pobres.
El Banco de Alimentos no solo ayuda a los más vulnerables, sino que contribuye a disminuir el desperdicio de comida, que en Colombia alcanza cada año 9,7 millones de toneladas.
Sí, creemos en la idea “menos basura en los contenedores y más alimentos en los comedores”. Hoy el mundo aprovecha solo dos terceras partes de todo lo que produce; el resto se va a la basura. El papa Francisco dice que ya tenemos suficiente información sobre cuántos pasan hambre, dónde viven, y las causas. Sin embargo, en el mundo no se está satisfaciendo la necesidad, ni hay proyectos para eliminar el hambre.
¿Qué se puede hacer para ir a la causa del problema? ¿Cómo hacer sostenible esta ayuda?
Hay tres cosas con las que trabajamos. Tenemos un equipo de nutrición y dietética que hace un ejercicio junto con las trabajadoras sociales y un seguimiento de las organizaciones vinculadas para garantizar que cuando le ayudamos a los que necesitan estemos mejorando sus condiciones de vida. No se calma el hambre solamente con dar de comer, sino ayudando a las personas a pensar que no comer bien o no comer nos hace daño. Mucha gente que tiene bajos ingresos no tiene la comida como una prioridad: primero está la renta, los servicios, el transporte y, por último, la comida. Tener la conciencia de una alimentación saludable se vuelve un tema vital. Un niño que tiene afecto y alimento se va a mantener escolarizado, va a ser capaz de aprender, de competir, de socializar y llevar una vida saludable.
Hay que trabajar en varios frentes…
Hay un fenómeno de inequidad. Tiene mucho que ver con la injusticia, y la injusticia tiene mucho que ver con la ingratitud. A veces desde lo público, una de las maneras de ayudar son los subsidios. Y creo que deberíamos ir más allá, porque si fuésemos capaces de generar infraestructura y tener más oportunidades de trabajo y engranar a muchas personas para que con su salario tuvieran la capacidad de adquirir lo que les falta, haríamos un mundo mucho más virtuoso. Sería mejor que en vez de subsidios les dieran unos apalancamientos para poder vivir mejor. Quien ha experimentado el hambre puede ser consciente de que tenemos que hacer algo más. No estamos haciendo lo suficiente porque todavía en muchas regiones la comida va a la basura. Colombia debería pensar en una reforma integral del campo, porque falta infraestructura. Hay muchos sitios donde los campesinos quieren trabajar, pero a la hora de vender es muy difícil sacar lo que producen.
Gracias al trabajo que hacen los bancos de alimentos de Colombia, cada año se evita que 25.000 toneladas de comida terminen en la basura.
Usted ha dicho que el hambre es una de las primeras causas de la violencia.
Insistimos mucho en el valor de sentarse a la mesa. La mayoría de los que hemos tenido oportunidades un poco más justas, tuvimos en la mesa el lugar donde aprendimos a comer. El lugar donde nos aprendimos a tratar, el lugar donde éramos aconsejados o corregidos. Cuando podamos recuperar esa mesa, vamos a tener un lugar para recibir los alimentos, para compartir, para hacer.
El Banco se define como un puente entre la empresa privada, los donantes y las personas más vulnerables. Además, tienen alianzas con universidades. ¿Cómo se articulan todos estos actores?
Nos dimos cuenta de que los jóvenes que están en la última etapa de formación en la universidad tienen una sensibilidad y un sentido por lo social muy especial. Comenzamos a ver que no solamente había que dar de comer, sino que había que alimentar y nutrir, y esto tiene que ver con buenas prácticas en la manipulación, en el almacenamiento, en el uso del agua, en el manejo de desechos. Y también en cómo tener una alimentación pensada en la clase de la población que estamos ayudando. Para que el Banco pueda ser un ente que no solo da de comer, sino que también lleva a un nuevo nivel a estas poblaciones.
¿Por qué es difícil que el Estado resuelva el problema del hambre? ¿Es más fácil para un organismo como el Banco de Alimentos trabajar en este objetivo?
Porque el Estado necesita de unas superestructuras. El trabajo del Estado pasa por estudios, análisis, asesores. Tenemos programas de alimentación escolar y cuántas veces nos enteramos de que los recursos no se fueron por el conducto regular. O no les dan la comida adecuada, o los costos están inflados.
¿Qué hacen con los productos ultraprocesados o que no son nutritivos?
Estos alimentos también sirven. No puedo dejar que se vuelva basura algo de comida cuando hay gente que no tiene nada que comer. Lo que hay que mirar es qué más puedo hacer yo por los que tienen hambre. Hoy en día tenemos la capacidad de comprar productos. Eso equivale al 30 % de todo lo que movemos. El otro 70 % son productos que nos donan. Podemos comprar en volúmenes muy grandes y esos precios no podrían conseguirlos las organizaciones aliadas.
¿Cómo ve el futuro del Banco? ¿Qué le gustaría lograr?
En el campo muchos minifundios producen alimentos y hemos querido ayudar a esos pequeños productores. Llegar a esos campesinos y poder comprar sus productos. También les estamos tratando de llevar conocimiento sobre buenas prácticas, sobre asociatividad, sobre cómo comer distinto y mejor. Hemos tenido una ilusión grande de tener un poco más de espacio, ya nos estamos quedando pequeños.
Estas bodegas tienen la capacidad de mover 2.500 toneladas mensuales de alimentos, pero deseamos tener algo de transformación. Quisiéramos tener la capacidad de procesar algunos productos para salvarlos más y mejor. Y quisiéramos seguir sirviéndole al país con los bancos de alimentos; que surjan más bancos y que generen cambios y mejores oportunidades.
¿Es cierto que los más pobres suelen ser los más generosos?
Totalmente. Y esto nos debería hacer pensar en que ayudar es el camino que nos hace llevar la vida con un sentido muy alto de trascendencia. La gente más pobre es muy generosa. He oído decir a muchos ricos que nuestra labor es muy buena, que vale la pena y es muy importante. Pero a la hora de dar solo ofrecen reconocimiento y aprecio. Afortunadamente hay muchas otras personas con recursos que se acercan a ayudar. Durante la pandemia un banquero reunió mil millones de pesos que donaron sus empleados, y él puso esa misma cantidad. Los arroceros nos donaron 500 toneladas; también recibimos un millón de huevos. Ha habido donaciones impresionantes. Y muchas de esas donaciones son de gente sencilla.
¿Qué les dice a las personas para que se animen a donar?
San Pablo dice que es más feliz el que da que el que recibe. En nuestro país hay mucha gente que está afectada y que tiene hambre; pero los que no, somos muchos más. Y si cada uno hace algo, así sea pequeño, podríamos marcar una diferencia y ser un país distinto dentro de América Latina. Porque estamos compitiendo por el primer lugar en inequidad con Haití y con dos países de África. Este primer lugar no es para enorgullecerse, todo lo contrario.
*Periodista, Editora de Bienestar Colsanitas.
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