Dos padres aprenden cómo ayudar día a día a su hijo con Asperger, un trastorno del espectro autista que afecta las habilidades de socialización y comunicación.
La versión del papá
Lo veía gateando como los demás niños, y aseguraría que se emocionó cuando la selección Colombia le hizo el primer gol a Grecia en Brasil 2014. No solo eso. Comía muy bien, tal vez pedía demasiados líquidos, y era afín con cualquier aparatejo electrónico que mostrará imágenes de colores. Más si estas se movían.
Lo único que me inquietaba era que, cuando no estaba a gusto, lloraba y pegaba un grito agudísimo que parecía poder romper vidrios y tímpanos cercanos. A la mamá la atormentaba que al niño no le gustara que nadie lo tocara, ni ir a lugares concurridos, ni que fuera incapaz de sostenerle la mirada a nadie. Solo jugaba con un malgastado Iron Man. Yo decía que el lío era que estaba muy consentido, pero ella juraba que no, que era inusual. Al instinto maternal nunca hay que subestimarlo.
Pasaron algunos meses entre la versión paterna de que todo era normal, y la materna de que no era así. Cuando Juan José (así se llama nuestro hijo) tenía aproximadamente año y medio, la mamá me dijo: “fíjate que el niño no llora cuando se golpea duro, pero sí cuando lo peino o lo acaricio”.
Procuré observar un poco mejor. El niño era férreamente rutinario, cada movimiento era casi una réplica perfecta de lo que había hecho un día antes. Pensé: “estoy paranoico, y creo que la mamá está pagando el ser madre primeriza. No le busquemos tres pies al gato”.
Había decidido no preocuparme más, pero una llamada de mediodía me aterrizó: mi esposa había decidido pedir una cita donde una pediatra distinta a la que venía viendo a Juan José. Decidí acompañarla.
A la nueva pediatra le llamó mucho la atención su tono agudo de voz y que no era muy expresivo. También le causó curiosidad ver que no se acercó a ningún juguete en el consultorio. Además no caminaba, y estaba hipotónico (blandito). Había una construcción muy cerca del consultorio de la doctora: el niño se pasó toda la cita con las manos en los oídos. Al terminar, la doctora nos dijo que creía que el niño tenía trastorno del espectro autista.
La versión de la mamá
Desde que mi hijo nació, mi vida empezó a ser caóticamente feliz. Los primeros meses por el desconocimiento absoluto de lo que era enfrentarse a una persona nueva en la vida, conocerle sus gustos y disgustos, intentar descifrar el porqué de su llanto, de sus noches en vela, de su desagrado a los ruidos fuertes, de su dificultad para alimentarse, de su quietud. Me imagino que así somos todas las mamás y los papás primerizos.
Pero había detalles que no me cuadraban. Cuando llegó el momento de sus primeras comidas, no le gustaba nada que tuviera textura, quería todo líquido. Notaba que su desarrollo motor estaba un poco retrasado, pero la pediatra, muy condescendiente, me decía que los niños tienen su tiempo para todo.
Cuando cumplió un año noté que se irritaba muy fácilmente. Ir al parque con él era como si estallara una Guerra Mundial, su gritería y “pataletas” eran muy fuertes. Su lenguaje era muy limitado y su atención se centraba en objetos redondos, y si giraban, mucho mejor. No le gustaba jugar con otros niños, prefería estar al lado de un adulto. Cuando estaba en un lugar en el que no se sentía seguro empezaba a hacer un movimiento repetitivo en los brazos o con los dedos, pero cuando ya se sentía seguro el movimiento desaparecía.
La realidad
Como papá, al comienzo no quise aceptar el diagnóstico de la pediatra. Pero a los dos años y medio Juan José entró al jardín, y uno de sus profesores nos dijo que “el niño tal vez tenía un cable sueltico”. El primer día de clase lo había sentado en una silla roja y, desde entonces, siempre pedía esa misma silla roja. Si no era así, armaba “pataleta”. No negociaba tampoco jugar con un balón distinto al que le tocó la primera vez.
El profesor aventuró una hipótesis similar a la de la pediatra: espectro autista. Y aconsejó ir donde un neuropediatra. Luego vinieron evaluaciones con un grupo interdisciplinario y el diagnóstico, efectivamente, fue: “su hijo hace parte del espectro autista, su hijo es un niño Asperger”.
No íbamos a salir corriendo. El valor sobra cuando está de por medio un hijo. El primer paso era aceptarlo. Desde entonces, sabemos que tenemos un hijo neurodiverso al que hay que entender y ayudar. Había que buscar soluciones, ponernos a trabajar.
"No íbamos a salir corriendo. El valor sobra cuando está de por medio un hijo. El primer paso era aceptarlo. Desde entonces, sabemos que tenemos un hijo neurodiverso al que hay que entender y ayudar".
Lo primero fueron las terapias para empezar a manejar su rigidez mental: advertirle que íbamos a un lugar nuevo o desconocido para él (sirve mostrarles fotos o imágenes); sumarles sólidos a los líquidos cuando comía, etc.
Lo más difícil vino cuando debimos aprender a manejar sus crisis (dejamos de usar la palabra pataleta). Es complejo. Toca agarrarlo de manera firme pero sin agredirlo, hablarle calmadamente, evadir a los que están presenciando el hecho porque no ayudarán en nada, explicarle que todo va a pasar. Pueden transcurrir minutos o hasta horas para que llegue la calma, y cuando llega, Juan José termina exhausto. La medicación que recibe ha disminuido su ansiedad poco a poco.
Una vez su mamá bien dijo que él sentía lo mismo que sentiría alguien a quien soltaran de la nada en la Plaza Roja de Moscú, sin conocer el idioma ni las costumbres.
Y así vamos
Su vida en el colegio ha sido compleja, no por los profesores sino por los compañeros: Juan José no entiende qué es el doble sentido. Si alguien le dice: “báñate como un gato”, él empezará a lamer su cuerpo. Se aferra a las normas y no acepta romperlas.
Su coeficiente intelectual no es superior ni inferior al de nadie. No todos los temas le interesan, pero quiere saber todo sobre el asunto que llama su atención. Tal vez por eso existe la falsa creencia de que los niños con autismo o Asperger tienen un coeficiente intelectual superior al de la mayoría.
Y defiende sus causas hasta lo último con disciplina, como Greta Thunberg, la niña ambientalista sueca. Su terquedad es propia de una persona con Asperger. Y ecolálica, es decir, que repiten un tema una y otra vez.
Uno termina acomodándose a sus rutinas. Por ejemplo, la sopa siempre al lado izquierdo y a la misma temperatura, el pollo al centro y la fruta, debidamente pelada, a la derecha. El mínimo cambio puede generar una crisis.
Los médicos siempre nos han dicho que su condición tiene origen genético, por lo que es imposible cambiarlo. Pero sí podemos ayudarlo a su adaptación social, su principal urgencia. Si logra esto, logrará lo que sea.
Juan José tiene sueños, como todos los niños. Nosotros vamos a ayudarle a que los cumpla, como todos los papás.
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