El tenista español Carlos Alcaraz ganó ayer El Abierto de Estados Unidos y se posicionó como el número uno del mundo a sus 19 años. ¿La nueva era del tenis ha llegado?
Carlos Alcaraz responde con dificultad un potente servicio. La pelota se va alta, lenta, y aterriza despacio al otro lado, casi junto a la red. En cualquier situación sería un punto fácil de ganar para quien tiene la ventaja de recibir una bola así: el momento perfecto para liquidar al oponente. Su rival hace lo que tiene que hacer y le tira una potente derecha al fondo de la cancha. Y entonces sucede lo imposible: Alcaraz corre, sobrepasa la bola con el cuerpo y cuando cree que no va a alcanzar tira su mano derecha por detrás de la espalda para impactarla de manera acrobática. Un golpe nunca visto. El rival, desorientado, deja fácil el siguiente golpe. Alcaraz lo liquida y gana el punto.
Es ahí cuando el Arthur Ashe, el estadio principal del Abierto de los Estados Unidos, con más de 23.000 personas en las gradas, estalla. Los espectadores no lo pueden creer, mucho menos los narradores del partido. “¿Estás bromeando? ¿Cómo pudo hacer una cosa así?”, se pregunta entre risas un comentarista.
La respuesta es que Alcaraz no es un tenista normal. Este joven español, de apenas 19 años, tiene deslumbrados a los aficionados al tenis desde que irrumpió con una fuerza meteórica en 2018, año en que se convirtió en profesional. Apenas cuatro años después ya ganó su primer torneo de Grand Slam (el Abierto de Estados Unidos) y es el número uno del mundo. Por si fuera poco, hace solo unos meses despachó a tres top 10 en el Masters de Madrid, uno detrás de otro: Rafael Nadal, Novak Djokovic y Alexander Zverev. Sus números no dejan de sorprender. En lo que va corrido del año, Alcaraz es el tenista que más triunfos acumula (50 victorias y cinco títulos) y, desde ayer, el tenista más joven en la historia en llegar al número uno del ranking, récord que ostentaba el australiano Lleyton Hewitt, quien llegó a la cima con 20 años y ocho meses.
¿En qué momento sucedió esto?
En un mundo donde el fútbol es omnipresente, no resulta fácil para los otros deportes igualar su popularidad. Menos aún para el tenis, que desde su origen en Europa, por allá en el siglo XVIII, ha sido asociado a la élite y las clases altas. Con excepción de unos cuantos ‘rebeldes’ —Jimmy Connors, Andre Agassi o ahora Nick Kyrgios—, el tenis siempre ha sido un deporte muy pulcro, muy “puesto en su sitio”. Quizás por eso la propia ATP (Asociación de Tenistas Profesionales), lleva años pensando cómo hacer el juego más atractivo para las nuevas generaciones, tan procrastinadoras y poco pacientes. ¿Sets más cortos? ¿Controlar el tiempo para que los partidos no duren más de cuatro horas?
Carlos Alcaraz, campeón del US Open 2022, su primer Grand Slam.
Figuras como Nadal, Federer o Djokovic, que han pulverizado todos los récords posibles, contribuyen a que el tenis siga siendo uno de los deportes más populares del mundo. Pero, paradójicamente, su dominio de décadas también puede haber logrado el efecto contrario: la monotonía de ver a los mismos ganar le resta inevitablemente emoción. Por eso, la irrupción de una nueva generación de tenistas potentes y físicamente deslumbrantes como Alcaraz, está logrando que el mundo vuelva a poner sus ojos en un deporte donde la belleza y la fortaleza mental son elementos indispensables. “La belleza humana de la que hablamos aquí es de un tipo muy concreto; se puede llamar belleza cinética. Su poder y su atractivo son universales. No tiene nada que ver ni con el sexo ni con las normas culturales. Con lo que tiene que ver en realidad es con la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo”, escribió David Foster Wallace en su serie de ensayos El tenis como experiencia religiosa. Y cuando Alcaraz nos sorprende con esos golpes inverosímiles, no podemos negar que es cierto: que la belleza de lograr eso que parece físicamente imposible —ese drop shot pegado a la red, esa derecha potente al borde de la línea de fondo, esa bola que parecía perdida pero que increíblemente alcanza— es lo que hace del tenis un deporte único.
Hace 19 años no se daba una final de un torneo de Grand Slam en la que no estuviera ninguno de los llamados “Big Three” (Nadal, Federer o Djokovic), o Serena Williams, la tenista más grande de todos los tiempos. Tal vez por eso el US Open que acaba de pasar es tan significativo: el mayor de sus cuatro semifinalistas tenía apenas 26 años. La nueva era del tenis ha llegado.
¿Por qué nos gusta este deporte? O mejor, ¿por qué me gusta tanto a mí? Mientras buscaba más información sobre Alcaraz encontré un dato que parece irrelevante. O quizás no lo sea tanto. Dice la ATP que la película favorita del joven español es Rocky Balboa, el mítico boxeador creado por Sylvester Stallone a finales de los años setenta. Y recordé, de inmediato, una escena de la última película cuando un Balboa viejo y retirado decide hacer una pelea de exhibición frente a un joven campeón que no ha tenido un rival digno en su carrera. Justo antes de saltar al ring, el campeón le advierte que no quiere lastimarlo, pero que si Rocky decide pegarle, él lo hará de vuelta. «No vine a perder», dice Rocky. Él lo mira con lástima y réplica: «Se acabó, Balboa». Y entonces Rocky lo dice: «Nunca se acaba hasta que termina».
Esa es, supongo, la gran revelación del tenis: que nunca se acaba hasta que termina. A diferencia de otros deportes, cuando todo está sentenciado a pocos minutos de acabar si existe una diferencia abultada, en el tenis el final nunca está cerca. Al contrario: la última bola del partido suele ser la más difícil, y el oponente que se ve a punto de caer derrotado puede voltear las cosas y ganar. Ha pasado cientos de veces, miles. Sucedió en el mismo partido en que Alcaraz hizo ese golpe imposible, contra Jannik Sinner, otro joven deslumbrante, quien estuvo a una bola de llegar a su primera final de un Grand Slam.
Y no pudo.
Porque —ya sabemos— nunca se acaba hasta que termina.
*Martín Franco es periodista, escritor y editor. Su último libro se titula La sombra de mi padre, y fue publicado por editorial Planeta en 2020.
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