Cada vez más personas destinan un lugar en sus casas para sembrar hierbas aromáticas, vegetales y frutas. La agricultura urbana es una tendencia sostenible que busca producir en pequeña escala alimentos seguros, limpios y variados.
En su charla sobre alimentación para TED, la inglesa Carolyn Steel se pregunta cómo se alimenta a una ciudad. Esta es una de las grandes preguntas de nuestro tiempo, dice al comienzo de su presentación, y sin embargo es una pregunta que rara vez nos hacemos. La arquitecta y autora de un libro sobre la manera en que la comida da forma a nuestras vidas continúa hablando sobre la relación entre las ciudades y sus alimentos, y termina diciendo: “Sabemos que somos lo que comemos. Necesitamos darnos cuenta de que el mundo también es lo que comemos, y si tomamos esa idea podemos utilizar la comida como una herramienta realmente poderosa para hacer un mundo mejor”.
Aunque Steel habla de un proyecto a gran escala, hay una forma en que los habitantes de las ciudades utilizan la comida para dar forma a su mundo, para que el suyo sea un mundo mejor. Se trata de la agricultura urbana, un método de producción de comida que, en su sentido más simple, puede pensarse como cualquier actividad de cultivo dentro de la ciudad, incluyendo la siembra de alimentos y la crianza de animales. Y se trata además de una forma sencilla de practicar la agricultura: tener una huerta en la casa es muy fácil, así se cuente con espacios muy pequeños.
La agricultura urbana, en apariencia una contradicción (después de todo, la agricultura no es más que el cultivo del agro, del campo), ha sido practicada desde que existen las ciudades. Al fin y al cabo, nuestro alimento proviene de la tierra, y la gente, por supuesto, siempre ha necesitado alimentarse. En su charla, Carolyn Steel hace un recuento de cómo funcionaba la alimentación en las ciudades hasta antes de que existiera la industria: el contacto con la comida era más directo, los animales y las plantas hacían parte del día a día. “Hubiera sido muy difícil vivir en una ciudad así sin darse cuenta de dónde venía la comida”, dice Steel a propósito de Londres en 1830, antes de pasar a mostrar cómo, con el ferrocarril, los alimentos dejaron de estar a la vista para venir desde el campo a bordo de los vagones del tren.
Gracias al transporte, los tiempos han cambiado, y con ellos nuestra forma de relacionarnos con la comida. Ambos, de hecho, han cambiado tanto, que es poco lo que tenemos que preocuparnos en estos días por lo que vamos a comer: ya sabemos que otros se encargarán de llevarlo a nuestras mesas o supermercados. “Nunca antes la responsabilidad de alimentar al mundo había estado en manos de tan pocas personas, y nunca antes tantas personas habían sido tan poco conscientes de este hecho”, dice la científica y novelista danesa Louise Fresco, quien señala además que, en Estados Unidos, tan sólo el 1% de la población se dedica a la agricultura. Todo este distanciamiento de nuestros alimentos explica en parte por qué cuando se habla de agricultura urbana se hace como si se tratara de un fenómeno nuevo.
La aparente novedad también proviene del hecho de que, en medio de los daños ecológicos ocasionados por la industria, con la producción de alimentos en casa estamos dando un paso más, por pequeño que parezca, hacia la preservación del planeta. Una huerta urbana elimina la necesidad del transporte, con las emisiones de gases que implica, y permite reciclar los desechos del hogar. Pero sus ventajas no son sólo ecológicas: cultivar en la casa nos permite, por ejemplo, sacar un mayor provecho de los espacios, crear lazos con la comunidad, contar con bienes para comerciar, estar en contacto con la naturaleza, aumentar la seguridad alimentaria de lla familia y gozar de una cierta independencia del mercado.
Para Brígida Valderrama, del equipo de agricultura urbana del Jardín Botánico José Celestino Mutis, en Bogotá, la razón fundamental para tener una huerta en la ciudad es espiritual. “Muchos provenimos del campo, y cuando uno llega a la ciudad queda un vacío inmenso. El contacto con la tierra es sanador, es una alegría”, asegura. Nacida en Sopó, Cundinamarca, ella señala que cuando uno viene del campo quiere sembrar en donde sea que se encuentre. “Es algo que hace que como seres humanos seamos más completos, porque producir los alimentos nos pertenece como seres humanos, es propio de nuestra naturaleza, y eso no tiene estrato, no tiene edad, no tiene ninguna condición. Tener contacto con la naturaleza pertenece al ser más profundo”.
La posibilidad de una huerta
Formado en los talleres de agricultura urbana del Jardín Botánico, Laureano Monroy tiene en su terraza una huerta de 36 metros cuadrados, donde siembra condimentos, verduras y, desde hace poco, plantas medicinales. En lo alto de su casa en el barrio Julio Flórez hay perejil, acelga, remolacha, cebolla, laurel, tomate, arracacha, tallos, coles, pepinos, curubas y unos pocos ajíes, que destruyó la granizada de finales de marzo de 2015. Tanto Laureano Monroy como Brígida Valderrama señalan que la agricultura urbana suele ser, también, orgánica. Su objetivo principal, según Valderrama, “es el bienestar, el alimento de la familia, entonces a nadie se le ocurre echar venenos en lo que produce”.
Monroy, quien se escapó de su casa en Boyacá hace cincuenta años, trabajó en Bogotá un tiempo como carpintero, y desde que se pensionó se dedica a su huerta y a la labor comunitaria, donde demuestra la misma pulsión social de sus años como profesor. En su periódico comunitario, Monroy publicó una historia en la que resume el proceso ecológico de las huertas urbanas. El título mismo, “El plátano que se convirtió en lechuga”, da a entender en una frase cómo funciona el asunto. La metamorfosis se explica así en el artículo: las cáscaras del plátano se cortan en pequeños pedazos para deshidratar dentro de canecas durante dos semanas, luego se licúan y se echan a las lombrices en una caja de madera de reciclaje, que se cubre con pasto, se rocía con agua y se tapa con plástico negro; las lombrices convierten las cáscaras y otros residuos orgánicos en “humus color café, que es el mejor abono para cultivar lechugas orgánicas, limpias y sin químicos”; este humus se agrega, junto con cáscaras de huevo molidas, a la tierra en bolsas de leche donde se trasplantan las matas nacidas de la siembra de semillas de lechuga en una caja de huevos, y lo que sigue es el riego hasta que, tres meses después, las lechugas están listas para el consumo.
El plátano que se convierte en lechuga es un ejemplo de lo que puede hacerse en una huerta casera, de cómo se puede dar un uso a los desechos orgánicos para producir más comida. Las posibilidades no se acaban ahí, por supuesto: el mismo Monroy fabrica, con plantas de su jardín y algunas compradas, una pomada de romero, eucalipto, higuerilla, marihuana, coca, pino y tabaco para los dolores. Según sus cálculos, vende unas 120 pomadas mensuales y en tres o cuatro años ha vendido más de cinco mil. Algunas personas venden los frutos de sus huertas o los intercambian con los vecinos, y aunque este no es el caso de Laureano Monroy, quien destina sus demás productos exclusivamente a su familia, su huerta le permite tener un contacto distinto con la comunidad, pues con frecuencia se reúne con otras personas interesadas en el cultivo casero para enseñarles a cuidar sus propias plantas y dar un uso a sus desperdicios.
Para los estándares de una ciudad, Monroy cuenta con un espacio privilegiado que ha sabido aprovechar con una sola huerta pero de diferentes maneras y con variedad de plantas. La suya es una buena muestra de las muchas posibilidades que ofrece la agricultura urbana.
Tenga su propia huerta
Sembrar en casa, por pequeño que sea el espacio, no es difícil. “Creo que lo único que hace falta es querer hacerlo —señala Brígida Valderrama—. Se requiere tiempo, porque uno está con unas plantas y tiene que estar pendiente de regarlas, de sembrar, de hacer los semilleros, trasplantar, esperar a que se desarrollen, cosechar, volver a sembrar. Pero la principal condición es querer hacerlo porque aun en espacios supremamente reducidos uno puede poner dos o tres contenedores y sembrar algo”.
“La agricultura orgánica es una empresa que no necesita ningún centavo para empezar”, dice Laureano Monroy. Las huertas urbanas suelen estar hechas con material reciclado, dependiendo del espacio para cultivar: llantas, botellas, plásticos. Además, se sirven de los residuos orgánicos para abonar la tierra: hacer el compost permite reducir los desperdicios y garantizar los nutrientes que las plantas necesitan.
Una de las formas naturales de evitar las plagas es la variedad en la siembra, pues algunas plantas tienen mecanismos que ahuyentan a los insectos (esto es recomendable, además, porque al sembrar siempre la misma planta en un contenedor se corre el riesgo de que termine por absorber todos los nutrientes de la tierra). Brígida Valderrama dice que en la ciudad el manejo de enfermedades no es tan difícil como en el campo, pues en los “contenedores con un sustrato, una mezcla de tierra, abonos, compost, cascarilla o lombricompuesto, si se presentan problemas se puede cambiar el sustrato y así se pueden arreglar”. Monroy, por su parte, fabrica su propio pesticida natural a base de ruda, ají y ajo, y lo rocía en las plantas.
Las soluciones a los eventuales problemas son tan fáciles como el cultivo mismo. Sólo hay que garantizar a las plantas las condiciones apropiadas de luz, agua y nutrientes y, a cambio, se pueden obtener alimentos de excelente calidad.
* Periodista colombiano.
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