La curiosidad mató al gato, es verdad, pero también llevó al ser humano a la Luna y le permitió descubrir la circulación de la sangre. En la raíz de la palabra está el latín curiositas, que significa “deseo de saber”.
l filósofo Thomas Hobbes la definió con gracia: “La curiosidad es la lujuria de la mente”. Para Alberto Manguel, autor de Una historia natural de la curiosidad, “la curiosidad es el arte de hacer preguntas”. A esta habilidad que entrenamos desde niños le debemos los avances en la ciencia y las mejores producciones artísticas. Pero también la posibilidad de descubrir o, al menos, explorar nuevos caminos en nuestra propia mente. Un curioso encuentra en su mente una fuente inagotable de recursos, e indaga acerca de sus emociones y pensamientos con “cuidado y esmero”, sentidos que el vocablo curioso tuvo en sus primeras acepciones.
Por eso, el trillado pero no anticuado “conócete a ti mismo” es quizás uno de los llamados al aprendizaje que mejor encierran la idea de la curiosidad. Curiosidad por lo que hay dentro de uno mismo.
Si la pereza es la madre de todos los vicios, la curiosidad es la reina de todo conocimiento. No vemos una película, no leemos un libro, no buscamos un tema en Google si no somos curiosos, si no se nos despierta la curiosidad. En toda construcción intelectual, en todo cultivo interior, en todo legítimo interés de formación o en toda exploración allende nuestras fronteras subyace la curiosidad.
La curiosidad, y no solo la necesidad de ganarse el pan con el sudor de su pluma, llevó al cronista polaco Ryszard Kapuscinski a recorrer África de cabo a rabo durante años. El interés genuino por otras personas, escucharlas con atención, preguntar y volver a preguntar, contemplar con asombro un ocaso u observar atentamente una manifestación callejera son características de la curiosidad y del tipo de periodismo que ejerció con maestría Kapuscinski, cuya mente curiosa lo impulsó a indagar sobre la vida de otro curioso y andariego célebre: Heródoto. Kapu, como lo llamaban sus cercanos, describe al antiguo historiador griego como “un hombre bien dispuesto hacia la gente y lleno de curiosidad por el mundo […] que daba la impresión de ser alguien que siempre tenía muchas preguntas y estaba dispuesto a recorrer miles de kilómetros para hallar una respuesta a, al menos, alguna de ellas”.
La curiosidad ayer y hoy
En los últimos años, la neurociencia y la psicología le han prestado especial atención a la curiosidad. La han estudiado como un fenómeno psicológico que implica juego, exploración, sed de información, neofilia (búsqueda de novedad), placer y despliegue de creatividad, cualidades que empiezan a germinar en la niñez. Se habla de la edad de las preguntas (o la etapa del “¿por qué…?” en los niños) como si se tratara de un incordio, pero es en esa etapa precisamente cuando comenzamos a interesarnos en comprender causas y efectos de situaciones cotidianas o de fenómenos naturales.
Que de tanto en tanto un científico contradiga con sus hallazgos los descubrimientos de un predecesor suyo demuestra que la ciencia es conocimiento en proceso, provocado no por la verdad revelada, sino por la curiosidad. Gracias a la curiosidad los científicos se complementan y mejoran el conocimiento humano. La curiosidad está más cerca de la pregunta que del saber establecido. Por eso hay una relación estrecha entre la humildad y la curiosidad. El sabiondo no es humilde, porque cree saberlo todo. El curioso, en cambio, acepta que no sabe. Algo así debía de estar pensando el escritor estadounidense Walt Whitman cuando sugirió: “Sé curioso, no prejuicioso”.
Estudios recientes indican que no es solo la inteligencia, sino también la curiosidad la que determina la excelencia académica. “La mente hambrienta”, dice la psicóloga Sophie von Stumm, de la Universidad de Londres, es lo que conduce a logros en educación. Se ha demostrado, mediante escáneres cerebrales, que hay una relación estrecha entre la curiosidad y la activación neuronal. En pruebas con adolescentes se encontró que cuando una mente es más curiosa, la actividad cerebral aumenta en regiones que transmiten señales de dopamina. Este neurotransmisor está ligado al circuito de recompensa del cerebro, de modo que la curiosidad puede aprovechar, para fines creativos, las mismas vías neuronales que hacen que las personas anhelen experimentar placeres como comer.
Antonio Damasio, un afamado neurólogo de origen portugués, ha encontrado en sus investigaciones que cuando el sistema límbico se activa desde el entusiasmo, la curiosidad, las ganas de descubrir, la parte anterior del cerebro humano (la corteza prefrontal) se activa, y los qués y los porqués comienzan a ayudar a encontrar los cómos que necesitamos desarrollar en cualquier proceso. Aparecen conexiones y recursos cognitivos que antes no veíamos. Y surge una intuición nueva.
Lastimosamente, muchos modelos educativos son obsoletos y no responden a la importancia de impulsar la curiosidad. Limitarse a transmitir datos en vez de estimular el pensamiento crítico la duda, las preguntas, es el camino más expedito para matar la curiosidad. Un llamativo experimento mostró que un niño en la etapa del “¿por qué…?” hace no menos de 25 preguntas por hora en la casa, mientras que en el colegio no hace más de dos.
La curiosidad está más cerca de la pregunta que del saber establecido. Por eso hay una relación estrecha entre la humildad y la curiosidad. El sabiondo no es humilde, porque cree saberlo todo. El curioso, en cambio, acepta que no sabe”.
Curiosidad y creatividad
La curiosidad nos lleva a sembrar un fríjol en algodón para ver cómo crece, a esculcar un cajón para descubrir algún objeto misterioso, a preguntar de dónde venimos, ¿qué pasaría si…?, ¿cómo sería la época en que…? La curiosidad es la que nos regala preguntas como ¿qué sucede dentro de los agujeros negros del espacio?, ¿qué nos depara el avance acelerado de la inteligencia artificial?, entre muchas otras. Nuestras preguntas son fruto de la curiosidad, y esta, de acuerdo con los estudiosos del tema y con nuestra experiencia empírica, es la llave de la creatividad.
La escritora Elizabeth Gilbert define la vida creativa como una forma de existencia en la que nuestras decisiones están más basadas en la curiosidad que en el miedo. Esa es, para ella, la mejor forma de conectarnos con la creatividad. Instar a un niño a pensar por sí mismo y a preguntar lo ayuda a cultivar su curiosidad. Recordamos al profesor que estimuló nuestra curiosidad, no al que nos hizo memorizar fechas y nombres de ríos y afluentes. El riesgo, la experimentación, el querer hacer cosas diferentes, la voluntad de cambiar de rumbo en la vida están asociados con la capacidad de estimular la curiosidad.
La revista Health Psychology publicó en 2005 los resultados de una investigación con más de 1.000 pacientes cuyos niveles más altos de curiosidad se asociaron con una disminución en la probabilidad de desarrollar hipertensión y diabetes. “Si bien la correlación no implica causalidad, estas relaciones sugieren que la curiosidad puede tener una variedad de conexiones positivas con la salud que merecen ser mejor estudiadas”, concluía el informe.
Un grupo de investigadores de la Universidad de California adelantó un estudio según el cual las mentes más curiosas muestran una mayor actividad en el hipocampo, la región del cerebro que se encarga de almacenar la memoria. El asombro filosófico de Aristóteles, el hambre de Heródoto por escudriñar otras culturas, la sed de Rodolfo Llinás por saber más y más sobre el funcionamiento del cerebro nos inspiran a mantener en buena forma nuestra curiosidad y, de paso, a ejercitar la memoria.
Un personaje de la novela De sobremesa, de José Asunción Silva, asegura evitar a toda costa llevar una vida “sin emociones y sin curiosidades”. Su espíritu curioso quedó bien sintetizado en esta reflexión: “Es que como me fascina y me atrae la poesía, así me atrae y me fascina todo, irresistiblemente: todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor”.
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