Ser joven no es ningún mérito, sino una circunstancia pasajera. Y nadie debería tener que pedir perdón por envejecer.
n una reciente columna publicada en el diario El Tiempo, Margarita Rosa de Francisco señala que en las redes sociales la atacan por haberse vuelto vieja. Escribe Margarita Rosa: “En esta sociedad colombiana de machos y reinas, la mujer catalogada como bella durante su juventud debe sentir vergüenza de su vejez. Sí, la palabra debe es precisa. La mujer bella se queda con la deuda de ser y permanecer joven. Si ella representa ese cliché tan empalagoso que es ‘la belleza de la mujer colombiana’, también necesita prepararse para expiarlo. Perdonar el tiempo en la cara y en el cuerpo de una mujer ni siquiera es un reto para este pueblo desesperanzado, y menos si ese cuerpo y esa cara fueron carne de consumo para sus fantasías de telenovela”.
En un medio como la revista Bienestar Colsanitas es pertinente detenerse en las angustiosas palabras de la ex reina de belleza, una mujer que ha sabido ir mucho más allá de sus atributos físicos y que ha mostrado su grandeza como ser humano en diferentes circunstancias.
Yo he sido una persona que ha podido envejecer en relativa paz. No soy un ícono, nunca me he considerado bello (ni fui considerado bello) y no he tenido ni el 0,1 por ciento de la exposición mediática a la que se ha sometido Margarita Rosa de Francisco en su condición de reina de belleza, actriz y presentadora de televisión. Y, sin embargo, de tarde en tarde me encuentro en las redes sociales con personajes que me descalifican por el simple hecho de haber superado ya la barrera de los 60 años de edad.
Siempre me ha llamado la atención esas ínfulas de superioridad que se dan algunos jóvenes por el simple hecho de ser jóvenes. Yo también fui joven. Lo fui a finales de los años 70 y comienzos de los 80 y en algún momento tomé como propias las banderas de Andrés Caicedo en su novela ¡Que viva la música! y del grupo The Who en la canción “My generation”: “No vale la pena vivir después de los 25”; “Espero morir antes de volverme viejo”. Pero jamás me sentí mejor o peor que nadie por estar en aquel momento en lo que llaman “la flor de la vida”. Y desde que superé ese umbral (llegar a los 30 me dio duro, lo reconozco), jamás he sentido la necesidad de quitarme los años, ocultar las canas de mi barba o las arrugas.
Ser maduro, viejo, cucho o como quieran llamarme quienes se burlan de mi edad, es una circunstancia por la que tarde o temprano pasamos la mayoría de los seres humanos. Y gracias a los avances de la medicina y de la salud pública, cada vez somos más los que llegamos a los 60 y los 70 años con la capacidad (y también la necesidad) de seguir siendo activos y productivos.
Yo no me siento mejor ni superior a los de la generación X, a los milenials ni a los centenials, de quienes tengo siempre algo qué aprender. Pero tampoco le encuentro demasiado sentido a que aquellos se sientan maravillosos por el solo hecho de ser jóvenes. Ser joven no es un mérito sino una circunstancia pasajera. Muy pasajera.
Retomo de nuevo las palabras de Margarita Rosa de Francisco: “El cuerpo de todos es un proyecto trágico; su plan final es enfermarse y corromperse contra nuestra voluntad. Pero en el cuerpo sangrante de la mujer, esa tragedia es más intensa y comienza más temprano porque, encima, socialmente se castiga en ella uno de los efectos más brutales de la naturaleza (envejecer), esa que tanto sacralizan los ‘defensores de la vida’. A la mujer se la desnaturaliza al mismo tiempo que se le exige vivir de acuerdo con lo natural”.
Espero que esos jóvenes y no tan jóvenes que atacan a Margarita Rosa de Francisco en las redes sociales tengan algo que mostrar. Algo por lo que de verdad valga la pena sacar pecho. Algo, por mínimo que sea, por lo que valga la pena sentir orgullo (Continuará).
*Periodista y escritor. Miembro del consejo editorial de Bienestar Colsanitas.
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