Tuve un rol clave en la película “Encanto”.
Después de su estreno llegó la fama y, con ella, las dudas.
Acá la historia de cómo abracé mi vulnerabilidad.
Un día por Instagram recibí un mensaje de una periodista que quería hacerme una entrevista. No era el primero de ese estilo, por lo que yo ya sabía que había que prestarle atención a los mensajes directos. Pero este tenía algo muy especial: las siglas BBC. Justo por esa época había terminado de ver alguna temporada de The Crown y tenía perfectamente grabada en mi memoria la relevancia de la cadena radial en la identidad e historia inglesas. Una gran institución me estaba contactando e inmediatamente asumí la postura de estar a la altura, de demostrar que tenía el conocimiento y la importancia necesarios para justificar que ellos se fijaran en mí.
Así que intercambiamos números y empezamos a hablar por WhatsApp. La periodista se llamaba Gaia, trabajaba para el programa “Outlook” que buscaba contar historias de diversos países. Gaia me contó que se había encontrado en algún medio con mi historia y, movida por la curiosidad, había organizado un viaje a Colombia (que también se juntaría con sus vacaciones) para reportar esta historia. Tras hablar con ella, en mi cabeza se sembró la siguiente idea: la BBC viene a Colombia solo por mí. Anoté la fecha en el calendario y estuve durante semanas organizando mi vida alrededor de esa fecha precisa (incluso coincidió con varios viajes que me tocó armar y desarmar con esmero).
Los días antes de la entrevista la sensación de ser importante se entremezclaba con ese ligero ahogo que siento cada vez que tengo miedo, y que para esas épocas venía con demasiada frecuencia. Se trata de un terror casi paralizante que me dice que soy una impostora y para responder a ese miedo asumo que tengo que desplegar y demostrar mi conocimiento de manera avasalladora.
En ese vaivén emocional me había pasado buena parte del 2022, atendiendo a periodistas y medios que me querían preguntar sobre mi trabajo como consultora cultural para la película “Encanto”. La experiencia de explicar mi trabajo, hasta ese punto, había sido variopinta: muchas veces me hallaba representando la misma escena de estar hablando durante horas repasando la importancia de los mensajes, los arquetipos y de la dinámica de trabajo con los directores para luego leer unas escuetas líneas, sintiendo que no se hacía justicia a la relevancia e influencia directa que tuve sobre la película. O la otra vertiente de estos encuentros también pecaba de simplista pero al revés: yo intentaba desplegar ese conocimiento frente a los periodistas y al leer el resultado final asistía anonadada a titulares pomposos que afirmaban que yo había inspirado toda la película, que yo era Mirabel encarnada y ahí incluso me daba más terror leer el resultado por miedo a sentir que me estaban dando un protagonismo inmerecido, uno que sepultaba la complejidad del proceso creativo y colaborativo que, de hecho, implica hacer una película.
Ante ambas perspectivas había aprendido forzosamente a intentar controlar la narrativa. Si me sentía invisibilizada, enfatizaba mi importancia. Si me sentía el centro detrás de todo, intentaba nerviosamente matizar y bajar las expectativas de las personas. Esta disputa por intentar definir mi papel, y a la vez ser definida (por otros periodistas o notas de prensa virales), se había vuelto parte de mi vida diaria. Innumerables personas habían llegado hasta mi librería en Barichara, el pueblo donde vivo, buscando una foto con Mirabel, o con la que inspiró “Encanto”, o con la guionista (tal vez la adjudicación más impactante y errónea de todas). Incluso algunos llegaban buscando “donde se había filmado” la película (que es animada, válgase la aclaración).
Ante esta marea de personas alentadas por la prensa y las redes, yo asistía confundida a intentar nuevamente controlar la narrativa, aunque a veces simplemente me dejaba ir y era cómplice de sus fantasías. Sí, lo confieso, me han tomado demasiadas fotos en las que yo simplemente me paro sin romper una sonrisa fingida frente a niños y familias enteras, pero también he intentado explicarles a niños la diferencia entre ficción y realidad de manera bastante torpe y quizás contraproducente. A veces he sido abiertamente cortante, pero también me he conmovido con las palabras de amor por la película, con las historias de colombianos que volvieron al país gracias a ella y he abrazado a desconocidos que lloraron en mis brazos.
“Sí, lo confieso, me han tomado demasiadas fotos en donde yo simplemente me paro sin romper una sonrisa fingida frente a niños y familias enteras, pero también también he intentado explicarle a niños la diferencia entre ficción y realidad”.
En todas estas interacciones se desdibujaba mi propia existencia: era tomada por Mirabel por ríos de visitantes y me incomodaba que mi trabajo creativo se volviera apenas una asociación simple. Por otro lado, era vista y reconocida por extraños y también por mis amigos o conocidos, que ahora me veían con otros ojos. Detestaba que toda mi existencia se redujera a una película de Disney (claro, anhelaba ser reconocida, pero por ser escritora)… y a la vez me sentía invencible con los likes y los seguidores, con una fama momentánea que también me hacía sentir importante y valiosa por haber trabajado para Disney. Camaleónica, aprovechaba ser la gran consultora cuando me invitaban a simposios o conversatorios, podía sonreír como Mirabel cuando gente famosa a la que yo admiraba de pronto me determinaba y, a la vez, vivía bastante confundida, repasando mi trabajo, intentando conceptualizar si yo era realmente así de importante o si algún día todos se darían cuenta de que era un fingimiento porque yo, aunque tenía claro qué había hecho para la película (algo que era difícil de explicar en 140 caracteres), me preguntaba constantemente por qué los directores me habían elegido a mí y si acaso no los había engañado a ellos también.
En el momento en que la BBC venía a hacerme la entrevista ya era 2023. Yo había decidido dejar de dar entrevistas, en parte para ver si las aguas se calmaban. Me daba miedo caer en un loop de repetición en donde me pasaría toda la vida atrapada en un personaje (tanto el de Mirabel como el de esta nueva Alejandra famosa que intentaba gestarse en medio de la inseguridad). Incluso hasta me daba pena compartir en redes entrevistas que hablaban siempre de lo mismo. Pero a la BBC no podía decirle que no. Así que, cargando este fardo de contradicciones llegó finalmente el día en que la BBC llegó a Barichara. Amanecí nerviosa, me maquillé apurada intentando cubrir mi acné y bajé al pueblo a encontrarme con Gaia.
En mi fantasía sobre la BBC (la epítome de lo británico) me imaginaba que me encontraría con una mujer mayor vestida de gabardina y sombrero y quizás fumando una pipa, aún cuando en Barichara la temperatura al mediodía es de casi 30 grados. Cuando entré a la librería, sabiendo que Gaia ya estaba ahí, casi paso de largo de la joven que estaba sentada en el sofá. Me tocó volver sobre mis pasos para saludarla. Gaia era joven, tenía dos años menos que yo, era rubia y estaba vestida como todas las turistas extranjeras que pisan Barichara: una camiseta de algodón, unos shorts y sandalias. Traía una cámara colgada, que parecía análoga, y un sencillo micrófono de solapa que me puso en el cuello de mi enterizo. Supe luego que había vivido muchos años en Inglaterra, pero que era realmente italiana. Así fuera apenas una chica como yo y ni siquiera fuera inglesa, seguía siendo de la BBC, así que yo adopté ese papel que ya había aprendido: accioné a la sabihonda para intentar demostrar y explayar mi conocimiento y así ocultar cualquier duda sobre mi trabajo. Sin embargo, Gaia prontamente se mostró algo desinteresada en toda la información sobre Barichara y Colombia que yo estaba lista para echarle encima. En cambio, me preguntaba por mi vida, si tenía novio, cómo había llegado al pueblo… Aunque accedió a pasear conmigo ( yo tenía planeado llevarla a cada esquina que le mostré a los directores de la película cuando vinieron a Barichara), ella caminaba algo agotada por el calor, las subidas y bajadas y las piedras. Así que después de caminar decidimos sentarnos y tomar un café.
La entrevista se alargaba, llevábamos unas cuantas horas, yo internamente me cuestionaba si estaba logrando convencerla con todo mi conocimiento. Finalmente ella me preguntó qué había pasado en mi vida una vez había salido la película. Le respondí que me había sentido como una impostora. Fue la primera vez que lo dije, que lo dije así, que se lo dije a una periodista y fue como si me empezara a desarmar. Gaia entonces sonrió y me confesó que ella también se sentía así: cargando el gran peso de la BBC, la marca nacional inglesa, sobre sus espaldas sin tener un acento británico perfecto, encargada de cubrir la sección internacional que buscaba mostrar la diversidad siendo ella una joven blanca europea. Ella haciendo de gran reportera, cuando era su primer viaje para cubrir una historia, y de los nervios dudaba si las fotos le saldrían bien o si había espichado el botón de grabar. Y entonces nos reímos.
“¿No crees que esta sensación tiene mucho que ver con que somos mujeres?”, me preguntó. Fue la primera vez que lo consideré. Supongo que no puedo generalizar, ni saber cómo otras mujeres o los hombres se sienten cuando logran esos aparentes grandes triunfos que la sociedad de las redes sociales espera que exhibamos, pero cuando Gaia me hizo esa pregunta sentí como se establecía un vínculo entre las dos. De repente podíamos, por fin, soltar el peso, liberarnos de esa carga impuesta de tener que justificar nuestra existencia constantemente tras una fachada de perfección, conocimiento o merecimiento, de tener que estar automáticamente a la altura de Disney o de la BBC sin que se reconozca el espacio para expresar nuestra vulnerabilidad.
En ese momento se abrió la posibilidad de vernos mutuamente como dos mujeres jóvenes, talentosas, carismáticas, pero que estábamos aprendiendo al fin al cabo y que eso estaba bien también. Creo que esa tarde con Gaia me abrió un espacio que me estaba haciendo falta: un lugar en donde podía reconocer que no llegamos al mundo para demostrar quiénes somos, que todos más bien estamos apenas aprendiendo y que quizás deberíamos compartir más sobre ese proceso de aprendizaje que sobre nuestros grandes éxitos.
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