Mi maestro el pulpo es uno de esos documentales a los que uno vuelve sin tener muy claro el motivo. Genera un tipo particular de bienestar que vale la pena intentar descifrar.
En los últimos meses he vuelto al documental Mi maestro el pulpo al menos en un par de ocasiones sin tener muy claro el motivo que me conduce de nuevo allí; simplemente enciendo el televisor y pongo el documental, como si mis pasos me llevaran inconscientemente hasta el mismo pedazo de pasto en el parque en el que me gusta tomar el sol. Lo desconcertante es que en las últimas semanas me he cruzado con al menos otras cuatro personas que han confesado haber pasado por lo mismo.
La historia es sencilla. En el 2010, el cineasta Craig Foster se instaló en la zona costera de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, para resolver una crisis profesional que le dejó además una crisis emocional. La zona, conocida como Bahía Falsa, es una ensenada natural entre los océanos Índico y Atlántico, en donde el agua puede agitarse de tal manera que produce olas que en la pantalla lucen espantosas. Foster nada en esas aguas sin otro equipamiento que un esnórquel y una pantaloneta, aparentemente, por el bienestar que le produce el esfuerzo físico de capear esa marea de corrientes heladas.
Todos los días recorrió el mismo trayecto y exploró ese pedazo de mar que tenía a la mano. Hasta que un día cualquiera se cruzó con un pulpo mientras buceaba en un bosque de kelp espeluznante y precioso, en donde la alta densidad de algas largas y ondulantes apenas le permitía nadar. A primera vista, el pulpo parece ser enorme: la cabeza y los brazos se extienden a lo ancho de la pantalla como si ese paisaje marino fuera suyo por completo (de hecho, la sensación respecto al tamaño volverá con frecuencia a lo largo de la película). La realidad es que el animal es apenas más grande que la mano de Foster, que se deja agarrar con ternura las pocas veces en que establecen contacto.
Foster decide buscar al pulpo cada día, sin falta, en sus expediciones submarinas. Y esa constancia es la que configura la relación entre ambos. Después de algunas semanas el pulpo deja de ver a Foster como una amenaza y concede que se le acerque y lo observe y lo grabe y lo acompañe hasta el final de sus días. Foster lo graba en cada inmersión e investiga sobre él cuando vuelve a tierra firme. Su obsesión llega hasta nosotros decantada, permitiéndonos establecer un vínculo afectivo con ese animal que desde temprano nos dicen que no vive más de un año, si es que ninguno de sus depredadores naturales lo matan primero.
El documental avanza mientras Foster descubre cosas a simple vista increíbles de los pulpos, de su pulpo. Por ejemplo, sus estrategias de caza, sus mecanismos de huida, sus habilidades de ocultamiento, su posibilidad de regeneración, su poder de resiliencia, su curiosidad, su creatividad, su fuerza, su velocidad, su agilidad, etc.
Podría ser que uno de los motivos que nos lleva de vuelta a ese mundo marino sea el pulpo en sí mismo. Casi todo lo que hace es impresionante para cualquier desentendido, desde sus muchas formas de desplazarse por el agua (por ejemplo, aquella en la que se mueve por la arena del fondo valiéndose únicamente de dos de sus brazos, como si caminara con distinción monárquica) hasta su manera leve de morirse. Foster nos muestra al pulpo con tal cercanía que es imposible no sentir asombro con cada uno de sus movimientos. Ante esa imagen es sencillo suspender la incredulidad y simplemente ver al animal ocupar la pantalla durante una hora y veinte.
También podría ser que la relación de Foster con el pulpo resuene en nosotros, sobre todo, lo que parece encontrar allí. Foster vuelve a la costa de Sudáfrica intentando superar una crisis personal que ha afectado su manera de relacionarse consigo mismo, con su esposa e hijo, y con el entorno que lo rodea; tan grave es que en algún momento asegura haber pasado dos años en un infierno. Como documentalista, Foster ha perdido el interés por las cosas del mundo y, por tanto, en sus palabras, el propósito de su vida, ahora hecho pedazos.
Cuando se cruza con su maestra pulpo (porque nos deja claro que es hembra), la curiosidad lo pellizca una vez más. Foster encuentra en la pequeña tarea de documentar la vida de su maestra un propósito nuevo, lo que realmente implica decir que encuentra otra manera de aproximarse al mundo o de relacionarse con él. Su maestra, en tanto maestra, le enseña algo. Ese algo es el que le permite regresar del lugar oscuro en el que vivía los días y ver que los hilos que conectaban las cosas de su mundo aún cumplen su trabajo: ve a su hijo, a su esposa, la costa con sus olas bravas, el bosque de algas, los tiburones pijama, los miles de insectos acuáticos, los surcos en la arena del fondo marino. Al final de la película piensa en “lo vulnerables que son todas las vidas del planeta”, refiriéndose a todas las pequeñas vidas que aparecen en la pantalla, pero también a la suya propia, a sí mismo. En últimas, fue su vulnerabilidad la que inició todo ese despliegue afectivo por la naturaleza.En un ensayo publicado en la revista New Yorker, el escritor norteamericano Jonathan Franzen se pregunta cómo escribir sobre naturaleza sin convertir el texto en un sermón descriptivo sobre las maravillas del mundo natural, pero, al mismo tiempo, sin ceder en su propósito persuasivo frente a los no creyentes que no ven ningún interés en el mundo no humano. Al final, incluso para los amantes fervientes de las plantas y los animales, muchos de estos textos pueden resultar soberanamente aburridos a pesar de (y debido a) que están llenos de descripciones hermosas. Pasa un poco con los documentales tipo Animal Planet: las imágenes son impresionantes pero se agotan después de un par de minutos.
Franzen sugiere que hay tres caminos para sostener la intensidad en lo escrito: el del escritor polemista, el del escritor científico y el del escritor narrativo. El último caso es el más interesante porque es el de aquel que cuenta “una historia en la que la atención se centra en la naturaleza pero lo dramático es enfáticamente humano”. Según Franzen, lo dramático viene siendo una cierta búsqueda personal enmarcada en lo natural: preguntas sin respuestas o metas no alcanzadas que están imbuidas por emociones universalmente compartidas, como la esperanza, la ira, el anhelo, la frustración, la vergüenza o la decepción. Algo de lo que carecen los animales y las plantas.
Es imposible decir cuál es la búsqueda de la maestra pulpo, más allá de vivir un día más. En cambio, conocemos la de Foster. La suya es la historia de una obsesión dictada por un vacío. Para Franzen eso la hace una buena historia de la naturaleza, por lo menos una con la intensidad suficiente para ser vista o leída o escuchada. Pero, ¿lo suficiente como para volver a ella dos, tres, cuatro veces?
Podría ser que otro motivo para volver allí sea justamente esa búsqueda del pulpo de vivir un día más. En un artículo titulado “What is life? This basic question defies science”, el físico brasileño Marcelo Gleiser dice que la vida es una de esas cosas que sabemos qué es cuando la vemos, a pesar de que no logremos expresarlo en palabras; sabemos que una roca no está viva mientras que un gusano de tierra sí, porque lo vemos moverse, dirigirse a algún lado, como si estuviera en una misión. “Y está en una misión, como la mayoría de criaturas vivas. Su misión número uno, el propósito central de su vida, es permanecer vivo, como lo es el tuyo y el de todas las criaturas vivientes”, agrega Gleiser.
La vida del pulpo del documental es asombrosa, como la de todas las otras criaturas vivientes de ese pedazo de océano. Todas, incluido Foster, comparten la misma misión. Y nosotros con ellas. Y allí hay un misterio. Algo palpita en la vida. No leemos o vemos películas solamente para encontrarle sentido a nuestra experiencia, sino para explorar ese misterio. Dice la escritora colombiana Andrea Mejía: “El mundo, que creemos distinto, ‘afuera’ o ‘en frente’, es en realidad lo más profundo; un espacio tan adentro que nunca entenderemos del todo, ni sabremos, pero que podemos ver y sentir”.
El mundo del pulpo y de Foster está a nuestro alcance porque también nos pertenece. Ese paisaje marino, con sus gusanos y sus rocas, lo llevamos dentro: su profundidad es igual a la nuestra. Los hilos siguen conectándonos con las cosas que vemos. En el texto de Andrea Mejía hay un deseo: “Que podamos comprender la cercanía extraña entre ver y sentir; que podamos ver y sentir el mundo, vacilante, centelleante y múltiple, y a la vez, extrañamente, uno”.
Y de pronto por ese rumbo esté el motivo, la explicación.
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