Crecí sin tías ni primos, pero con el tiempo descubrí que podía convertirme en la tía que siempre quise tener. En esta columna gráfica, la autora comparte cómo construyó un rol afectivo lleno de complicidad, escucha y presencia con sus sobrinos, porque el amor familiar también se cultiva en los vínculos que elegimos fortalecer.

Por diferentes razones familiares yo crecí sin abuelos, ni tíos, ni primos. Mi familia eran mis papás y mis cuatro hermanos, nadie más.

Cuando empecé a crecer y darme cuenta de que los demás sí los tenían, el personaje que más extrañaba tener era una tía. Me parecía hermoso imaginar a mis papás como niños jugando con sus hermanos.

Mis amigos decían que sus tíos eran la “versión moderna de los papás”: dispuestos a ser sus cómplices y listos a conversar de temas que generaban risas incómodas.

No tengo hijos pero tengo el inmenso privilegio de ser TÍA de 4 maravillosos seres y cada día diseño una relación única con ellos.

Trato de estar presente cuando ellos consideran que puedo aportarles algo a sus vidas.

Con Daniela hablamos de su trabajo y sus viajes. Con Rodri podemos chatear de cualquier tema y “destornillamos” de la risa. A Pablo le doy consejos sobre las relaciones. Y con Andrés hacemos pijamadas los fines de semana.

El tiempo que ellos me brindan lo compartimos sin pantallas, en atención plena, sembrando juntos las costumbres y valores que perdurarán en nuestra familia.

Trabajo todos los días en ser la tía que siempre quise tener.


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