A pesar de ser uno de los santuarios naturales mejor conservados del planeta, también ha sufrido los embates del turismo irresponsable, la deforestación y la pandemia.
n el muelle de Puerto Ayora, la capital de Santa Cruz, la isla más poblada de Galápagos, descansan desparramados sobre las bancas los leones marinos. Primero su comodidad que la del pasajero, parecen querernos decir estos parientes lejanos de las focas. Ocurre algo similar en otro embarcadero, donde los simpáticos mamíferos de largos bigotes entran y salen del agua para echarse cual borrachos alrededor de un pequeño mercado pesquero. También las iguanas, que se doran al sol en plena Avenida Darwin, paralela al mar, se mueven tranquilas, porque no asocian al ser humano con un depredador. Es el privilegio de vivir en el archipiélago volcánico mejor conservado del mundo, donde la ley prohíbe a visitantes y locales acercarse más de dos metros a la mayoría de su fauna.
Se estima que esta joya ecológica, llamada Galápagos en honor al caparazón de sus habitantes más célebres, las tortugas, empezó a formarse por movimientos tectónicos hace unos cinco millones de años. Su descubrimiento por humanos es relativamente tardío. Aunque se especula que antepasados de los incas navegaban ya a través de la costa ecuatorial de Sudamérica y paraban en Galápagos, lo que sabemos por las Crónicas de Indias es que en 1535 una tripulación al mando de un obispo español avistó por primera vez, de manera accidental, este archipiélago remoto, por entonces deshabitado. En carta al Rey, el religioso describe un paisaje en el que no se puede sembrar nada y cuenta que vio lobos marinos, rocas muy grandes y tortugas gigantes. La Corona española no le dio mucha importancia al acontecimiento, pero pronto la noticia despertó el entusiasmo de aventureros independientes que bautizarían a cada una de las mayores y medianas Islas Galápagos con nombres en castellano, algunos de los cuales aún se conservan.
Las míticas Islas Encantadas, como las llamaban los navegantes precursores que veían con asombro cómo, a medida que sus barcos se acercaban, estas aparecían y desaparecían como por arte de encantamiento, cuando en realidad era por efecto de la niebla que las cubría, abarcan 138.000 kilómetros cuadrados de reserva marina y 8.000 kilómetros terrestres, y son hogar de poco menos de tres mil especies de fauna y flora.
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Pocos podrían decir que han recorrido palmo a palmo tan vasto territorio. Charles Darwin, su visitante más ilustre, estuvo apenas en cuatro de las trece islas mayores que forman este archipiélago. En su defensa hay que decir, sin embargo, que en solo cinco semanas era prácticamente imposible, a bordo de un velero del siglo XIX, cubrir de punta a punta y de manera eficiente una superficie de mar surcada por tantas formaciones de tierra, alrededor de las cuales convergen varias corrientes marinas del Océano Pacífico. No obstante la brevedad de la visita, en Galápagos Darwin inspiró nada menos que su revolucionaria teoría de la evolución por selección natural.
Otros, en cambio, como el artista belga Philippe Degel, que vive en la isla de Santa Cruz hace cincuenta años, han tenido la fortuna de conocer como la palma de su mano este archipiélago diseminado alrededor de la línea ecuatorial. Durante casi cuarenta de sus 67 años de edad, Philippe recorrió, primero como traductor y navegante aventurero, y más tarde como guía naturalista, esta constelación de 20 islas, más de cien islotes, 47 cayos, innumerables arrecifes de coral, o promontorios que avanzan hacia el mar sembrados de cactus, la planta silvestre más común del archipiélago.
Retirado ya de aquella vida marina, cuando pasaba gran parte del año recorriendo su entrañable Galápagos, hoy Degel pasa sus días pintando y escribiendo poemas y canciones en una cabaña en las montañas templadas de Santa Cruz. Sus vecinas son las longevas tortugas gigantes, que los turistas subimos a fotografiar en el cerro Chato, una reserva donde estos reptiles de gran tamaño, de caminar lento, viven a sus anchas entre pastos que comparten con el ganado, piscinas fangosas y, en menor medida, bosques de Scalesia, uno de los siete géneros de plantas propias de Galápagos, cada vez más escasa por el daño causado por la agricultura y otras especies introducidas.
Las islas galápagos debe su nombre al caparazón de sus habitantes más célebres, las tortugas.
Phillipe Degel comenzó a formarse como guía naturalista en los primeros años setenta, cuando despuntaba en Galápagos lo que él llama “el ecoturismo educativo”. Leyendo lo que caía en sus manos sobre biología, botánica, clima, geología o historia de las islas, al tiempo que asistía a charlas de científicos de la Fundación Charles Darwin (FCD), Degel se hizo a un bagaje que le permitió guiar a grupos de viajeros no solo por las superficies despobladas del archipiélago, refugios de fauna autóctona, y sus rincones más recónditos con senderos a medio abrir, sino también por los asentamientos humanos donde reside “el Galápagos profundo”, como él define al espíritu insular de un pueblo que ha sido amalgama de viejas aventuras bucaneras, colonizaciones de europeos del norte, misiones científicas de gran calado, migraciones del Ecuador continental y visitas controladas de turistas.
“Este archipiélago es un microcosmos del cual podemos derivar inmensas lecciones si logramos entender el Galápagos profundo”, sugiere Degel, en cuyos versos y pinturas recurre a la metáfora de la constelación para cantarles a las Islas Galápagos, como le cantaría a una miríada de estrellas en el firmamento. “La gran amenaza para Galápagos”, dice, “es un turismo y una forma de convivencia que no estén vinculados con la esencia del territorio, es decir, un turismo masivo de bajo costo que viene solo a vacacionar y a farrear”.
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Cuando Rodolfo Sosa mira atrás, ve a una Santa Cruz incomunicada con el resto de las islas y ni qué decir con el Ecuador, ese país lejano del que llegaban noticias y víveres en barcos de carga cada nueve meses. El Puerto Ayora de hace sesenta años, cuando Rodolfo tenía seis e iba descalzo a la escuela, era un pueblo donde no pasaba nada, un poco triste, sin luz eléctrica, poca población y escasas provisiones alimenticias. Así lo recuerda al pie de un mirador junto a Las Grietas, un portento de la naturaleza en forma de cañón, con altas rocas volcánicas, bañado en aguas turquesa.
Mirando hacia la costa de aquella aldea convertida hoy en un puerto dinámico de 18.000 habitantes, Sosa se lamenta de haber despilfarrado en los casinos de Guayaquil, a mil kilómetros de su casa, la pequeña fortuna que amasó como empresario turístico en la década del ochenta, cuando la crisis económica del Ecuador continental contrastaba con el auge del turismo en las Galápagos. “Me faltó cerebro para aprovechar las ganancias de mi barco, que llevaba turistas a todas las islas, en vez tirarme la plata jugando”, dice, encogido de hombros. “Si hubiera sido más precavido, esta crisis no me habría dado tan duro”. Se refiere al embate que ha significado el coronavirus para el archipiélago, cuya economía depende en un 80 % del turismo.
Con el cierre del aeropuerto, ubicado en la isla de Baltra, el 16 de marzo del 2020 quedó clausurada toda actividad turística en Galápagos. Nadie entró ni salió. Ante tamaña parálisis, buena parte de las 30.000 personas que residen en las únicas cuatro islas habitadas (Santa Cruz, San Cristóbal, Isabela y Floreana) recurrió a alternativas de subsistencia como el trueque. Un pescador de Santa Cruz entregaba parte de su captura a cambio de productos cultivados en los pueblos de montaña. O una ama de casa de Isabela ofrecía ropa de mujer por implementos de aseo. “Cambio vaso de licuadora por una funda de azúcar de 2 kilos y un extractor de jugo por un pollo”, decía uno de los cientos de mensajes que circularon a través de Facebook.
El león marino de Galápagos es una especie de mamífero carnívoro que solo se encuentra en el archipiélago y en las islas de Gorgona y Malpelo (Colombia).
También se vieron afectadas las actividades científicas de organizaciones públicas y privadas. Decenas de investigadores y practicantes extranjeros fueron repatriados y un centenar de programas quedó en pausa debido al estricto confinamiento.
Aunque las operaciones turísticas reabrieron en julio de 2020, un año después no se ha llegado al flujo de los años previos a la pandemia, cuando Galápagos recibía entre 20.000 y 25.000 turistas cada mes. Tras el boom de visitantes del último lustro, los datos de la cancillería ecuatoriana no son muy alentadores para los residentes del archipiélago: de los seis y hasta ocho vuelos diarios que llegaban, se ha pasado a dos.
Ahora bien, mientras la falta de turismo es un golpe bajo al bolsillo de las familias locales, para la vida silvestre de Galápagos implica, si no una garantía a largo plazo, al menos sí un respiro temporal, toda vez que la industria turística ejerce una presión no menor sobre un sistema insular frágil que, además de dolores de cabeza como la sobrepesca y la deforestación, o de su ya alarmante pérdida de especies nativas y el ingreso de especies invasoras, enfrentará en los próximos años los estragos de la crisis climática, uno de los cuales será, al parecer, el cambio abrupto de las temperaturas del mar.
En 1989, 42.000 personas visitaron el Parque Nacional Galápagos (PNG). Tres décadas después, el número de ingresos oscilaba entre los 220.000 de 2015 y los 271.000 de 2019. Aunque parezcan cifras conservadoras comparadas con las visitas a otros destinos turísticos altamente apetecidos, deberían concitar la atención de las autoridades del Ecuador de cara a la reapertura y regreso a la “nueva normalidad”. Solo un dato para ilustrar la presión del turismo sobre este ecosistema de equilibrios biológicos tan precarios. En los meses de encierro por el Covid-19, hubo en Puerto Ayora un 37 % menos de basuras que en el mismo periodo del año anterior. Una reducción que Henry Bayas, director de Gestión Ambiental de Santa Cruz, atribuye a la ausencia de turismo.
Pero si el sostenimiento de las comunidades humanas de Galápagos colapsa sin turismo, como lo ha puesto de relieve la pandemia, ¿cuál es la alternativa? No hay otra que el balance entre la protección del patrimonio natural y la gestión de un turismo responsable, según la premisa que ha abrazado la FCD desde su creación en Puerto Ayora en 1959.
De acuerdo con María José Barragán, directora científica de la FCD, “solamente a través del desarrollo de actividades turísticas conscientes se puede garantizar la sostenibilidad a largo plazo del archipiélago, privilegiando calidad sobre cantidad”.
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La deforestación, la sobrepesca, la pérdida de especies nativas y el cambio climático son factores que han afectado el ecosistema de las islas.
Gracias a un marco legal especial, el estado ecuatoriano protege al archipiélago a través del PNG. El parque ha logrado, hasta ahora, que no se le vayan los frenos a la industria del turismo, y que coexistan distintas ofertas de alojamiento y guianza. Están las más exclusivas, que incluyen tours de dos semanas en crucero por todas las islas. Y las hay algo más austeras, pero no por ello económicas. En este caso, una semana es suficiente para visitar algunos de los lugares más representativos del archipiélago: Española, hábitat de varias especies de aves marinas; Fernandina e Isabela, con las comunidades de pingüinos más grandes de Galápagos; Bartolomé, el islote más fotogénico, según consenso general; Seymour, repleta de iguanas terrestres y punto de anidación para las fragatas y los bellos piqueros de patas azules.
El Monte Pitt, en San Cristóbal, fue la primera tierra de Galápagos que avistó Charles Darwin, y Playa Baquerizo la bahía donde atracó la expedición del Beagle, el barco en el que viajó el científico inglés durante cinco años. En su Viaje de un naturalista alrededor del mundo, el entonces joven Darwin dice haber visto a su llegada a Galápagos picos volcánicos que emergían del Océano Pacífico, especies que no conocía y unos cuantos habitantes humanos. En una entrada de su diario, escribe: “El clima no es en extremo cálido, teniendo en cuenta que están las islas bajo el mismo Ecuador, y esa circunstancia se debe sin duda a la muy baja temperatura de las aguas que las rodean, que están muy mezcladas con la gran corriente polar del sur. Llueve raras veces, fuera de una estación cortísima, y aun en ésta con poca regularidad”.
Ese laboratorio vivo de la evolución que fueron las Islas Galápagos para Darwin, es una joya a la que hay que seguir cuidando, porque a medida que el mundo se globalice más y el cambio climático se agudice, su futuro como ecosistema conservado y ambientalmente sostenible será cada vez más incierto. No obstante ser hoy ejemplo mundial de restauración y conservación ecológica, sin nuevos recursos económicos para el desarrollo científico y social, y sin el coto necesario a la expansión turística, las Islas Galápagos podrían dejar de ser uno de los santuarios naturales mejor conservados del planeta.
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