La Tierra ha moldeado un hábitat perfecto al que llamamos hogar, pero es, al mismo tiempo, una bestia indomable que de vez en cuando nos recuerda el espacio que habitamos en ella. Inundaciones, erupciones, temblores y sequías recientes han supuesto un desafío para el equilibrio de las personas y ciudades que las han experimentado.
Eran las 8:11 de la noche del pasado 29 de octubre cuando todos los habitantes de la Comunidad Valenciana recibimos al teléfono una alerta que anunciaba fuertes lluvias y, como medida preventiva, se debía evitar cualquier tipo de desplazamiento en la provincia. Sin embargo, para muchos, esta alerta llegó demasiado tarde.
Una horas antes, la DANA (depresión aislada en niveles altos) había desplegado toda su furia contra los municipios ubicados en la parte alta de la ribera de los ríos Magro y Jucar, y fue en la noche, mientras los valencianos volvían a casa, cuando las ramblas del Poyo y Picasent se desbordaron sobre calles y autopistas que se convirtieron en raudales de caos y destrucción.
La amenaza se cernía también sobre la ciudad de Valencia mientras el nivel del río Turia crecía a máximos sin precedentes debido a que todo el “tsunami” interior buscaba una salida al mar Mediterráneo. El terror era latente en una urbe que en 1957 ya había estaba bajo el agua en la Gran Riada de Valencia, lo que llevó a desviar el cauce del río en uno de los proyectos de infraestructura más ambiciosos de España y que, finalmente, salvó a la ciudad (con excepción del barrio La Torre) de quedar en medio de un mar de lodo y agua. Mientras las labores de limpieza y desinfección continúan después de la DANA, esta es ya la peor catástrofe natural en la historia de España, dejando 220 personas fallecidas*.
Lo que sabemos es que esta era una catástrofe anunciada. Desde el 23 de octubre, la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) anunciaba una DANA cuya gravedad era difícil de prever. A la incapacidad del Gobierno para crear planes de contingencia se suma la poca educación en torno al desastre. Los ciudadanos no sabían qué significaba la alerta roja y, por eso, muchos murieron intentando sacar su carro de los garajes. Esto es preocupante en un país donde 2.5 millones de personas viven en 25.000 km2 inundables.
Mientras eso sucedía en España, en Bogotá veíamos cómo la Autopista Norte se convertía en pantano anegado, mientras los humedales recuperaban su espacio, arrebatado por las construcciones, debido a las lluvias que, de acuerdo con el Instituto Distrital de Gestión de Riesgos y Cambio Climático (IDIGER), alcanzaron un nivel que no se registraba hace 27 años. Siguiendo en territorio colombiano, 200.000 personas en el departamento del Chocó amanecieron con el agua al cuello el 10 de noviembre, después de los desbordamiento de los ríos Baudó, Atrato y San Juan. Al tiempo, localidades como la comunidad indígena El Salto, en el municipio de Bojayá, desaparecieron por las embravecidas aguas.
Y es que las cifras de personas afectadas por el cambio climático son colosales. En el marco de la Cumbre Mundial del Clima (COP 29) que se desarrolló en Azerbaiyán el mes pasado, la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), junto a otras 13 organizaciones, publicó un informe que determinó que en los últimos 10 años los fenómenos climáticos extremos han causado 220 millones de desplazados, es decir, unos 60.000 al día.
Estos desastres evidencian que son pocas las sociedades educadas para el riesgo, mientras los Gobiernos se muestran incapaces de financiar planes de acción contra el cambio climático, que empiezan con la divulgación de estos fenómenos.
La psicología de las catástrofes
En igual proporción, la naturaleza ha sido fuente de inspiración y miedo desde la Antigüedad. Los griegos, por ejemplo, se situaban como una realidad dentro de su propio hábitat, frente al que debían someterse y tener una actitud reverencial. Castigos sobrenaturales y el devenir de deidades amenazantes, como el dios Poseidón, que enfurecido hacía temblar la tierra con su tridente, fueron las relaciones más primarias de los humanos con el medio que habitaban.
Por su parte, los romanos elevaron el concepto de la naturaleza a la máxima expresión de perfección y belleza. Y fue en el siglo XVIII que la visión de lo natural explotó como fuente de inspiración, durante el Romanticismo. Aunque la ciencia nos da cada vez más respuestas, las catástrofes naturales de la magnitud de la DANA nos hacen cuestionarnos cómo nos comportamos y el lugar que habitamos dentro de un todo.
“Es importante recalcar que no es posible entrenarse psicológicamente para los riesgos de las catástrofes. Eso genera ansiedad anticipatoria, lo que significa estar con miedo a situaciones de riesgo”.
“Es importante recalcar que no es posible entrenarse psicológicamente para los riesgos de las catástrofes. Eso genera ansiedad anticipatoria, lo que significa estar con miedo a situaciones de riesgo”.
Psicológicamente, existen diversos comportamientos y sentimientos que se evidencian en el momento en que nuestra vida y la de nuestros seres queridos están en peligro. En las primeras horas activamos el mecanismo de supervivencia que no nos permite sentir agotamiento; se nos olvidan las necesidades básicas, como comer o dormir, y queremos solucionar todo rápidamente.
“Las etapas psicológicas que se atraviesan en un momento catastrófico dependen mucho de cada persona, de las vivencias previas, los recursos emocionales y el contexto de apoyo. También, dependiendo del tiempo que va pasando, primero está presente el mecanismo de supervivencia (innato) que puede o no acompañarse de miedo”, afirma Rosana Glück, psiquiatra de Colsanitas.
Según Glück, el sentimiento de culpa también depende mucho de las vivencias previas, pero no se debe normalizar. “Es necesario tratar psicológicamente a personas afectadas por situaciones de este tipo para evitar cronificar el estrés postraumático que se pueda generar, y que puede traer otras patologías mentales como depresión, ansiedad, etc.”.
Precisamente, una de las ramas de la psicología es la intervención en emergencias y desastres, que intenta ejecutar técnicas de desmovilización psicológica, terapia grupal para víctimas, intervención comunitaria orientada a recuperar el tejido social y la integración de los equipos de primera respuesta para prever escenarios similares.
“Es importante recalcar que no es posible entrenarse psicológicamente para los riesgos que tienen este tipo de sucesos. Eso genera ansiedad anticipatoria, lo que significa estar con miedo a situaciones de riesgo. Si hay un mecanismo de equilibrio emocional, estas situaciones son emocionalmente más manejables porque se activan los mecanismos de adaptabilidad que todos tenemos”, afirma Glück.
Otro cuestionamiento que surge ante las catástrofes es cómo abordar este tema con los niños.
De acuerdo con Save The Children, en primer lugar, se deben detectar signos de angustia e intentar proveer un lugar seguro; después, escuchar y dar tiempo para que los niños expresen cómo se sienten con una comunicación abierta y adaptada a su edad; y, por último, crear una presencia empática, usando elementos como juguetes o mantas, que les permita sentirse seguros.
En medio de los desastres, también hay espacio para resignificar la existencia humana y el poder de ayudar a otros. Eso fue lo que el mundo vio los días después de la DANA, cuando miles de voluntarios armados de escobas y palas intentaron ayudar a quienes lo perdieron todo, mientras el debate mezquino de la clase dirigente para encontrar responsables continúa hasta hoy. ¿Cómo resignificamos nuestra relación con la naturaleza que es inspiración y bienestar y, al mismo tiempo, angustia y temor? Siempre es un buen momento para encontrar respuestas que nos hagan cada vez más conscientes.
Dejar un comentario