Algunos pacientes que pasan semanas en una institución hospitalaria pueden tener alucinaciones y otros estados alterados de la conciencia. Así lo vivió un periodista con su papá durante la pandemia.
Qué carretera tan linda, ¿no?
Me di vuelta. Mis ojos no vieron más que la pared blanca de la habitación, la mesa alta que mi papá usaba para comer y el mismo cartel de pared donde se explicaban los protocolos de limpieza. Mi papá tenía neumonía por Covid-19. Se había contagiado con mi madre, que también estaba hospitalizada ahí, en un piso diferente. Pero la cosa con él se había estado deteriorando más y más.
—Sí, muy linda, papá.
Aún no sé muy bien qué otra cosa habría podido responderle.
Hoy mis padres están bien después de dos meses de recuperación. Mi papá pasó veintidós días dentro de la clínica. No llegó a Unidad de Cuidados Intensivos, no porque no la necesitara, sino porque la rechazamos teniendo en cuenta que a sus más de ochenta años, era absurdo someterlo a una traqueotomía, coma inducido y ventilación mecánica sin poderle garantizar que, de salvarse, podría llevar una vida digna e independiente. Por este motivo, la médica de cuidados paliativos me concedió —excepcionalmente— una visita diaria en la cual podía reemplazar a los enfermeros particulares que habíamos contratado para que lo cuidaran veinticuatro horas, dado que por el Covid no era capaz moverse en su cama. Para entrar, yo tenía que usar máscara KN95, careta y la bata impermeable que me facilitaran en el puesto de enfermería —aceptando, claro, el riesgo de yo mismo contagiarme.
Todo indicaba que esos podrían ser los últimos momentos que tendríamos juntos. Pero por algún milagro, al día catorce del inicio de sus síntomas y con ambos pulmones comprometidos hasta el límite, la infección dejó de avanzar, la morfina lo ayudó a resistir el ahogo, un tubo a tórax sirvió para devolverle el espacio que le impedía moverse a uno de sus pulmones y comenzó una lenta mejoría que terminó, afortunadamente, bien.
*Ilustraciones por Jorge Carvajal. Instragram:@castaway.
Recuerdo que mi padre vio esa carretera a las tres de la tarde del día doce de síntomas, mientras estábamos solos en el cuarto. Días antes, ya había tenido su sueño trastornado, confusión constante y conductas compulsivas como lavarse los dientes varias veces en una misma noche. Y de eso él ya no recuerda nada. Solo algunas imágenes borrosas de mis visitas y una escena clara: viéndose acostado y dormido en la cama del hospital y, bajo su nariz, la cánula de alto flujo por la que llegó a necesitar 75 litros de oxígeno por minuto en concentración de 100 %, la máxima que daba el aparato según recuerdo. Pero nada más.
Cuando le pregunté a la doctora Catalina Figueroa, la internista de la Clínica Reina Sofía que se encargó de su caso, por qué estaba alucinando, me dijo: “Tiene delirio, delirium tremens o delirio intrahospitalario. Tiene distintos nombres pero es lo mismo. Es muy frecuente en hospitalizaciones largas y mucho más en pacientes mayores como tu papá”. La palabra frecuente me desconcertó: hasta entonces nunca había oído una historia parecida. Solo cuando se lo conté a algunos de mis primos en sus llamadas habituales me enteré de que ya habíamos tenido un par de casos antes en familiares. Pero el verdadero descubrimiento vino de la mano de los papers especializados y artículos de divulgación que encontré al sentarme a investigar.
¿Qué es el delirium intrahospitalario?
El delirio es una condición causada por la enfermedad física, que sigue siendo poco comprendida a pesar de su frecuencia en hospitalizaciones largas o ingreso a UCI, y de que se conoce desde los tiempos de Hipócrates, el padre de la medicina en Occidente. Por lo general es transitoria (es decir, reversible), fluctuante, con periodos más intensos y otros más suaves a lo largo del día, y de tipo hiperactivo, hipoactivo o mixto según la intensidad e inquietud mental y física del paciente. Se trata con dosis bajas de antipsicóticos y otros medicamentos, que mejoran clínicamente el estado del paciente y su pronóstico.
Es un estado de confusión intensa en el que pueden aparecer alucinaciones y ataques de pánico psicóticos. Se trata de un indicador de mal pronóstico: anuncia que muy probablemente la cosa se va a enredar. Un artículo del New York Times en español hace un recuento de los recuerdos de delirios de distintos pacientes hospitalizados por Covid-19 y con una marca especial: no eran adultos mayores. De hecho, hay más noticias de las que uno esperaría cubriendo este síntoma del virus, pues ha aumentado considerablemente los porcentajes de personas que lo padecen en todas las edades. Pero, ¿por qué?
Ya en 2012, un artículo arrojaba luces al respecto. En “El delirium. Una revisión orientada a la práctica clínica”, Zuria Alonso Ganuza, Miguel Ángel González-Torres y Moisés Gaviria proponían en la Revista de la Asociación Español de Neuropsiquiatría que algunos de los factores desencadenantes más comunes son, en primer lugar, la hipoxia –baja concentración de oxígeno en la sangre–, pues podría inducir “alteraciones en distintos sistemas de neurotransmisores” y “disminución en la producción de acetilcolina”. En segundo lugar, otras alteraciones de los neurotransmisores como un déficit de la función colinérgica y exceso de la actividad dopaminérgica, aunque muchas otras y menos frecuentes también podrían producirlo; esto es de particular interés pues hay medicamentos que pueden producir este tipo de alteraciones (por lo general sin que suceda nada) por su acción anticolinérgica. Y en tercer lugar, una respuesta inflamatoria severa como la “tormenta de citosinas” que puede desencadenar el Covid.
Como en las encuestas, yo pude haber dicho sobre el caso de mi padre: todas las anteriores. Estuvo más de un mes con los niveles de saturación de oxígeno en sangre muy por debajo de lo normal, y desde antes de ingresar al hospital. Le pusieron un potente anticoagulante para evitar la formación de los microcoágulos que tienden a taponar y dañar los alvéolos de los pulmones –otro clásico del virus–, y le administraron por algunos días un fuerte corticosteroide, una de las principales herramientas de combate contra la inflamación bestial que puede producir el coronavirus y que, según los indicadores en sangre de mi padre, era un problema central en su complicación. Sin esos medicamentos, valga la anotación, probablemente no habría sobrevivido.
Por otra parte, la doctora Figueroa había señalado que también eran factores de riesgo en el manejo de la enfermedad por Covid tanto el aislamiento de los pacientes en un entorno confuso lleno de mascarillas, caretas y batas, como la separación traumática de los pacientes de sus seres queridos (mis padres no se vieron en más de un mes, mientras ambos cruzaban la cuerda floja). De modo que él tenía, por su enfermedad y tratamiento, todos los antecedentes conocidos para desarrollar delirio, pues aún están en estudio los efectos del virus en el cerebro. Pero nosotros no teníamos idea de que eso podía pasar. La sorpresa y el desasosiego fueron enormes.
Recuerdo que por esos días la doctora Figueroa me comentó que el caso de mi papá no era de los más complicados. “El riesgo mayor para el paciente es, cuando se trata de un caso hiperactivo y con episodios psicóticos intensos, que se haga daño a sí mismo o intente quitarse el oxígeno o cualquier otro equipo o tubo que tenga conectado”. Mi padre solo experimentó eso una noche en la que por poco no fuimos capaces de calmarlo por teléfono. Por lo demás, su mente lo llevó al río Arauca una noche —mientras estaba de día en su habitación— y disolvió las fronteras del tiempo: recibió visitas de su propia madre y otros familiares que hace tiempo fallecieron. Pero lo más curioso es que mientras estuvo delirando, no hubo una sola visita en que no me hablara de su intención de hacer un viaje a España con toda la familia para asistir al lanzamiento de un libro mío. Aunque la publicación es real —se lo conté durante la hospitalización buscando alegrarlo un poco en su encierro—, el lanzamiento, el dinero suficiente para llevar una familia inmensa y la idea de que la pandemia no existía y podríamos viajar tranquilos a lo largo y ancho del mundo, eran producto de su mente alterada.
La parte más extraña de toda esta historia es que, investigando para escribir esta crónica personal, me enteré que yo había ayudado a la reversibilidad de este síntoma con mis llamadas, pero sobre todo con mis visitas, esas que me fueron permitidas excepcionalmente. Sigo sin saber por qué se me concedió esa posibilidad (ese deber). Pero resultó ser útil desde el punto de vista terapéutico. El programa HELP, desarrollado en los Estados Unidos y centrado en el cuidado clínico del delirio en adultos mayores hospitalizados, orienta y explica sus propuestas para conseguir un desarrollo más favorable para los pacientes y lograr una prevención que, insisten, puede ser de hasta el 40 % de los casos. Y según estudios y metaestudios sobre su efectividad, se trata de una propuesta que no sólo ha conseguido un pronóstico bastante mejor para los enfermos, sino reducciones de gastos muy significativas para los hospitales. Mientras leía sus principales lineamientos y consejos, encontré que una de las cosas que puede hacer una diferencia enorme es permitir el ingreso de objetos familiares para el paciente y la visita frecuente de alguno o varios de sus seres queridos: dos anclas sorprendentemente útiles para la mente en su deriva. “Sí, desde hace tiempo la presencia de familiares es parte del manejo no farmacológico del delirium”, apunta la doctora Figueroa. “Pero con el Covid no es posible la gran mayoría de las veces; y es un reto, para todos en el hospital, el paciente y la familia. Pero el teléfono y las videollamadas han sido una ayuda enorme…”. Y no me cabe duda: más de una vez vi a mi padre relucir de felicidad y consciencia cuando nos veía a mi madre o a mí del otro lado de la pantalla.
Ahora este es todo un tema entre nosotros, una experiencia confusa y difícil que abrió un nuevo espacio de intimidad en nuestras charlas. Cada vez que lo veo sentado en su sillón junto a mi madre, cuando regreso de visita a su casa, esa que por fin dejó de ser una trinchera más de la guerra en curso, me pregunta: “Papi, ¿y yo qué era lo que decía mientras deliraba?”.
Yo les vuelvo a contar esta historia.
*Historiador dedicado al peridosimo y la escritura. Colaborador frecuente de Bienestar Colsanitas y de Bacánika.
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