El director de nuestra editorial ensayó un método para dejar de fumar, y aquí cuenta la experiencia. Todos los fumadores coinciden en que si pudieran escoger otra vez, elegirían no fumar los primeros cigarrillos, esos que los convirtieron en adictos. Y muchos intentan durante media vida desprenderse de la nicotina, o reducir drásticamente su consumo.
arece un flan. Medio sólida y temblorosa. Amarilla con una cubierta café, creo, agujereada y un poco fea. Viscosa. Se siente en el ambiente, la huelo en el aire. Se podría cortar con un cuchillo o una cuchara. Hoy, 8 de febrero de 2013, en este pequeño salón del hotel B.O.G. de Bogotá, la ansiedad parece un flan.
Somos cuatro tipos por encima de los cuarenta años que queremos dejar de fumar, y estamos aquí para probar el método Allen Carr’s Easy Way to Stop Smoking. Un profesor universitario, un arquitecto, un publicista y yo esperamos que comience a hablar Felipe Sanint, el instructor. Estamos callados, nos revolvemos en la silla, jugamos con un papelito, con el cordón de un zapato. Sonreímos nerviosos cuando se cruzan nuestras miradas, como adolescentes en las primeras fiestas. Estamos muertos de miedo. Tengo –tenemos– miedo de fumar, miedo de no fumar, miedo de engordar, miedo de renunciar, miedo de fracasar.
Tenemos también muchas dudas. Las tengo yo, y más tarde me dirán mis compañeros que ellos también las tuvieron. Este método no usa hipnosis, parches, chicles, láser, acupuntura. No usa nada. Según la página web, se trata de unas charlas, un taller. Pero no sabemos qué va a pasar aquí, en este saloncito de un hotel. Por lo pronto, el instructor nos pide que llenemos unos volantes con nombre, ocupación, edad y algunos detalles de nuestra dependencia al tabaco: hace cuánto fumamos, marca preferida, en qué momentos del día fumamos, cuántos cigarrillos…
Diez minutos después Sanint está leyendo: hace quince, treinta, veinticinco años… Lucky Strike, Marlboro, Belmont… Como compañía, en los momentos de estrés, después del almuerzo, para los nervios… Seis cigarrillos al día, doce, dos cajetillas… Nos dice que estaremos aquí hasta las dos de la tarde –son las nueve y media de la mañana– y que podremos fumar y tomar café entre sesión y sesión, cada 45 minutos. Nos dice que la atención de un fumador no supera este tiempo. No sé todavía si efectivamente lo oí o si lo imaginé, pero cuando el instructor dijo esto circuló por el salón un aire de alivio, se sintió un suspiro leve. Y comenzó la primera charla del día.
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Allen Carr era un economista inglés que fumaba cien cigarrillos cada día. Cinco cajetillas. Si uno está despierto dieciséis horas e invierte mínimo dos en el baño, comidas y demás momentos en los que no se puede físicamente fumar, quiere decir que el tipo se fumaba siete cigarrillos por hora. Más de uno cada diez minutos.
Carr luchó siempre contra su adicción al tabaco hasta que en 1983, con 49 años, pudo dejarlo gracias a una sesión de hipnosis. Estudió a fondo los intríngulis físicos, químicos y biológicos de la nicotina, así como el comportamiento de fumadores y exfumadores, y compartió sus hallazgos con personas interesadas en dejar de fumar. Su primer “paciente” fue un locutor de la BBC que le pagó 30 libras para que lo ayudara a dejar el tabaco. Luego vinieron vecinos, amigos, amigos de amigos. Con el tiempo Carr formalizó un método, unas charlas, y escribió un libro, que publicó en 1987. Las ediciones legales y piratas que ha vendido Es fácil dejar de fumar, si sabes cómo son francamente incontables. Hoy hay centros de Easyway en 30 países, y se estima que el método ha ayudado a dejar de fumar a más de diez millones de personas. Está comprobado que su efectividad es de noventa por ciento; es decir que de cada diez personas que lo siguen, nueve dejan de fumar. Antes de empezar las sesiones se firma una garantía: si 90 días después del curso y unos refuerzos usted sigue fumando, le devuelven la plata.
Carr murió en 2006 de cáncer de pulmón. Siempre dijo que el día en que apagó el último cigarrillo fue el más feliz de su vida. Y ahí, en esa frase tan simple, tan lógica, está la nuez del éxito de su método.
Durante los cuatro o cinco primeros días tuve momentos de ansiedad, que pude conjurar con un vaso de agua o una corta caminada. Tuve tres ataques –atómicos– de mal genio durante las primeras semanas, y punto”.
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En la primera charla Sanint nos dice que la idea no es entender por qué debemos dejar de fumar, sino por qué seguimos fumando. Una diferencia a primera vista insignificante, pero que entraña todo un nuevo modelo para vivir sin fumar. Aquí no nos van a mostrar fotos de pulmones achicharrados ni de lenguas ulceradas: las vemos todos los días en las cajetillas que vaciamos, y aun así seguimos fumando. Aquí nos van a ayudar a entender por qué, a pesar de que nos asfixiamos cuando debemos subir cuatro tramos de escaleras, seguimos fumando. La dependencia química se reduce o casi se nos apaga cuando estamos dormidos o tomamos un vuelo Bogotá-Madrid, y aun así seguimos fumando. Tosemos en los conciertos, en los museos y en privado, en nuestras casas todas las mañanas, y aun así seguimos fumando. Para un no fumador esto puede parecer una tontería, pero para un fumador no lo es. Para un fumador estas cosas son serias y son inexplicables. ¿Por qué seguimos fumando si sabemos que nos estamos matando?
Lo dice el instructor esta mañana de febrero y lo dice Allen Carr en su libro: “Es el lavado de cerebro. La idea errónea de que el cigarrillo constituye algún tipo de ayuda o recompensa, y que la vida nunca podría ser igual sin él”. A lo largo de las charlas se insistirá en esto. También en la idea de que para un fumador no existe un solo cigarrillo: detrás de ese vienen cientos, miles, con las bronquitis, los dolores de garganta, la ropa oliendo a mierda y lo demás. Repetirá también que al dejar de fumar no estamos renunciando a nada, todo lo contrario. Dejar de fumar es un motivo de alegría, no una tortura. Cuando un fumador entiende esto la cosa se hace fácil, y el método funciona perfecto.
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Mi primer cigarrillo lo fumé hace veintinueve años. Fue al lado de la cancha de basquetbol del colegio San Ignacio, en Medellín. Yo tenía 15 años. A los 18 ya fumaba alrededor de una cajetilla al día. Intenté dejarlo dos veces, una en los noventa a punta de fuerza de voluntad: duré sin fumar dos años y aumenté quince kilos. La segunda hace poco, ayudado por un medicamento que se llama Champix; el empuje me duró poco más de un año y añadió diez kilos a mi ya grande panza. En el momento de tomar el curso de Allen Carr me estaba fumando entre una y dos cajetillas de Lucky Strike cada día.
Un par de semanas antes del curso estuve unos días en Cartagena, y sobre las murallas, un atardecer de viento intenso, casi lloré mirando el mar mientras me fumaba dos cigarrillos, uno detrás del otro. Era una especie de despedida. Tenía rabia por dejar de fumar, también tristeza, también ganas de dejarlo. Tenía miedo y preguntas. ¿Cómo carajos voy a poder leer o escribir sin fumar? ¿A qué sabe un tinto sin un cigarrillo? ¿Va a funcionar y efectivamente me voy a convertir en un no fumador? ¿Cómo voy a manejar la ansiedad y el mal genio? ¿Vale la pena vivir sin fumar? También tenía ganas de poder caminar más de cuatro calles sin tener que parar a tomar aire.
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En el último descanso del taller, Felipe Sanint nos invita a fumar el último cigarrillo de nuestras vidas. Ya no hablamos como en los anteriores descansos, cada uno escoge un rincón del patio que hay al lado del pequeño salón del hotel B.O.G. y fuma con la cabeza abajo, mirando al suelo o al cigarro o a la punta del zapato. Y entramos a la última sesión del taller.
Una hora después salgo del hotel y camino algunas calles. Después tomo un taxi. En casa intento leer un rato y no puedo, pongo una película en el DVD y no me concentro. Me duermo temprano. Al día siguiente me despierto en la madrugada, como siempre, y hago un café negro y dulce como me gusta el primero del día. No fumo. El café me sabe delicioso, no recordaba que fuera así de bueno. Leo sin problemas, con una sensación de felicidad que me va envolviendo.
Le estoy poniendo punto final a esta nota nueve meses después. Durante los cuatro o cinco primeros días tuve momentos de ansiedad, que pude conjurar con un vaso de agua o una corta caminada. Tuve tres ataques –atómicos– de mal genio durante las primeras semanas, y punto. Sí, subí ocho kilos y luego bajé tres. En agosto salí a correr por primera vez en años, y estuve feliz. Voy dos o tres veces por semana a un parque cerca de casa y camino o corro alrededor de cuarenta minutos. Consulté a una dietista que me armó un plan de alimentación que puedo cumplir. Compré una báscula, me peso una vez cada una o dos semanas.
Contrario a las otras veces que he intentado vivir sin fumar, el olor del cigarrillo ni me molesta ni me gusta, me es indiferente. Esa es toda una novedad. Lo más significativo que produce el método de Allen Carr es la tremenda confianza: si uno puede pasar de 30 o 40 cigarrillos diarios a cero sin aumentar significativamente de peso y sin desasosiegos insufribles, uno puede con todo. Nunca había sentido antes esta confianza al dejar de fumar, por lo que creo que la decisión es definitiva. Han pasado cinco años. Por ahora, puedo decir que el método de Allen Carr para dejar de fumar funciona.
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