La mesa colombiana y la cultura gastronómica en las grandes ciudades han cambiado de manera radical en los últimos cincuenta años. Una mirada panorámica.
asta mediados del siglo pasado Colombia era demográficamente un país más rural que urbano: su población era 60 % campesina y 40 % urbana. La violencia liberal-conservadora de los años cincuenta y el surgimiento de la guerrilla rural durante los años sesenta llevaron a muchas familias a las ciudades, y en menos de dos décadas se incrementó de manera notable el origen campesino de sus poblaciones. Esto contribuyó para que en la clase media surgiera una cultura urbana con profundas raíces rurales, en cuya memoria permanecía un saber que le era difícil de olvidar: almorzar en casa, santo y seña de su cocina de crianza.
En los años setenta, en todas las ciudades Colombia y en las cabeceras municipales existían dos señales con las cuales sus pobladores y ciudadanos espontáneamente asumían la disponibilidad de su tiempo para ir a almorzar a sus casas. La primera de ellas era de origen natural y absolutamente silenciosa, manifestándose cuando el sol cenital proyectaba a la gente caminando sobre su propia sombra; la otra era de origen cultural, completamente ruidosa, y se trataba del Ángelus que tocaban las campanas en los templos de aquellas ciudades y poblados por igual. Finalizado el alboroto de los campanarios, la actividad laboral frenaba en seco y durante 20 minutos las aceras se alebrestaban, el tráfico vehicular se multiplicaba, los buses y los taxis se atiborraban en las calles. Transcurridos unos minutos, plazas, aceras, calles y parques pasaban del gran bullicio a la calma chicha: todo el mundo estaba ya en el mismo lugar donde pocas horas antes también había desayunado.
Por aquella época, para la clase media la sopa meridiana era un auténtico ritual familiar. Durante la hora del almuerzo el diálogo era solemne, se pedían y otorgaban los permisos, se comentaban las noticias del periódico y los chismes del barrio, se hablaba de noviazgos y enfermedades. Era durante el almuerzo cuando el padre hablaba de política y la mamá se quejaba por la carestía del mercado; era durante el almuerzo cuando se comentaba el partido de fútbol del colegio y se contaba el último chiste de moda; era durante el almuerzo cuando se hacían los planes para el fin de semana. Todo lo anterior se desarrollaba alrededor de unas preparaciones que las madres habían aprendido de sus madres y de sus suegras, y cuya sazón quedaba grabada por el resto de la vida en la memoria gustativa de cada uno de los miembros de la prole. Almorzar en casa terminó por ser una costumbre de la clase media en todas las ciudades del país, donde sopa y seco equivalía a una minuta de cocina popular con los característicos productos regionales e inconfundibles sabores.
"Con la nueva cotidianidad urbana, los negocios de comida brotaron como espárragos en todas las ciudades importantes e intermedias del país".
El gran cambio
Con el traslado masivo a las ciudades y su desbordado crecimiento en pocos años, aquella clase media conformada por empleados bancarios, funcionarios judiciales, ejecutivos jóvenes, maestros, profesionales independientes, burocracia departamental y municipal terminó obligada a la cruda realidad de tener que almorzar por fuera de sus casas.
Con la nueva cotidianidad urbana, los negocios de comida brotaron como espárragos en todas las ciudades importantes e intermedias del país. El fenómeno se hizo exponencial, y ante la nostalgia por la sazón casera, los establecimientos hicieron su esfuerzo por reproducirla en un plato, al que atinadamente la sabiduría popular bautizó corrientazo. Hoy este formato de restaurante continúa vigente, tratándose de locales en cuyas puertas de entrada, sobre tableros de acrílico o tradicionales, y con caligrafía a mano alzada se lee Sopas y Secos: para hoy tenemos sopa de arveja, sopa de habas, caldo de papas y cilantro, sopa de pepitoria, sopa de arroz, sopa de arracacha, sopa de yuca, sopa de carantantas, crema de zapallo, crema de chócolo, sopa de guandú con carne salá, consomé de menudencias, cuchuco con espinazo, ajiaco santafereño, chuleta valluna con aborrajados, mamona llanera con yuca y plátano asado, frijoles antioqueños con carne molida, mute santandereano, posta de sierra y arroz con coco, sancocho de bocachico, sancocho de gallina... Y en un tablero tangencial en el interior del local está escrito Postres: bocadillo veleño con queso, cuajada con melao, cocas de guayaba en almíbar, dulce de moras, motas de guanábana, brevas con arequipe, alfandoques, jalea de pata … y el listado termina con un asterisco que acota: todos nuestros postres se acompañan con vaso de leche.
"Almorzar en casa terminó por ser una costumbre de la clase media del país, donde sopa y seco equivalía a una minuta de cocina popular con característicos productos regionales".
Comenzando la década de los ochenta, Bogotá, en su condición de capital, vive un proceso de transformación único, incluyendo aquel que corresponde al mundo del mantel y del yantar. Las élites bogotanas y su clase media eran fieles emuladoras de todo aquello que tuviese halo de extranjero, razón por la cual el negocio de los restaurantes tuvo un crecimiento sostenido, y la oferta que se consolida inicialmente corresponde a la cocina francesa con sus clásicos: vichyssoise, magret de pato, filet mignon, chateaubriand, soupe à l''oignon, bouillabaisse, quiche lorraine, crepe suzette. Fueron íconos restaurantes como Le Poivre, La Fragata, Le Poulard y El Rincón Alpino. Las técnicas y recetas de la tradición francesa fueron cediendo ante el empuje de tendencias globales como la nouvelle cuisine y pocos años después la cocina fusión, que llegaron al país poco después de su difusión mundial, en los años en que el mundo comenzaba a interconectarse en diferentes ámbitos.
Finalizando el siglo XX aparecieron a diestra y siniestra pizzerías, hamburgueserías, locales de sushi y tacos en una tendencia informal pero con investigación y acceso a ingredientes, lo cual trajo una demanda de tal magnitud que aquello que comenzó como una oferta de comidas rápidas a bajo precio terminó siendo comida de ejecutivos y funcionarios oficiales de alto rango. Eran los albores de un desarrollo comercial y una cultura gastronómica como jamás se había visto en el país. Paradójicamente, aquellos negocios de magnífica calidad culinaria y con la más auténtica cocina regional, corrientazos montados con esmero e investigación, fueron ignorados durante varios años por la crítica y el periodismo gastronómico; sin embargo, su reconocimiento terminó por hacerse evidente en años recientes, y se convirtieron algunos de ellos en bastiones de los sabores del terruño, actualmente lugares de moda para paladares gourmet. La añoranza de la clase media por su cocina de crianza fue un verdadero acierto; la cosecha de éxitos culinarios apenas comienza y hoy, en días de pandemia, la cocina colombiana con sazón casera tiene el prestigio que merece.
El dato
"Finalizando el siglo XX aparecieron a diestra y siniestra pizzerías, hamburgueserías, locales de sushi y tacos".
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