Algunas postales de estos tiempos de pandemia y confinamiento, tomadas por un caminante incansable.
e leído varias de las columnas que han escrito periodistas ilustres mayores de 70 años. Piden que no los traten como a unos discapacitados a los que se les dice abuelitos y se les habla con diminutivos. “Estese quietico”, “cómase su desayunito”, “ya le traigo su cobijita”...
Mi papá de 97 años se ha quejado porque hace dos meses y medio no lo visito. Quiere que mi hija, su esposo y mi nieta se vayan a vivir con él. Hace unos días murió una prima hermana de mi mamá, de 103 años. Estaba en un hogar de ancianos. No tenía ninguna enfermedad ni complicación. Un día dijo “no puedo más”, y esa misma noche murió.
¿Qué es peor para ellos? ¿El virus o el terror a la soledad?
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La NASA ha transmitido a través de las redes sociales, en tiempo real, la llegada de una nave a la Estación Espacial Internacional. Un astronauta que espera la llegada de sus compañeros en pantaloneta y medias flota, da volteretas y rebota por las cuatro paredes de un cubo de metal repleto de cosas regadas. Parece una obra de teatro de vanguardia que parodia lo que vivimos acá en la Tierra millones de confinados. Unas horas después muestran al grupo de los cinco astronautas que estarán allá arriba encerrados, y lo primero que me pregunto es: “¿A cuál le toca lavar hoy la loza?”.
A propósito de misiones espaciales, caigo en cuenta de que con casi todo el mundo nos comunicamos a través de videollamadas. Como en aquella escena de la película 2001: Odisea del espacio en la que el profesor Heywood Floyd, que ha hecho una escala técnica en una estación orbital en su viaje a la Luna, habla con su pequeña hija a través de una pantalla. Ese descreste que Stanley Kubrick llevó al cine en 1968 hoy es parte del paisaje de nuestra vida cotidiana. A veces, cuando me comunico con amigos o compañeros de trabajo, imagino que estoy encerrado en una nave espacial y los que aparecen en la pantalla de mi celular son del Centro Espacial de Houston.
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Casi todos los días he sacado a pasear a Pasiflora. Cada vez hay más gente en andenes y parques. Pero sus rostros con tapabocas me recuerdan un cuadro surrealista o una película de ciencia ficción distópica. Porque el tapabocas, además de antiestético y despedidor, representa el aislamiento, la incomunicación, incluso la censura.
Un vehículo frena para que yo pase. Levanto el dedo pulgar y sonrío para agradecerle al conductor. Él jamás sabrá que le he sonreído.
Además, caminar es ahora un ejercicio de esquivar. De pasar lo más lejos posible de personas y ciclistas que vienen en sentido contrario. De bajar del andén y caminar por la calle si es el caso.
La vida ha cambiado tanto en tan poco tiempo que no sé si estoy en medio de un sueño o si este es el despertar de un larguísimo sueño que duró todos los días, meses y años anteriores al 19 de marzo de 2020.
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Han pasado dos meses y medio de confinamiento. Es inminente el regreso a lo que conocemos como “la normalidad”. A lo bien (apertura inteligente) o a la maldita sea (inmunidad de rebaño). Más temprano que tarde volverán los trancones, el ruido y el atafago. Pero, ¿qué tan reales son esos cambios de los que tanto nos hablan?
Cambiarán algunos protocolos, algunas costumbres (casi todas relacionadas con la manera de consumir), la economía tendrá que realizar algunos ajustes pero... ¿La pandemia dejará lecciones? ¿Cambiará nuestra manera de ver el mundo, de relacionarnos entre nosotros y con el planeta? ¿Qué tanto cambiará la humanidad tal como la conocemos desde los tiempos de la invención de la agricultura?
En estos días me ha dado muchas vueltas la frase del príncipe Salina, protagonista de la novela y la película El gatopardo, cuando se refería al final del reino de Sicilia como consecuencia de la unificación de Italia. “Era necesario que todo cambiara para que todo siguiera igual”. Cambiaron las formas de gobierno y se reformaron algunas instituciones, pero sus privilegios se mantuvieron intactos.(Continuará)
*Periodista y escritor. Miembro del consejo editorial de Bienestar Colsanitas.
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