Después de pegarme una patoneada por el camino que conduce a la autoestima, estoy lista para ahorrarte tumbos y contarte cómo creo que es la vuelta.
- Auch! ¿Le dolió, dama?
- (era una peluquería caleña)
- Hasta el alma.
No sé qué era peor: el dolor insoportable que causaba la pedicurista encarnizada con el dedo gordo de mi pie izquierdo, o leer en simultánea, mientras me sometía a esa tortura, aquel libro que con cada página me recordaba que durante años mi amor propio estuvo más enterrado que la uña misma. Se llama Ámate y mucho. Hágame el favor. Uno de esos nombres delatores que, siempre he pensado, nunca deberían tener los libros de crecimiento personal. Pero ahí estaba yo, leyéndolo.
Hace muchos años, en medio de una tusa monumental, compré otro que se llamaba Sin pareja y feliz. Me daba pena sacarlo en un bus, consultorio médico o en el trabajo. Tanto así que le hice una carátula falsa para cubrir la original, que era una ilustración de una sonriente mujer con un martini en la mano sobre un fondo rosado. No me acuerdo si hice la portada falsa con El péndulo de Foucault o con Historia de la filosofía occidental, pero seguro era algo que según yo me haría ver como toda una intelectual… y no una perdedora a la que el novio presentaba como la prima.
Lo que nadie sabía era que detrás de esa pantomima de mujer culta y erudita, se encontraba una adolescente de casi 25 años que se alimentaba de consejos muy Cosmopolitan sobre “Cómo ligarte a un chico en solo 785 pasos” o “Doce tonos de esmalte para convertirte en la mujer que siempre has querido ser”. Probé el Audaz, el Buscona, el Fufurufa, el Casquivana y el Atrevida de Masglo, pero me seguía sintiendo la “No soy suficiente”.
¿Cómo así?, ¿la autoestima no se fortalece con el maquillaje y las dietas? ¡Qué estafa ese libro!, refunfuñaba mientras me empecinaba en seguir delegando mi valía a mi apariencia o a esa lista de Excel con todo lo que debía hacer en la vida para pertenecer a quién sabe qué.
Frustrada como estaba, aproveché la llegada de YouTube para consumir otro tipo de material. Me decidí por esos videos que dan consejos inconclusos del tipo “para que te amen, primero debes amarte a ti misma”. Pero por mucho que le tuviera fe a ese video, me quedaba ahí como una idiota, esperando el momento en que me iban a revelar el santo grial del amor propio y, en vez, terminaba pidiendo una cita para la residencia norteamericana con el abogado Columbus o comprando un dominio en Godaddy. Spoiler: el video nunca lo revela. No pierdan el tiempo.
Cada vez que eso pasaba, me llegaba el recuerdo de una famosa psicóloga que salía en el noticiero del mediodía diciendo que la fórmula para ser feliz era, ¡oh sorpresa!, ser feliz. ¡Gracias, genia! Siquiera me lo dices. Me ahorraste años de terapia.
Como eso tampoco funcionó, comencé a hacer afirmaciones. Pero, para ser sincera, me costaba mucho creerle a la impostora en el espejo que me repetía con una sonrisa falsa que era bella, poderosa, bendecida, afortunada y una guerrera escarchada por la gracia divina.
El tiempo pasó, como una estrella fugaz, como diría el famoso filósofo Big Boy, y me enamoré, me casé, (porque así se suponía que debía ser, según mi Excel), y entonces confundí sentirme escogida con sentirme suficiente. Luego llegó el divorcio y, tiempo después, me monté en ese catamarán en temporada de lluvia en el Pacífico a donde te llevan los nuevos y viejos amores.
Me mareé, me vomité, me resbalé, y cuando por fin se calmó la marea y me bajé con la cara verde dando traspiés, me di cuenta de que ninguna de las rutas que había tomado me habían llevado a mi destino, porque al igual que la felicidad, el amor propio es el camino y no la meta.
Descubrí, a mis casi 45 años, que la vuelta no era ser uno de los marcianitos verdes de Toy Story que suplicaba que los llevaran con su líder. La vuelta es ser el gancho que atrapa lo que está alineado con lo que a MÍ me gusta y con lo que YO siento en este momento. Por fin capté que amarme no es ser apta para que me elijan. Amarme es elegirme (ya puedo dar consejos en el noticiero). Elegir con quién compartir mi energía, elegir las personas que le hacen bien a mis días, elegir lo que me digo sobre lo que me pasa, elegir no creerme todo lo que pienso, elegir irme a dormir en medio de una fiesta porque mi cuerpo así lo quiere y no por miedo a que me digan aburrida.
Es elegir cocinarle a los que amo y no a los que sienta que deba adular, elegir comer arepa y no almojábana porque me da taquicardia, elegir hacer una maratón de series coreanas en lugar de un documental sobre la guerra de Kosovo, elegir no seguir la rutina que me pusieron en el gimnasio porque odio la palabra rutina. Elegir al petiso de buen corazón y no al churro clasista, elegir no volver a trabajar con la loca que me gritó por teléfono un día y al otro me felicitó por mi trabajo, elegir irme de viaje sin mi hija y no sentir culpa, elegir hacer terapia en lugar de echarle la culpa al dólar, al gobierno o a los demás. Elegir enloquecer al algoritmo de Spotify a punta de Franz Listz mezclado con Manuel Turizo, elegir dejar de ir a hacer mercado con hambre (aplica para las relaciones), elegir escribir esta columna y permitirme ser vulnerable en lugar de interesante, y por supuesto, elegir que mis piecitos maltratados ahora lleven el tono “Intuitiva” y nunca más el “Camaleón”.
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