Releer un libro clásico sobre una pandemia es como estar al mismo tiempo en dos realidades paralelas con tres siglos de diferencia. ¿Qué nos dice hoy el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe?
eer el Diario del año de la peste de Daniel Defoe durante el tiempo de la peste que nos ha tocado en suerte es, parece inevitable, hacer un ejercicio de lectura comparada de dos realidades paralelas.
Por un lado, tratamos de leer con claridad los hechos y las realidades que experimentamos con la peste que padecemos hoy en una escala planetaria, y por el otro leemos con asombro los hechos y las realidades que experimentó H. F. (iniciales de quien firma el libro) durante la peste que padeció la ciudad de Londres en 1665. Y nos encontramos con hechos y realidades similares, cuando no francamente iguales.
Si en 2020 hacemos malabares para lavarnos las manos y el cuerpo y la ropa y los zapatos después de salir a la calle a comprar comida y de hacer contacto con la apestosa realidad, H. F. nos cuenta en su diario que, en 1665, “la gente tomaba las máximas precauciones posibles. Si alguno compraba un cuarto de res en el mercado, no lo tomaba de manos del carnicero, sino que lo descolgaba él mismo de los ganchos. Por otra parte, el carnicero no tocaba el dinero, sino que lo hacía poner en un pote lleno de vinagre que tenía dispuesto para ese propósito. Los compradores llevaban siempre calderilla con el fin de poder juntar cualquier suma desigual, para no tener que recibir cambio. Llevaban frascos de esencias y perfumes en las manos y empleaban todos los recursos imaginables...”.
En el siglo XXI nos enfrentamos a una realidad que nos confunde, divididos entre salvar las vidas de los habitantes del planeta o salvar la economía para evitar el desempleo, la pobreza y las muertes por hambre. En el siglo XVII, H. F. nos cuenta que se “enfrentaba a dos cuestiones importantes: una de ellas era el manejo de mi tienda y mi negocio, que era de consideración y en el que estaba embarcado todo lo que yo poseía en el mundo; la otra era la preservación de mi vida”, pues “todos los artesanos de la ciudad, mercaderes y mecánicos, estaban, como he dicho antes, sin trabajo; eso originó el despido de innumerables jornaleros y obreros de todas clases, pues en tales actividades no se hacía más que lo absolutamente indispensable. Esto fue la causa de que multitud de personas solas en Londres quedasen en la indigencia, así como aquellas familias cuya subsistencia dependía del trabajo del cabeza de familia; esto, como digo, los sumió en la mayor miseria”.
Son innumerables las similitudes entre lo que sucedía en Londres, según Defoe, el autor del libro, y lo que sucede ahora: “al estar paralizados todos los ramos de actividad, los empleos cesaron de súbito, desapareció el trabajo, y con él el pan de los pobres”; “la miseria de aquellos tiempos recayó sobre los pobres, los que, cuando estaban contagiados, no tenían ni comida ni medicamentos, ni médicos ni boticarios o enfermeras que los cuidasen”.
El paisaje urbano, tan caro a nuestros ojos como lo era el paisaje urbano de Londres para los habitantes de aquella época, se había transformado tanto que “era sorprendente ver aquellas calles, habitualmente atestadas de gente y que ahora estaban tan desoladas, tan vacías”.
Vale subrayar el hecho singular de que el fenómeno nombrado y el lenguaje utilizado son los mismos en las dos épocas, y no parece haber ninguna diferencia, pues la misma frase escrita por Defoe en su Diario del año de la peste la pude haber leído esta mañana en internet. El lenguaje que usa Defoe es claro y preciso, y no parece marcado por la época: “la peste fue propagada insensiblemente y por personas que no aparentaban estar enfermas, que ni siquiera sabían que tenían la peste ni sabían tampoco por quién habían sido contagiadas”.
Esta modernidad en el lenguaje, representada en la claridad y el tono directo, tal vez se deba a que Defoe además de ser escritor de novelas ejerció el periodismo, y su diario de la peste parece haber sido escrito en forma de crónica, con descripciones precisas, sin adornos, en la que abundan el relato de sus propias experiencias y lo que veía suceder en la ciudad con sus propios ojos, anécdotas oídas a vecinos, chismes que circulaban y falsas noticias que surgían por doquier, testimonios terribles de quienes habían padecido crueles tormentos, relatos de testigos de sucesos increíbles, informes oficiales, copias de archivos y reflexiones que se hace el propio autor, todo lo cual, en su conjunto, le imprime gran verosimilitud a los hechos que narra en el diario.
"Novela o ensayo, ficción o realidad, no dejan de ser atroces y conmovedores los hechos que narra con vivacidad y precisión, y es la imaginación de Defoe la que los hace tangibles para el lector".
Es la palabra Diario la que pronto descubrimos que ha sido utilizada en el título para hacernos creer, de manera eficaz, que los hechos fueron vividos por el propio escritor, cuando en realidad la peste sucedió cuando el autor tenía cinco años, en 1665, y el libro lo escribió un poco antes de 1727, año en que fue publicado.
Para reforzar la credibilidad del relato, Defoe enfatiza todo el tiempo en su calidad de testigo de los hechos: “Desearía poder reproducir los sonidos exactos de aquellos gemidos y de aquellas exclamaciones que escuché de labios de algunos infelices moribundos cuando estaban en el cénit de su mortal agonía; y desearía poder hacérselos oír a quien lea esto, tal y como ahora imagino escucharlos, pues el clamor de esos sonidos todavía resuena en mis oídos”.
En otro aparte, el narrador señala: “Si tan sólo me fuese dado relatar estos detalles con un acento tan conmovedor que pueda turbar el espíritu del lector en lo más recóndito de su alma, me alegraría de haber registrado tales cosas, aunque sólo fuese parcial e imperfectamente”. Tono y reclamos propios y adecuados para un diario, y muy eficaces en una novela o ensayo, pues hace que el lector lea convencido de estar bebiendo de la fuente misma de los hechos.
Defoe utilizó toda suerte de artificios y artimañas para atrapar al lector, y es lícito suponer que los aprendió en la calle, dada la vida aventurera que llevó. Llegó a ser conocido en su época como “ensayista, gacetillero, panfletista, comerciante, estafador, espía y soplón y suplantador”, y ser acusado de trocar su verdadero nombre, Daniel Foe, por el de Daniel Defoe, para darse ínfulas nobiliarias, así como de escribir y publicar el Diario del año de la peste para obtener beneficios económicos.
Novela o ensayo, ficción o realidad, no dejan de ser atroces y conmovedores los hechos que narra con vivacidad y precisión, y es la imaginación de Defoe la que los hace tangibles para el lector. Incluso esta frase perturbadora que afirma: “mas cuando el terror de la peste menguó, aquellas cosas volvieron otra vez a su cauce menos grato y al curso que habían seguido anteriormente”.
Borges, agudo y certero, escribió de él: “Si no me engaño, el hallazgo esencial de Daniel Defoe (1662-1727) fue la invención de rasgos circunstanciales”.
Vale la pena descubrir en este año de pandemia la obra de Daniel Defoe, ya sea que nos sumerjamos en el Londres de la peste, o ya sea que acompañemos a Robinson Crusoe a descubrir las huellas de un ser humano en una isla desierta, o nos embarquemos en las aventuras de la incomparable Molly Flanders.
**Alberto Quiroga es escritor y guionista. Escribió los guiones de Pura sangre, Bolívar soy yo y La primera noche, entre otras películas y series televisivas.
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