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A pesar de los avances en materia de trasplantes, la situación en Colombia sigue siendo difícil para las personas que necesitan un órgano. Para salvar más vidas es necesario informarse sobre la donación de órganos y cambiar algunos mitos que la rodean.
La espera fue un milagro, y si no lo fue, es difícil creer que no haya sido así. Era la noche del 23 de diciembre de 2019 y Paula Andrea Martínez decidió quedarse despierta para empacar los regalos de Navidad de sus hijos. Siempre lo hacía la mañana del 24, pero esta vez sentía que debía hacerlo antes. Tanto se concentró en esa tarea que olvidó por completo estar pendiente del celular, que ya llevaba descargado un par de horas. Pasadas las dos de la mañana seguía envolviendo los regalos, cuando Lilian, su madre, llegó a la puerta de su casa en pijama gritando: “¡Paula, están llamando del hospital!”.
Paula se levantó de un jalón y siguió a su madre corriendo hasta su casa, que queda debajo de la suya. En la sala encontró a Olmedo, su papá, en pijama y medio dormido aún, pero a la expectativa, con el celular en la mano. Paula tomó el celular de su padre y, aunque no sabía de qué se trataba, ya presentía qué le iban a decir del otro lado de la línea.
—Paula, ¿está parada o está sentada? —era un médico.
—Estoy parada…
—Bueno, siéntese porque le tengo una buena noticia. Acabamos de recibir el riñón de un donante y coincide perfectamente con usted. Es un riñón hermoso. Yo mismo lo extraje. Tiene que venir cuanto antes al hospital. La esperamos.
Paula soltó el teléfono en silencio. Sus padres, su esposo, sus hijos a su alrededor le preguntaron “¿Qué pasó?”. Estaba pasmada de la emoción. Su cara lo decía todo. “¡Apareció un donante!”. La familia entera se puso a llorar.
En ese momento Paula tenía 39 años y llevaba cuatro esperando un riñón. En mayo de 2015 había sido diagnosticada con insuficiencia renal crónica. La enfermedad fue descubierta casi por casualidad, tras unos exámenes de control al final de un tratamiento, que detectaron una disminución acelerada en la capacidad de sus riñones. Su deterioro había avanzado rápida y silenciosamente y ya estaba en la última de sus cinco etapas. Lo único que podía salvarla era un riñón nuevo.
Tuvo que empezar diálisis inmediatamente tres veces a la semana, primero peritoneales y luego hemodiálisis, a la vez que preparaba todo tipo de procesos para ingresar en la lista de espera de donación de órganos. Tras dos años de exámenes y evaluaciones médicas, el 1 de diciembre de 2018 la Junta Médica de la Unidad de Trasplantes de EPS Sanitas aprobó su ingreso. Desde entonces, tenía que estar alerta y preparada siempre a la posibilidad de que apareciera un donante en cualquier momento.
“No en todos los lugares del país se tiene la capacidad para proceder al rescate de órganos de un donante efectivo”.
Así lo hizo. Paula asistía a las diálisis sin falta, cada mes entregaba muestras de sangre para exámenes que la certificaran como apta para ser trasplantada, no se tomaba una gota de licor, no se quitaba el tapabocas para no contraer gripe o algún otro virus y mantenía en el armario una pequeña maleta con todo lo necesario para ser hospitalizada después de que llegara el incierto momento de ingresar al piso 9 del Hospital Pablo Tobón Uribe, en Medellín, tal como le indicaron que debía hacer cuando entró en lista de espera.
Estuvo esperando más de un año, hasta la llamada de esa madrugada del 24 de diciembre que no pudo contestar porque, justo ese día, a pesar de sus precauciones, se había entretenido empacando los regalos de sus hijos, olvidó cargar el celular, y fueron sus padres quienes terminaron atendiendo el teléfono porque habían dejado su número como opción de respaldo. Sonó tantas veces y de manera tan insistente, que se despertaron a las dos de la mañana y contestaron.
Después de llorar junto a su familia por la noticia soñada, Paula se puso un conjunto deportivo, sacó la maleta del armario, subió al carro con Diomer, su esposo, y salieron de su casa en Bello hasta Medellín, cruzando la madrugada en una calma que estaba a punto de romperse con la llegada de la Nochebuena. En menos de media hora ya estaba en la portería del hospital, donde el vigilante, al verla, sin revisar lista alguna anunció por el radioteléfono “¡luz verde para Paula Andrea Martínez!”, y remató diciendo con una sonrisa: “¡adelante!”.
Paula se dirigió hacia el ascensor sin que le dieran indicaciones y oprimió el número 9: de tanto pensar y prepararse para ese día, conocía perfectamente cada parte del procedimiento. Sentía que estaba en un sueño en el que sabía exactamente qué decir, qué respuesta dar, qué paso seguir, adónde tenía que dirigirse. A los pocos segundos, el timbre de anuncio: Piso 9.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Paula la se encontró al equipo de nefrólogos, cirujanos y enfermeras que en los últimos cinco años la habían acompañado en su búsqueda por un riñón que le salvara la vida. Hacían una fila de honor a lo largo del pasillo que conducía al consultorio y le aplaudían a medida que ella caminaba con pasos cortos. Al llegar a la puerta del consultorio, con el rostro húmedo de lágrimas, Paula se encontró al cirujano que iba a operar. En medio de la blancura iluminada del pasillo y la sinfonía de aplausos, el cirujano le dijo: “Tranquila. Se acabó la espera. ¡Bienvenida a tu nueva vida!”.
La idea de donar
La historia de los trasplantes en el mundo lleva más de siete décadas, y tuvo éxito por primera vez el 23 de diciembre de 1954, exactamente 65 años antes de que Paula Andrea Martínez fuera trasplantada. En esa fecha, médicos del hospital Peter Bent Brigham de Boston realizaron el primer trasplante renal efectivo entre gemelos idénticos.
En Colombia, esa exploración puede rastrearse desde 1963, cuando médicos del Hospital San Juan de Dios realizaron el primer trasplante de riñón en el país, aunque su intento no tuvo éxito. Solo diez años después, en 1973, se logró el primer trasplante de riñón exitoso con un donante vivo, realizado por médicos del Hospital San Vicente Fundación en Medellín. Desde entonces, podría afirmarse que Colombia ha ido a la par con el mundo en estos avances médicos: ya en los años ochenta y noventa se contaban los primeros trasplantes exitosos de corazón, de córneas, de hígado, de pulmón, de médula...
Gracias a esos avances, según cálculos del Registro Mundial de Trasplantes de la Organización Mundial de la Salud, actualmente un donante puede llegar a salvar hasta 55 vidas. Sin embargo, Colombia es uno de los países con una de las tasas de donación de órganos más bajas del mundo. Mientras que países como España o Estados Unidos registran entre 40 y 46 donantes por millón de habitantes, en Colombia la tasa ha sido, en promedio desde 2011, de 8 o 9 donantes por millón de habitantes.
Eso, en otras cifras, deviene en un drama nacional del que poco se habla: de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Salud (INS), durante los últimos diez años la lista de espera por un órgano anualmente supera, en promedio, las 2.600 personas. Sin duda la situación se agravó más con la llegada de la pandemia del Covid-19, que en 2020 produjo una reducción del 46 % en los trasplantes hechos en Colombia. Eso, en resumen, significa que en Colombia cerca de 70 personas mueren cada año esperando un trasplante.
Los intentos por hacer que esa tasa de donaciones aumente también existen, aunque no han sido muy constantes. En 1988 se creó la Ley 73, que regulaba la donación de órganos en Colombia, la cual reformaba la Ley 09 de 1979, y que básicamente dictaba que, si en vida no se hubiera manifestado oposición a la donación de órganos, se asumía como donante a una persona recién fallecida, a menos que sus familiares se opusieran durante las seis horas siguientes a su muerte. A pesar de esas disposiciones legales, desde entonces la constante ha sido, en efecto, la mayoría de las familias de los potenciales donantes se oponen a donar sus órganos.
En buena medida fue por eso que surgió la Ley 1805 de 2016, que reformó las anteriores y agregaba puntos para dejar claro que todos los colombianos son donantes de órganos sin importar la oposición de sus familiares. Según esa ley, solo se asumirá lo contrario si la persona, en vida, radica un documento juramentado y notariado ante el Registro de Donantes del INS en el que manifiesta que no quiere que sus órganos sean donados tras su muerte. Las entidades médicas están en la obligación de revisar esas bases de datos y, si corroboran que el potencial donante no manifestó oposición en vida, pueden disponer de sus órganos para donarlos.
Sin embargo, a pesar de la aparición de esa nueva ley, que se veía como una estrategia eficaz para aumentar el número de donantes en el país, son diversos los factores que hacen que la lista de espera por un órgano no disminuya significativamente. Por un lado, cada año entran más personas a esa lista mientras el número de donantes sigue siendo en promedio el mismo. En parte, de acuerdo con el INS y con el análisis de la Asociación Colombiana de Trasplantes de Órganos (ACTO), porque no en todos los lugares del país se tiene la capacidad para proceder al rescate de órganos de un donante efectivo, proceso que debe hacerse a contrarreloj, preferiblemente en menos de 12 horas.
“Gracias a la Ley 1805 de 2016, que reformó las anteriores, queda claro que todos los colombianos son donantes de órganos sin importar la oposición de sus familiares”.
Además, hay un razonamiento ético y moral que va más allá del marco legal: aunque la ley esté de su lado, el personal de unidades de trasplantes de hospitales, clínicas y EPS entiende que no pueden hacerla cumplir ante una familia que se opone a donar los órganos de su ser querido recién fallecido. “Es un reto muy difícil para los médicos crear esa conexión ante una persona que está pasando por el dolor de una pérdida, que seguro no tiene cabeza para pensar. ¿Cómo decirle que, así no lo quiera, los órganos de su ser querido tienen que ser donados? Obligarlos no es la opción” dice el médico Julio Chacón, coordinador operativo de la Red de Trasplantes de la Clínica Reina Sofía, que ha estado al frente de los más de 570 trasplantes que ha realizado esta unidad desde 2008.
Tiene lógica: aunque la iniciativa de la Ley 1805 es noble, la obligatoriedad de la donación crea una doble encrucijada que los médicos han ido descubriendo en la práctica. Primero, la que enfrentan los familiares de un recién fallecido que, en medio del momento más crudo del duelo, deben vérselas con una ley reciente y poco difundida que pretende que asimilen también la complejidad del proceso de extracción de los órganos de su ser querido. Y la segunda, la de los médicos que deben entablar esa conversación sumamente incómoda. “Nosotros en Keralty, por ejemplo, solo procedemos al rescate de los órganos de un potencial donante con el consentimiento de la familia, porque entendemos el dolor por el que están pasando”, dice Juan Carlos Gallo, jefe de la Unidad Nacional de Trasplantes Renales de Keralty, que en su carrera ha realizado más de 1.500 trasplantes de riñón. “La solución real está en hablar sobre este tema: que la gente tenga esa conversación tan importante en familia y les deje manifiesto a ellos si quiere que, en caso de que le pase algo, donen sus órganos.
Es la única forma de acabar con tantos mitos que hay alrededor de la donación de órganos. Es la única forma de entender que, como decía Juan Pablo II, donar un órgano es el acto más altruista que podemos hacer como humanos”, explica. Si hay alguna forma de demostrar que tiene razón, tal vez no hay prueba más certera que las palabras de los trasplantados con donantes vivos.
Paula Andrea Martínez tuvo la suerte de ser trasplantada en 2019. Cada año en Colombia, cerca de 70 personas mueren esperando un órgano.
La historia de dos hermanos
Los médicos también se enferman. Pero, según confiesa el doctor Alberto de Jesús Llanos, sus colegas tienden a demorarse en aceptarlo. A él mismo le pasó, pero en una forma fuera de lo común.
Era 2019 y hacía sus primeros años como médico internista. Samario, 32 años, 14 de ellos en Bogotá, no veía problema en hacer tres turnos al día en tres hospitales diferentes. En agosto de ese año comenzó a sentir mareos y náuseas constantes, entre otros síntomas que nunca había presentado antes, pero no los atendió ni revisó. Solo dos meses después, cuando los síntomas se tornaron intensos y se sumaron un malestar y cansancio generalizados, Alberto se hizo una serie de exámenes que evidenciaron una insuficiencia renal avanzada.
“Cuando me enteré fue un golpe muy duro, porque siendo yo médico no me percaté de lo que me estaba pasando”, dice. Recuerda que ese día fue al consultorio de su hermano mayor, nefrólogo, para quien el golpe fue doblemente sorprendente, como hermano y como médico especialista. Por más que exploraban, no daban con la causa del deterioro de los riñones de Alberto. Empezó a hacerse diálisis peritoneales día de por medio al tiempo que buscaba el origen de su condición e intentaba ingresar a la lista de espera por un riñón.
En enero de 2020 supo que lo suyo se debía a una mutación genética hereditaria que había desarrollado y le impedía metabolizar algunos componentes de las carnes rojas y los mariscos, que terminaban cristalizados en los riñones. Era el único de cuatro hermanos que había desarrollado esa condición.
En la donación de órganos hay dos tipos de donantes: los cadavéricos y los donantes en vida. Los cadavéricos son personas recién fallecidas o con diagnóstico de muerte encefálica, y son los más frecuentes. Los donantes en vida son menos frecuentes, y en Colombia solo pueden serlo aquellas personas que tengan una relación familiar o conyugal con el receptor. Es, además, el método que implica un menor riesgo de que el cuerpo rechace el órgano trasplantado.
Son pocos los órganos que pueden trasplantarse con ambas formas de donantes, y el riñón es uno de ellos. Por eso, ya enterados de la condición de Alberto, en la familia empezaron a considerar la posibilidad de que uno de sus hermanos le donara un riñón. Todos se ofrecieron, y el que resultó ser más apto fue José, su hermano seis años menor.
José no dudó en ningún momento en donar un riñón a su hermano, pero eran muchos los aspectos que tenía que considerar para poder hacerlo. Básicamente, debía cambiar sus hábitos, no sólo como preparación para la cirugía, sino también para el resto de la vida: debía dejar de fumar, debía llevar una dieta estricta sin bebidas azucaradas, comida chatarra o preparada en la calle, debía dejar atrás la ingesta de alcohol a menos de que fuera una cerveza muy ocasional… Básicamente, debía entender que él también pasaría a vivir con un solo riñón. Aunque se puede vivir perfectamente así, la decisión implica entender esas dimensiones.
El dato
En 2020, por la pandemia, los trasplantes hechos en Colombia se redujeron en 46 %.
En todo momento, José dijo que sí: “A medida que avanzábamos en el proceso, yo me convencía más de la decisión: claro que era consciente de los cambios para mí, pero sobre todo pensaba, como toda la familia, en los cambios que implicaría para Alberto”. Esa razón, a simple vista, era más que suficiente. En parte, por el tiempo: en Colombia la espera por un órgano de un donante cadavérico es, en promedio, de tres años, a veces más, a veces menos. Si él resultaba apto, su hermano tendría en unos pocos meses el órgano que le salvaría la vida. Es decir, ese tiempo, en la vida real, significaba también acortar el sufrimiento de Alberto y de toda la familia. En su espera, Alberto pasó de ser un médico vital y alegre, prácticamente imparable, a ser de a poco un hombre incapacitado de tiempo completo. Perdió el apetito y escasamente comía, bajó de peso, dejó de trabajar gradualmente porque no podía exponerse, perdió la libido casi por completo y entró en una espiral de pensamientos obsesivos que lo llevaron a una depresión que, a diferencia de otros pacientes, era agudizada por su experiencia y conocimientos en medicina. Vivía prácticamente alerta y, cuando no lo estaba, era su familia la que vivía alertada.
Hoy recuerda Alberto: “Había sido un tipo completamente independiente siempre, y luego vivía mortificado viendo a mi familia preocupada y pendiente de mí en todo momento: el acompañamiento familiar es muy importante en esto, es todo, pero uno empieza a sentirse culpable por esa preocupación; porque te resbalas, porque haces un movimiento torpe, porque toses… te vuelves además una carga para ellos: estar pendiente de los trámites, de los exámenes, de las citas...”.
“En Colombia, el primer trasplante de riñón exitoso con un donante vivo se realizó en Medellín en 1973”.
El trasplante de riñón de José para Alberto se retrasó inesperadamente por la pandemia de Covid-19. Para rematar, en septiembre de 2020 Alberto contrajo la enfermedad. En su condición, el virus era más incierto de lo que puede ser para cualquier persona. Pasó tres semanas hospitalizado. Uno de los mayores motivos de la fuerte caída en la tasa de donación de órganos en 2020 fue, justamente, que el donante o el receptor tuvieran coronavirus. En esos casos, los médicos no pueden operar. Pero, además, está el riesgo para el paciente que espera.
En marzo de 2021, cuando ya comenzaba a reactivarse el país, Alberto y su familia recibieron la llamada: luz verde para su trasplante el 8 de abril en la Clínica Colombia. La primera semana de ese mes, padres, primos, tíos y sobrinos fueron llegando de todas partes a Bogotá para acompañar a los dos hermanos en uno de los momentos que, sin duda, ha marcado significativamente a la familia. El día llegó: primero pasó José al quirófano y luego Alberto, que estuvo las horas previas tratando de reprimir las lágrimas. Horas después, cuando despertó, sintió lo inexplicable.
—Es como volver a nacer. Como nacer por un milagro.
—¿Por qué creés que es un milagro?
—Es que, ¿cómo no? Es como si todo se pusiera de acuerdo para que uno vuelva a nacer. Conseguir un donante no es fácil: hay mucha gente que no quiere donar a sus familiares por cualquier motivo: creencias, vainas personales… y eso es respetable. Entonces tener ese respaldo, ese apoyo, es fundamental. Te cambia la vida también: veo las cosas diferente. Alberto volvió a trabajar desde julio de 2021. Hace dos turnos y trabaja prácticamente todos los días. Recuperó el peso que perdió, puede tomar bebidas con tranquilidad, habla con completa fluidez. Al verlo en medio de los pasillos del Hospital Méderi, caminando de un lugar a otro, saludando a los colegas una mañana de domingo en que el edificio de Medicina Interna está en calma, es imposible imaginarse que hasta hace unos meses era un hombre al borde de la muerte.
La unidad
Como a Paula Andrea Martínez la trasplantaron un 24 de diciembre, a su riñón nuevo le dicen “el traído”. Cuando iba a ingresar a la cirugía y tuvo que quitarse la ropa para ponerse la bata, las enfermeras notaron que tenía las uñas pintadas y un peinado elegante en el cabello. Paula explicó que días antes había sido la primera comunión de sus hijos, y se había dejado los arreglos. El protocolo dicta que para ingresar a cirugía el paciente no debe tener maquillaje ni adornos. Sin embargo, las enfermeras consultaron con el cirujano y él ordenó: “No le quiten nada. Que esté así bien bonita para recibir su regalo del Niño Dios”. La cirugía comenzó pasadas las cuatro de la mañana y terminó cerca de las seis. Fue completamente exitosa. Cuando despertó, el riñón ya estaba ahí. Desde que abrió los ojos se sintió una nueva persona. Según le informaron los médicos, el riñón trasplantado era de un joven de 19 años, deportista y era considerablemente más grande que un riñón común. Paula los sentía. No solo porque hubiera pasado cuatro años sin usar los suyos, sino porque realmente sentía que algo nuevo estaba ahí, dentro de su cuerpo.
La cifra
La tasa de donantes en Colombia es de 8 a 9 por cada millón de habitantes.
Pasó una semana hospitalizada y en ese tiempo la visitaron todo tipo de especialistas, que le hablaron detalladamente sobre los nuevos hábitos que debía tener en adelante: nefrólogos, enfermeros, nutricionistas, psicólogo, trabajadora social… Desde el primer día y hasta hoy, Paula ha seguido al pie de la letra cada recomendación: no come nada en la calle, solo consume comidas preparadas en casa, nada de bebidas azucaradas o gaseosas, licor al mínimo, toma diariamente cuatro litros de agua y, sobre todo, toma sus medicamentos sagradamente.
Su recuperación ha sido exaltada por los médicos que han seguido su caso como uno de los más exitosos en los últimos años en el Hospital Pablo Tobón Uribe. Paula es la primera en saberlo. Más allá de los seguimientos médicos, sabe que su vida es otra. Otra mejor, desde el primer día que volvió a tener un riñón funcional: de solo poder tomar tres litros de líquido a la semana, ahora puede tomar líquido sin temor. Ya no se cansa al caminar una cuadra, ya siente la respiración normal y puede llenar hasta el fondo de aire sus pulmones.
*Fotografías tomadas por David Estrada Larrañeta y David Rubio
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