A mis 39 años me diagnosticaron cáncer de seno. Mientras me embarco en un carrusel de ocho ciclos de quimioterapia, he decidido que lo último que necesito es ser una valiente guerrera.
Siempre pensé que el máximo símbolo de la adultez era un combo de casarse, tener un hijo, tener terapeuta (físico y psicológico), un contador, y un abogado de inmigración. ¿Pero, sumarle a la lista un oncólogo? Esa nunca la vi venir.
El pasado 2 de marzo fui diagnosticada, a mis 39 años, con cáncer de seno en etapa temprana. Básicamente la saqué del estadio para celebrar mis 40 primaveras. Mientras todos mis contemporáneos tiran la casa por la ventana este año, yo me subiré al famoso cuarto piso haciendo ocho ciclos de quimioterapia, con una mastectomía parcial en una teta, con menopausia inducida, y con unos golpes de fatiga y migrañas que parecen el guayabo milenario después de una fiesta descontrolada.
Me hice todos los exámenes, pasé el eterno proceso de diagnóstico y, como pude, sorteé todo el drama de esos días. Pero también decidí contar públicamente que tenía adentro al “coco”. Lo hice porque tener cáncer es visto (y asumido) como un tabú infinito. La gente mira con pesar, y la sola palabra “cáncer” es capaz de despertar terror, levantar cejas, alargar caras. Encima, la gente no sabe cómo comportarse: le da pena preguntar, llamar, escribir, y empieza una cadena de murmullos y lamentos incómoda.
Para enfrentar esto hay dos opciones: el silencio absoluto (confirmando a los que dicen, “no la llamen que no es buen momento”) o una salida del closet tan espectacular como la de Caitlyn Jenner. Yo decidí lanzarme con un anuncio en redes sociales, una buena foto, la esperanza de quitarme de encima tanto misterio, y con la idea de generar algo de conciencia. Sentía mucha responsabilidad, una especie de culpa. Tuve la suerte de encontrarme un tumor del tamaño de una semilla de cereza a tiempo, me parecía importante hablar del tema. ¿Por qué nunca hablamos de tetas? De hecho, tocarse las tetas nos parece que no es necesario. Las pobres están tan sexualizadas que pareciera que están ahí para verse lindas, pero no para estar sanas.
Al principio pensé que no estaba lista para el bombazo de mensajes, para los 87 tips, remedios caseros, y las opiniones de todos que, como siempre, llegan sin ser solicitadas. Pero por otro lado, también creía en que era necesario gritar, romper el esquema, educar a la familia y a los amigos, porque aprender a desmitificar una enfermedad de este calibre requiere tiempo, paciencia y una voz contundente.
Compré una camiseta blanca con dos tetas pintadas, me paré frente al espejo y me tomé una selfie. Era una foto para inmortalizar el momento. Un mes después del diagnóstico, a las 11 de la noche, hice un post en Instagram contándole a mis 1700 gatos que tenía cáncer de seno y que a partir de ahora en mi cuenta hablaríamos mucho de eso y obvio, de tetas. Lo hice porque, francamente, era incapaz de seguir posteando atardeceres lindos y fotos de sonrisas perfectas.
"Al principio pensé que no estaba lista para el bombazo de mensajes, para los 87 tips, remedios caseros, y las opiniones de todos que, como siempre, llegan sin ser solicitadas".
Ese diagnóstico me estaba cambiando la vida para siempre y yo, ¿no iba a decir nada? Soy comunicadora social, llevo contando las historias de otros toda mi vida. He hecho miles de entrevistas, crónicas de radio, documentales y ahora podcasts. Me he autodenominado “productora de la vida”, ¿y no iba a asumirlo públicamente? Era hora de producir mi alarido de libertad, de terror y de esperanza a la vez.
Mis respetos a todas las personas que guardan silencio y pasan saliva calladas. Socialmente nos sacamos diez en pretender ser perfectos, en alabar los triunfos de otros, nos pavoneamos con los paseos a la playa, con los cuerpos espectaculares. Aplaudimos los matrimonios y los cambios de trabajo pero nos rajamos con toda en aprender a acompañar con el mismo entusiasmo los bajones, las cagadas, las separaciones, los fracasos laborales, los abortos (espontáneos o deseados), y otras “perlitas” no tan atractivas que la vida nos hace barrer debajo del tapete.
Yo empecé a documentar mi enfermedad en Instagram, el lugar más fotogénico y perfecto de las redes sociales. El planeta de las bendecidas y afortunadas. Acompaño cada imagen con un texto de alguna experiencia nueva. Escribo por desahogo y por terapia, y porque quiero levantar la voz de una mujer jóven que es perfectamente imperfecta. Me cansé de poner la mejor foto, de ser fuerte y luchadora porque eso es lo que le venden a uno cuando hay un problema grave. Con el cáncer de seno es aún peor: la gente ha vinculado la lucha contra esta enfermedad con la imagen de una guerrera fuerte y poderosa, capaz de vencer “la circunstancia” como si fuera una especie de superhéroe. Y quizás sí, de esas mujeres hay muchas. Pero déjenme aclarar algo: yo no quiero ser Mulán, ni la Mujer Maravilla.
No me interesa implosionar cargando todo sola o en silencio. Gritarle al mundo que tengo cáncer es la mejor idea que he tenido en mucho tiempo, y de lejos, la más gratificante y satisfactoria en un momento que parece un puñetazo bien puesto en el estómago… y en el alma. Vivo en el exterior, tengo un esposo y un hijo de dos años, por fin había conseguido el trabajo de mis sueños, y de repente esta noticia ponía todo de cabeza. Tuve que replantearme mi vida entera de un día para otro. Lo último que necesitaba y necesito es ser fuerte. Quiero que me dejen llorar, que me permitan quejarme, burlarme de mi mala suerte, ponerme furiosa, reírme a carcajadas o comerme una galleta de chocolate si se me da la gana. Quiero ser tratada como una persona normal. Estoy convencida de que las guerreras están sobrevaloradas. Las admiro mucho pero estoy segura que ellas también lloran.
Ahora soy más como mi hijo, me aplaudo por todo. Irónicamente, soy más optimista. Últimamente no me doy tan duro, le bajo a pensar que debí haber hecho más ejercicio o que debí haber comido más lechuga. Ahora me trato con más suavidad, me doy el gusto de ir al restaurante que se me antoja, hago llamadas de trabajo mientras camino, canto más canciones desafinadas en la ducha (sin pena de que alguien me escuche), y duermo siestas a diestra y siniestra. Lloro por todo y es aliviador tener la capacidad de llorar y sonreír a la vez. Porque no siempre se llora por tristeza. Tal vez es por eso que estoy convencida de que el mundo podría cambiar una lloradita a la vez.
Gracias a estos posts en Instagram me he reconectado con mi familia, con amigos de otras vidas, gente que no veo hace años. Pero también se han acercado muchas mujeres, conocidas y desconocidas, jóvenes y mayores, una comunidad de sobrevivientes humanas tan poderosa como la de los mismísimos Thundercats. Descubrí que la fuerza no se consigue a solas, porque no todos pueden decir “yo sé a lo que te refieres” o “a mí también me pasó”. Hasta me han mostrado las tetas y las cicatrices físicas y mentales que deja esta enfermedad. Ha sido bonito, y a la vez impresionante, ver cómo el cáncer nos toca a todos, directa o indirectamente, desde la señora que limpia mi casa hasta la tía que no se atrevió a decir nada para no preocupar a nadie.
Me he caído y me he levantado en público, y lo he escrito desde el corazón. Me tiene sin cuidado si tengo 10 o 2 millones de likes. Ha sido terapéutico. La respuesta de la gente se ha convertido en un regalo inesperado para poder sobrellevar este momento. Cada persona da lo que puede, aporta desde su esquina. He recibido cartas, cajas de comida, canciones, oraciones, meditaciones, serenatas virtuales. Qué importante es dejarse sostener y aprender a recibir sin tener que pagar de vuelta. Ser vulnerable no es tan mala idea. Ser “débil” también es sanar.
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