La clave es pensar antes de hablar. Y sentir. Y observar. Y ponerse en el lugar del otro. En últimas, hablar desde la empatía y la compasión.
De guerreros y batallas
A inicios de 2021 tuve a mis dos padres hospitalizados al mismo tiempo con neumonías causadas por Covid-19. Se complicaron por la edad de él y la diabetes de ella. Recuerdo verlos a ambos ahogados, tosiendo, confundidos, y a mi padre incluso sufriendo de un delirio intrahospitalario que hacía pensar en el peor desenlace. Mientras la enfermedad se eternizaba, recuerdo las decenas de llamadas bienintencionadas de amigos y familiares. En cada una de ellas volvía a aparecer una idea que me causaba una genuina molestia: Qué par de guerreros.
¿De qué guerreros me hablaban? Todo lo que podía ver era un par de cuerpos a la deriva, sumidos en un trance, faltos de aire, postrados en unas camas. En el caso de mi padre, mucho peor que el de mi madre, solo de vez en cuando podía entrever algo de humanidad: el rostro despierto de un hombre que vivía la confusa dicha de seguir aquí y el terror de saber que el calvario no había terminado. Si él era un guerrero, era uno caído en desgracia, al filo de la derrota. La frase, tantas veces reiterada, sólo incrementaba la sensación de impotencia que me producía estar frente a una desgracia contra la que parecía que ya no quedaba nada más que hacer.
Son muchas las veces en que las frases de otros nos quieren ayudar, pero nos pesan, nos duelen. Dan la sensación de que esas personas cercanas desconocen nuestra situación, ideas y emociones.
Pero una tarde, un primo envió una nota de voz que fue capaz de sacar a mi padre de su agonía y lo hizo sonreír por un instante: Tío, me cuenta Jorge que ahí vamos poco a poco. Me alegra. Le cuento que de allá tiene que salir, porque una botellita de whisky lo está esperando acá, para que tan pronto se mejore, venga y nos la tomemos todos juntos para celebrar. Recuerdo cómo le cambió la expresión: por unos segundos, papá sonrió, fue el de siempre. Desde entonces no he podido dejar de pensar en lo poco que sabemos expresarnos y acercarnos a quienes atraviesan una enfermedad o han perdido a alguien. ¿Qué es lo que no hemos entendido?
El peso de los diagnósticos
Anne Boyer es una poeta norteamericana que ganó el premio Pulitzer en 2020 por su libro Desmorir, la crónica personal de su cáncer y el tratamiento que siguió. Su testimonio es impresionante porque recoge todos los detalles que la lúcida mirada de una poeta podría ofrecer de una experiencia como esta. Y entre las muy variadas e impactantes reflexiones que comparte en su libro hay una que llamó poderosamente mi atención. Boyer cuenta que hubo un cambio no relacionado con su cuerpo, sino con sus relaciones en el momento en el que llegó su diagnóstico: su cáncer opacó por completo su vida y ocupó el lugar de su identidad en la mayoría de contactos que sostuvo en adelante con amigos y familiares.
Lo más significativo de este testimonio es que se vuelve evidente las muchas veces en que no nos damos cuenta de la manera en que cargamos a las personas enfermas con nuestras palabras, por más bienintencionadas que sean. A lo mejor es que no nos damos ni cuenta de que después de un diagnóstico tendemos a no hablar de otra cosa con la persona enferma. Por momentos no paramos de dar consejos, no les permitimos a esas personas pensar en algo más allá de su enfermedad. Cuando alimentamos sólo con coraje y valentía conversaciones para animar a dar la batalla, seguir en la lucha, no rendirse, también alimentamos una sensación de responsabilidad y de deber que en medio de todo es imposible: todos por igual, tarde o temprano, por el motivo que sea, vamos a morir. Si la vida es la victoria en una batalla, la tenemos perdida de antemano. Y es muy fácil olvidar que el que carga con un diagnóstico catastrófico lo siente mucho más patente que el resto de personas a su alrededor.
A lo mejor, lo primero que todos podríamos hacer al acompañar a un ser querido que padece una enfermedad grave, es hablarle de otros temas, no reducir la vida a la dimensión de la enfermedad (que en sí misma es difícil de olvidar), invitar a las cosas de siempre para recordarle a la persona que la padece que aún nos queda vida y que puede ser digna y valiosa.
Dar sentido (y aprender a respetarlo)
“Yo creo que esto es algo completamente individual: no hay un libreto que se pueda usar con todo el mundo”, me dice la doctora Gabriela Sarmiento, médica con máster en cuidados paliativos y directora del Programa de Cuidados Paliativos de Clínica Colsanitas. El trabajo de estos especialistas es dar dignidad y calidad de vida, propósito y paciencia, compañía y bienestar a quienes están al final de su vida.
La doctora Sarmiento me explica: “Hay personas a quienes les ayudan esos mensajes de positividad. Pero hay otras personas y otros momentos en los que no caen bien: en especial cuando la enfermedad toma su curso natural y avanza a pesar del tratamiento”.
Le pregunto en ese caso qué sigue, qué se puede esperar, conversar, escuchar… “El acompañamiento que nosotros hacemos desde cuidados paliativos propone vivir la enfermedad como otra experiencia más de la vida, una que da un conocimiento único de sí mismo y de la realidad de la vida, en el entendido de que es difícil y tenaz, pero que ofrecemos todos los recursos para que la persona no sufra y tenga la oportunidad de encontrar sentido y propósito en medio de la dificultad y del tiempo que le queda. Un tiempo que para todos está contado”.
Qué difícil encontrar sentido en medio de algo como una enfermedad terminal, le digo, y la doctora Sarmiento me responde: “Un referente muy importante para nosotros es Viktor Frankl, el psicólogo judío que vivió el horror de los campos de concentración de la Alemania nazi, y produjo una de las teorías psicológicas más influyentes que existen. Él decía que allá se preguntaba constantemente: ¿cómo se logra tener sentido aquí? Hay quien se suicida, quien muere de hambre y quien, aún ad-portas de la muerte, decide aguantar hasta las últimas consecuencias. Son todos recursos de nuestra humanidad, igual de válidos y que solo se descubren en la absoluta adversidad. Toda su teoría viene de ahí. Cuando tú tienes un para qué, una motivación suficiente, puedes escoger con total valentía y seguridad aguantar más o no hacerlo. Ese fue el descubrimiento de Viktor Frankl, la libertad inalienable de elegir cómo y cuánto vivir desde las creencias propias y los valores con los que nos reconocemos”.
Ahí entonces aparece otro aspecto a tener en cuenta: lo poco que conocemos las creencias, temores y valores de los otros, piezas claves para escoger con más tino lo que comunicamos cuando acompañamos una enfermedad larga o difícil. “Creo que hay que cultivar más la presencia”, dice la doctora Sarmiento durante nuestra conversación, “porque, aunque se corre el riesgo de que el dolor de otro me duela, en la compañía se despierta una virtud importante, que es la compasión. Es algo sublime. Ahí puede emerger el contacto adecuado, la palabra precisa, todo fluye mucho mejor. No hay que perderse en el dolor del otro, pero me puedo conmover, lo puedo sentir, y ahí surge ese acompañamiento real. Para el paciente se siente como la certeza de que esa persona que lo acompaña de verdad está ahí para él, dentro y por encima de esa circunstancia”.
Sin embargo, aquellos que no estamos entre los más cercanos, podemos no ser capaces de llegar tan fácilmente a ese nivel de intimidad, y la pregunta del millón es qué podríamos hacer para acercarnos y comunicarnos mejor con alguien que padece un cáncer, una infección complicada y resistente al tratamiento o una enfermedad degenerativa o neurológica con mal pronóstico, por mencionar solo lo más común.
Afinar las palabras desde el grado de cercanía
“Creo que la invitación es a trabajar en ser más conscientes: pensar en qué hago o qué espero hacer al tener delante el dolor de otro”, me explica Gabriela Sarmiento. “Cuando uno no ha reflexionado sobre estas cosas o no tiene mucha experiencia, es posible que no sepa qué decir, solo siente impotencia. Por eso hay que tomarse el tiempo de pensar qué siento y hago yo ante el dolor de otro. Todo depende de la persona con la que voy a hablar, y lo más importante es que sea genuino, pero teniendo claro que, si la persona se desborda, también tenemos que tener idea de qué vamos a hacer entonces. Hay que darle espacio al que atraviesa una enfermedad para expresarse, y así uno saber mejor qué puede decir sin ser intrusivo o pasar por indiferente, así como cuidarse del vicio del refuerzo positivo: cómo no sé qué decir entonces te digo que qué valiente o que le metas ganas”.
Mientras termino de escuchar a Gabriela, pienso que, en pocas palabras, ser consciente de las propias estrategias para lidiar con el dolor, el miedo y la enfermedad nos permite mejorar nuestra forma de hablar con los demás: nos ayuda a reconocer que no todos pensamos ni sentimos igual, pero que podemos respetar, sentir y comprender a los otros. Cada enfermedad es un proceso, pero también lo es digerir y asumir las posibilidades que abre, las que cierra, los riesgos que trae, los miedos que despierta, los valores que exalta, los deseos que subraya y los que extingue.
Curiosamente, puede que la dificultad para hablarnos cuando un diagnóstico preocupante entorpece nuestra forma de comunicarnos y estar cerca sea tan solo una muestra de lo poco que nos conocemos a nosotros mismos y a los demás, un efecto secundario de solo pensar en calificar con adjetivos y bombardear con consejos, porque no sabemos cómo lidiar con la impotencia.
No reducir todo a la enfermedad, abrirnos al dolor del otro, a sus creencias y valores, compartir nuestros propios pensamientos desde el respeto por los de quien sufre una enfermedad grave —es decir, sin convertirlos en un imperativo y una carga— son los ingredientes que permiten superar la torpeza de nuestra propia preocupación, tristeza o inexperiencia. Y a lo mejor es que podríamos enfocarnos en recordar día a día el valor de la vida. Como me dijo la doctora Sarmiento: “Al paciente con cáncer hay que recordarle que el cáncer no lo es todo, que el protagonista de su vida sigue siendo él, no su cáncer. Y a los enfermos crónicos hay que recordarles que tienen que cuidarse, que la vida es un recurso escaso. El Covid-19 sí que nos ha recordado eso. Convivir con la incertidumbre es muy difícil para el ser humano, pero con la pandemia hemos aprendido que no sabemos cuándo es que esto se nos va. Y eso nos enseña a valorar mejor y a vivir más intensamente. Es algo al respecto de lo cual podríamos aprender más de los enfermos. Es muy bello ver cuando hay pacientes en situación de terminalidad que despiertan sorprendidos y felices cada día y te dicen: doctora, vivo el día, si me lo regala la vida”.
Dejar un comentario