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Bienestar Colsanitas

El monje en su montaña

Fotografía
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Visitamos a un hombre que dejó los afanes de la ciudad para conocerse mejor. 

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lástico como un recién nacido, André Lemort pone el pie derecho sobre el muslo izquierdo, en posición similar al medio loto. Permanecerá sentado en la misma silla durante dos horas, hablando de la ilusión del yo, de su tránsito por la ciencia y la docencia, de su maestro japonés, de su refugio en la montaña y de la exigente postura de meditación que practica tres veces al día, en quietud y silencio, desde hace casi cincuenta años: zazen. Pero antes advierte que su historia personal le parece irrelevante. Más vale el silencio que hablar de sí mismo, dice este monje francés.

André Lemort, uno de los tres hombres que introdujeron el budismo zen en Colombia, recibió a Bienestar Colsanitas en su casa con la condición de que no lo fotografiáramos de frente, porque hacer énfasis en su cara equivaldría a otra forma de hablar de sí mismo, y “mi vida personal no me parece interesante, por eso me gustaría mejor ampliar la conversación a otros temas”.

La neblina cubre buena parte del paisaje que se extiende frente a la ventana de su pequeña casa de un solo ambiente, construida en madera con sus propias manos. Está en el filo de un peñasco de Laguna Verde, una vereda de Zipacón, Cundinamarca, a 1.800 metros sobre el nivel del mar y a sesenta kilómetros de Bogotá, rodeada por la vegetación húmeda del Monte de Osos, un bosque pequeño en cuya espesura sobreviven escondidos algunos pocos osos perezosos.

Hace seis años André Lemort se instaló en esta montaña con Beatriz, su pareja, que vive en la casa de enfrente. En los días despejados alcanzan a ver desde sus camas los tres picos nevados de la Cordillera Central. André llegó primero, en 1994, con la convicción de que para vivir el zen de una manera real era preciso renunciar al ajetreo de la ciudad y retirarse al campo. Compró una parcela a la que llamó La Tierra, donde a lo largo de quince años levantó, con ayuda de otros practicantes de budismo zen, una casa comunal, cuatro cabañas, un taller de carpintería y un dojo o lugar para la meditación. Aquí acoge hasta cincuenta personas en los retiros —o sesshins— que dirige el monje Lemort.

Al final de la mañana, cuando se disipa la niebla, más allá de las copas de los últimos árboles de una reserva forestal que cuidan André y Beatriz, se alcanzan a ver los tejados de  Cachipay,  el  pueblo  vecino,  faldudo  y  de escasa gracia arquitectónica al que muy de vez en cuando baja Lemort al volante de su Montero modelo 2012.

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El monje André Lemort practica zazen desde hace casi 50 años. Cuando le preguntan para que sirve, responde: "el beneficio de no tener que buscar beneficio".

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André Lemort creció en Cloyes, un pueblito a 200 kilómetros de París. Tenía cinco años cuando vio por primera vez a su padre, prisionero primero de los nazis y luego de los rusos durante la Segunda Guerra Mundial.

Dotado para las matemáticas y las ciencias racionales, André estudió Física y Tecnología Aplicada, y se dedicó a la docencia.

—No desarrollé el gusto por lo literario y lo filosófico. Los asuntos demasiado abstractos me aburren. Las cosas aplicadas me interesan más —dice.

En su primer y único libro —no piensa escribir otro—, La doble equivocación: de la ilusión de la realidad del yo, el monje Lemort señala las dos equivocaciones del ser humano a las que la práctica de zazen hace frente. La primera es creer en la realidad absoluta del yo y en la realidad absoluta del mundo tal como lo percibimos; la segunda equivocación consiste en intentar eliminar el sufrimiento de la vida del yo, ya que el yo es una ilusión. “Dicho de otra manera”, escribe Lemort en la introducción, “el yo no es más que un modo de funcionamiento, una invención de la mente, y por lo tanto no es impensable no producirlo”.

—¿Usted ha superado o eliminado el yo?

—Lo he ubicado. Prefiero decirlo de esta manera, me parece más correcto. Tratar de eliminar el yo es darle una realidad al yo, sería como darle consistencia.

A los 25 años André Lemort conoció a un profesor de yoga que le enseñó ejercicios físicos y de respiración y que le presentó al célebre Taisen Deshimaru, el monje zen con el que empezó a practicar zazen en 1967. Su maestro japonés.

Las primeras veces que André intentó sentarse en la postura de zazen, las rodillas le quedaban en el aire y por más que intentaba no lograba pegarlas al suelo. Ni siquiera podía hacer el cuarto de loto, porque no conseguía bajar lo suficiente la pierna.

—Sufrí mucho al principio, pero insistí, ni siquiera sé por qué, pero algo me atraía de esta propuesta. Sólo después de varios meses logré poner las rodillas en contacto con el piso. La apertura del cuerpo, soltar las cosas que hacen que nos cerremos en el cuerpo, dura años.

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Sufrí mucho al principio, pero insistí, ni siquiera sé por qué, pero algo me atraía de esta propuesta. Sólo después de varios meses logré poner las rodillas en contacto con el piso. La apertura del cuerpo, soltar las cosas que hacen que nos cerremos en el cuerpo, dura años.

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Después de catorce años de práctica del zen, Lemort le pidió la ordenación de monje a su maestro Taisen Deshimaru.

—Taisen tenía mucho carisma, una fuerza vital enorme —dice “Reitai”, el nombre en japonés que le asignó su maestro y que en español significa algo así como “espíritu en calma”—. Me gustó mucho la propuesta suya, que era “siéntate y mira lo que te pasa”. Ya. Nada más. Muy diferente a las clases de yoga, donde siempre se mezcla mucha carreta, muchos aspectos de la vida psicológica, de la vida personal, de la alimentación, de tantas cosas.

Nieto de un samurai y discípulo del monje Kodo Sawaki, Taisen Deshimaru viajó a Europa en los años sesenta para difundir una vertiente del budismo zen heredera de la antigua escuela Soto, fundada en el Japón del siglo XIII. Esa escuela transmitió la práctica de shikantaza, una postura cercana al zazen y con  la doble acepción de “iluminación silenciosa” y “estar sentado”.

—Taisen atraía a mucha gente en Francia, a pesar de que a veces decía bobadas, como que el zazen curaba el cáncer o que si practicábamos zazen la bomba atómica no explotaría. Su muerte fue para mí un golpe muy duro, porque tuve que enfrentar solo la práctica y mi vida de monje.

En 1987 el joven monje André Lemort viajó a Cartagena a dictar una conferencia sobre el zen y a acompañar una serie de prácticas. En esa ciudad se empezó a gestar su atracción por Colombia. En octubre del año siguiente regresó al país para no volverse a ir. Sin hablar español y con los pocos kilos de equipaje que la aerolínea le permitió traer en clase económica, se instaló en un apartamento de las Torres del Parque, en el centro de Bogotá, donde soportó la soledad de sus primeros meses en la ciudad con uno que otro whisky al final de la tarde. Junto a su cuarto adecuó un dojo —en japonés “lugar donde se practica la Vía” o “lugar del despertar”— para unos pocos practicantes. Luego, en el primer piso de una casa en el barrio La Soledad, al frente de un jardín interior montó un dojo más grande y creó la Fundación Zen.

Han transcurrido dos décadas, y por sus dojos han pasado decenas, cientos de practicantes, la mayoría fugazmente. Otros, como Marta Téllez, llevan muchos años practicando zazen con la guía de André Lemort.

Marta estudió música, fue profesora en un colegio de niñas y vivió la rumba bogotana de los años setenta y una parte los ochenta. Se habituó a sentarse inmóvil y en silencio cada mañana y cada tarde y su vida dio un giro de 180 grados. Así explica esta monja budista lo que propone la tradición zen con esta postura:

—Zazen es como la revelación de lo que uno está viviendo en su vida. Es como poner un espejo que te muestra lo que vives. Algo que es difícil de ver de otra manera, en zazen es más nítido. Quién soy y cómo vivo sin importar lo que hay afuera, sino cómo vivo desde adentro, mis células, mi cuerpo, mi mente… Cómo es cada instante de mi vida. Eso es lo que hay en zazen, no hay nada más. Todo aparece en zazen, todo lo que uno es, lo que ha vivido, la historia de su cuerpo, de su mente, su memoria afectiva.

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A los 25 años André Lemort conoció a un profesor de yoga que le enseñó ejercicios físicos y de respiración y que le presentó al célebre Taisen Deshimaru, el monje zen con el que empezó a practicar zazen en 1967.

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Hace un año Marta comenzó a vivir en comunidad una etapa nueva de su experiencia con la práctica del zen. Durante los últimos meses, ella, André y Beatriz han estado practicando zazen junto a Carol, una bióloga que llegó al zen en 2011, y Hervé, un francés en sus tempranos cuarenta que se interesó en las enseñanzas de Lemort luego de leer su libro. Entre todos se reparten las labores propias de la vida comunitaria.

Vestido con un kimono negro, cada madrugada, entre las 3:30 y las 5:30, el monje Reitai se sienta en zazen sobre un cojín redondo. Repite esta rutina a la media mañana y al atardecer. La postura correcta de zazen exige la abertura de la pelvis y de las articulaciones de las caderas. Hay quienes lo intentan por años sin conseguirlo, según Reitai porque no enfrentan la cerradura que se produce cuando aparece el yo.

—Cuando me preguntan sobre el beneficio que se consigue con esta práctica, siempre digo: “el beneficio de no tener que buscar beneficio”. Esa búsqueda se cae, desaparece, así —dice el monje André Lemort, o Reitai, y suelta una bocanada de aire—: Fuuu… Y ahí, por fin, se puede respirar.

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Jorge Pinzón Salas

Fundador y exdirector de la revista Cartel Urbano, ahora es periodista independiente.