Tendemos a considerar la jaqueca o migraña como un dolor de cabeza muy fuerte. Pero es eso y mucho más. Por desconocerse su origen y causas, su tratamiento no es nada sencillo. Un doliente nos cuenta su larga historia con esta afección.
Los brillos
—Ay, mamá… me estoy quedando ciego…
—¿Qué le pasa, mijito?
La vi venir. O mejor dicho: vi parches de su cuerpo acercándose para consolarme mientras mi hermanita intentaba explicarle el por qué de mi llanto.
—Estábamos jugando lotería cuando de pronto se fue volviendo como bobo y empezó a decir que unas luces se le habían metido en los ojos y que no veía las fichas. ¿Vio? Eso le pasa por mirar el bombillo…
—¡Yo no he mirado el bombillo! —y me puse a llorar.
Mi madre, paciente por naturaleza, asumió el control. Me dio una aspirina para adultos, buscó el mentolatum que curaba todos los males según el abuelo y me frotó las sienes.
—Ven, vamos a comer que ya se te pasará.
Sentado a la mesa, sollozando, no distinguía en mi plato las papas ni el arroz, el cuadro del Sagrado Corazón en la pared era unos retazos de color ensangrentados, mis hermanos una presencia descompuesta. Sin ningún deseo de comer, me recliné con los ojos cerrados hasta que fueron desapareciendo los brillos.
Pero ahí comenzó el dolor de cabeza.
—Me duele mucho de este lado —le dije a mi mamá.
—Ven a acostarte, ya se te pasará.
"Como la primera vez, los brillos y la ceguera temporal desaparecían a la media hora, pero el dolor de cabeza que quedaba era insoportable".
Tenía siete años cuando me atacaron por primera vez los brillos. Son los mismos cristales fosforescentes que hace un rato bailaban en primer plano. Los conozco bien. Se han vuelto compañeros tormentosos de toda la vida. Aparecen inesperadamente. Son similares, en un principio, a los que quedaban entre mis párpados luego de mirar el sol o de haber pasado jugando con las nubes brillantes. Pero estos no nacen de un punto luminoso, simplemente aparecen, se desplazan, se modifican, se acrecientan, inventan mosaicos de colores y me impiden ver, me prometen el dolor y una inevitable depresión. Ah, los malditos brillos.
Mi madre ya había oído hablar de ellos: a mi tía Amparo, su hermana, la habían atacado desde muy joven, y mi hermano Luis Fernando los padecía esporádicamente.
—La jaqueca es un mal de familia y este pobre lo heredó —escuché que le contaba por teléfono a su amiga Solita, quien también conocía sus efectos: su esposo, el doctor Vélez, ese día, como tantos otros, no había ido a recetar a su consultorio y permanecía postrado en cama quejándose, vomitando y clamando para que nadie se le acercara ni se le ocurriera dejar entrar un rayo de luz a su cuarto. Por fortuna nunca he tenido vómitos ni náuseas, pero sé de tantos otros que los padecen cuando los visita la migraña.
El lado opaco de la migraña
Cuando aterrizaron los astronautas en la luna, apenas pude ver los brincos de Neil Armstrong sobre el suelo selenita. Coincidió con un ataque de jaqueca. Mientras mis hermanos y amigos observaban boquiabiertos la transmisión en televisión, yo me confinaba en las tinieblas del cuarto. Parecía que sobre un lado de mi cráneo un angelito barroco, semidesnudo, marcaba con un martillo el compás del bombeo del corazón. Como la primera vez —y en tantas otras recaídas que comenzaron a repetirse, ya fuera jugando fútbol, preparando un examen del colegio, a punto de romper relaciones con la novia—, los brillos y la ceguera temporal desaparecían a la media hora, pero el dolor de cabeza que quedaba era insoportable y sentía que a mi alrededor se había conformado una especie de aura de desprecio entremezclada con gotas de lástima.
Con solo presentir los primeros síntomas, como el doctor Vélez y todos los que sufren del mal, tenía que ir a enclaustrarme en el cuarto, cerrar las ventanas, rogar que nadie encendiera la luz porque al abrir los ojos se acrecentaría el dolor y cualquier ruido se convertiría en un estruendo. Y me encerraba en una profunda soledad repleta de malas sospechas, pues la insensibilidad en el brazo me hacía suponer un desenlace peor.
¿Cuánto duraba el tormento? ¿Cuánto va a durar esta vez?, me preguntaba siempre con esos primeros síntomas. Podrían ser hasta quince días, como aquella vez en la que, tras una serie de ataques espaciados por uno o dos días, llegué al súmmum del dolor, al punto que los tonopanes que tomaba no surtían efecto. Entonces recurrí desesperado a mi hermano, Luis Fernando, que estudiaba medicina, para que me socorriera. Pero al tratar de explicarle los síntomas me di cuenta de que solo emitía mugidos, que las frases que intentaba se convertían en monosílabos incomprensibles.
—¡Vámonos ya para la clínica!
En urgencias me hicieron vomitar y me pusieron un antiinflamatorio y un somnífero, que me mantuvo casi dos días en estado vegetativo. Recobrada la aparente normalidad, mi hermano me dio el dictamen: la migraña no tiene cura, nadie sabe exactamente de dónde proviene; se sabe que tiene un componente genético, alimenticio, que está relacionada con el estrés, con el cansancio; algunos dicen que es un problema hepático, otros que es un problema de transmisión de electricidad en el cerebro; que es una enfermedad emparentada con la meningitis; que la mayoría de drogas que se recetan tratan de controlar la presión, pues el proceso comienza con la contracción de los vasos sanguíneos en el cerebro que viene acompañado de escotomas o brillos, pero que luego se produce una dilatación de los mismos que convive con el dolor de cabeza en un hemisferio del cerebro; que por eso se llama hemicránea; que la palabra migraña es el resultado lingüístico de la evolución del término hemicránea… Mucha información, pero nadie tiene el remedio, ni da la última palabra.
—Te va a tocar convivir con ella. Lo importante es tratar de mantenerse calmado, tener una buena alimentación, no desesperarse.
Sacándole brillo a la jaqueca
Durante la década de los treinta a los cuarenta años el mal pareció curarse. Lo veía manifestarse en otros y sentía una enorme compasión por ellos. Al verlos sufrir me provocaba revivir el plan que habíamos ideado con Cosio, un matemático profesor de la Universidad Nacional de Medellín: el Club de los Jaquecudos.
Se trataba de un espacio amplio en penumbras, al que se accedería por un túnel donde progresivamente se iba uno desligando del mundo exterior, de su luminosidad y su bullicio. Donde personajes muy suaves, vestidos en tonos oscuros, te recibirían con ternura y te preguntarían en cuál cama, hamaca o silla reclinable quisieras acomodarte para atenderte sin afanes ni presiones. Te traen bebidas aromáticas tibias, te hacen inhalaciones de romero, masajes en los puntos neurálgicos de las palmas de la mano, en la sien, en las fosas de los ojos o en la espalda y, si quieres, te leen poemas o te susurran dulces melodías.
Pero cumplidos los cuarenta regresaron las migrañas, y aprovisioné de nuevo mi botiquín con Cafergot, Ergovan, Advil, Ponstam y acetaminofén, una farmacopea que tras un infarto cardíaco en proximidad a los sesenta se redujo por recomendación del cardiólogo a simple acetaminofén. El cuadro anímico asociado al mal durante estos veinte años ha sido el estrés y ciertos alimentos. Se ha vuelto normal que cuando más tensionado estoy por un encargo laboral, la afección reaparezca. He tomado conciencia de ello y como sé que no voy a morirme y que se disipará en horas, tan pronto siento los síntomas ingiero un par de medicamentos para prevenir los dolores de cabeza, hago ejercicios de relajación con la respiración, masajes en mi sien y en las cavidades craneanas de mis ojos siguiendo el consejo que me dio una acupunturista tras una sesión de agujas chinas en mi cráneo, y trato de no concentrar la atención en la enfermedad.
Me esfuerzo en banalizar sus efectos, en burlarme de la migraña recordando irónicamente lo que he aprendido en la literatura sobre el tema: es una enfermedad de la corte, de los genios y de las señoras histéricas, y me pregunto a cuál de estos grupos pertenezco. Pero no siempre esta actitud jocosa prospera, y como Adrian Leverkühn, el personaje de la novela Doctor Faustus de Thomas Mann, me separo del mundo para ir a un viaje interior.
"La jaqueca no cesa de ponerme límites inesperados, pero no ha logrado que cese el disfrute que traen consigo los días resplandecientes".
¿Por qué entre ocho hermanos he sido yo el seleccionado por la genética para cargar con este lastre? ¿Será esta relación continua con la enfermedad un estimulante para la sensibilidad artística o su freno natural? ¿Se trata simplemente de una esquirla desprendida de un castigo mayor, de tantos lanzados por los dioses a una humanidad débil y pretenciosa, que simplemente tiene como propósito recordarle su inherente fragilidad?
Hace dos días vinieron los brillos y se fueron, el dolor de cabeza estuvo leve y ya desapareció. Ahora, mi esposa prepara el desayuno. La veo colocando sobre la mesa un plato con fresas y sirve el café.
—¿Quieres, mi amor?
Dudo. Aspiro el aroma y me pongo en guardia.
—No, querida, gracias. Me da miedo.
Últimamente, dos o tres horas después de tomar café tengo jaqueca. Y también aflora cuando como fresas…
La jaqueca no cesa de ponerme límites inesperados, insólitos, pero a pesarde sus brillos tormentosos no ha logrado que cese el disfrute que traen consigo los días resplandecientes, la luz capaz de darle vida y forma a los paisajes y los objetos. Sé que ronda por ahí, y que volverá a brindarme sus dolores. Pero, mientras tanto, aprovecharé para disfrutar en su ausencia de todos los resplandores y los sonidos, de los juegos compartidos que le dan a la vida un aura de buena energía y aparente normalidad.
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