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John William Archbold

Mi sangre y su temprano afán

Fotografía
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El autor de este testimonio ha sido hipertenso desde los 20 años. Narra cómo su diagnóstico le enseñó la importancia de cultivar hábitos de vida saludables.

El día del análisis llegué tarde a la cita, pero de algún modo, logré obtener un turno, el último. Supongo que la enfermera se conmovió al verme sudando y con la respiración entrecortada. Me senté a esperar y, después de un rato, indicaron que quienes íbamos a hacernos la ecografía de las arterias renales debíamos pasar a otra sala. Me levanté de inmediato, parecía que era el único, pero poco a poco, como si se tratara de una escena grabada en cámara lenta, empezaron a levantarse un montón de octogenarios. Algunos llevaban bastones, otros caminadores, y alguno estaba en silla de ruedas. 

Me condujeron con ellos a una habitación, y mientras los escuchaba hablar sobre sus problemas con la pensión y sus nietos, me pregunté por qué yo estaba ahí, haciéndome el mismo procedimiento. Solo entonces entendí que lo que me estaba pasando era muy serio. 

Durante casi un año tuve frecuentes dolores de cabeza, y una combinación de calor y presión sobre la nariz y la nuca; sospechaba que algo no estaba bien, pero no le prestaba atención. En ese entonces la salud era la última de mis preocupaciones, cursaba los últimos semestres de mi carrera y los hologramas de mi cédula aún brillaban. En lo único que pensaba era en hacerlos reflejarse en la puerta de un bar.

"Me declararon hipertenso cuando tenía 20 años. Aunque esta enfermedad se caracteriza por actuar de manera silenciosa en muchos pacientes, por fortuna, en mí empezó a hacer ruido bastante pronto".

Fumaba alrededor de media cajetilla de cigarrillos al día, y cualquiera me habría considerado la reencarnación de Christina Onassis, al verme siempre con una Coca Cola en la mano. Al igual que ella, empecé a tener problemas de insomnio. Un cortisol elevado era el ingrediente que no hacía falta en esta receta.

Todo se complicó una noche, en la que poco pude dormir después de beber unos tres litros de gaseosa. Me levanté con molestias en la nariz y la nuca, pero esta vez la sensación era más incómoda que nunca. Sin embargo, fui a clase. El malestar se mantuvo, apareció un mareo y de repente sentí fuertes ganas de vomitar. Salí corriendo cuando sentí que no podía contenerme y lo hice en la puerta del salón. Unos compañeros me llevaron a la enfermería de la universidad y allí, por primera vez, mi brazo entró en contacto con algo que habrá de acompañarlo el resto de mi vida: un tensiómetro. 

La enfermera, con una expresión de completa sorpresa hizo la lectura: 160/100. Lo instaló en el otro brazo, pero no fue muy diferente. 

—Tienes que ir al médico lo más pronto posible, lo tuyo es hipertensión.

Le respondí con incredulidad. Una muy absurda teniendo en cuenta que mis padres y ambas abuelas también lo eran, y que una de ellas había muerto por un infarto fulminante. 

—Eso en ustedes no importa, la gente de tu etnia es más propensa a sufrirla a cualquier edad.

Aunque el comentario me resultó fuera de lugar, la realidad es que no mentía. Diferentes estudios han demostrado que la hipertensión tiene prevalencia en personas de origen afro, dado que somos más sensibles a la sal. Las personas afrodescendientes tenemos niveles más bajos de renina plasmática y de angiotensina II. Estas enzimas colaboran con la habilidad del organismo de procesar y excretar el sodio. Y me di cuenta de que esto, como la mayor parte de los procesos humanos, tiene una razón histórica. 

Hasta donde se ha podido establecer, el comercio extensivo de sal en África tuvo origen en el siglo XI, mientras que en Asia y Europa data de la Edad Antigua. Esto, y el hecho de que en África existieran otras formas de condimentación (como el huru, considerado precursor del caldo sazonador), han permitido concluir que el consumo de sal en África comenzó de forma más tardía, y que por eso la fisiología de africanos y afrodescendientes está menos adaptada a este hábito.

"Quiero pensar que, de haber conocido ese dato, habría medido mi consumo de sal con anterioridad, pero la realidad es que sabía de las restricciones que mis padres tenían al respecto y nunca tomé medidas".

Después de aquel incidente, solicité una cita médica que se extendió a tres más. En la última me hicieron el diagnóstico definitivo e ingresé al programa de riesgo cardiovascular. Empecé a tener citas regulares con una médica internista, una doctora joven que entraba en pánico cada vez que me tomaba la tensión. Me preguntaba si había tomado el medicamento con juicio y cómo eran mis hábitos; al no encontrar una respuesta se ocultaba detrás del biombo y llamaba a otro médico, supongo, para contarle mi situación. A mí en lugar de preocuparme me hacía gracia su actitud. Luego me ordenaba una multitud de análisis a los que me sometía con la misma despreocupación.

La inquietud que manifestaba la doctora no era desmedida, porque la hipertensión a temprana edad puede ser una manifestación secundaria de una condición más seria. Según el cardiólogo Rodrigo Oñate, “una hipertensión temprana puede obedecer a tumores productores de sustancias que inducen a la hipertensión como las catecolaminas o los mineralocorticoides, o de pacientes con alteraciones del flujo sanguíneo renal”. 

Para mi fortuna, ninguno de los exámenes que indagaban por esas patologías tuvo un resultado comprometedor, así que hubo una nueva tanda de exámenes, entre ellos, una ecografía de las arterias renales. El examen del que hablaba al inicio. Ese análisis tampoco arrojó pistas de alguna anomalía, pero ver que me estaba ocurriendo algo que solía ocurrirles a personas que me llevaban 50 años, fue lo que necesité para reaccionar.

"Aunque uno que otro descuido no dejará de estar latente, sé que tuve que adquirir el compromiso  del autocuidado, quizás de manera más temprana, pero lo hice para evitar otras consecuencias".

Asumir que se tiene una enfermedad crónica no es fácil, pero se vuelve más complejo cuando uno está en una edad en la que cree disponer de toda la salud y vitalidad posibles, y en la que ninguna circunstancia te ha enseñado la importancia de cultivar hábitos de vida saludables. En mi caso, fue complejo aceptar que si no tomaba las medidas pertinentes iba a empeorar mi situación, pero eventualmente me di cuenta de que ejercer cuidado no solo era la única opción que tenía, sino lo mejor que podía hacer, porque incorporar hábitos de vida saludables a la larga iba evitar que surgieran otros inconvenientes. 

Después de casi 13 años, creo que llevo una mejor relación con mi enfermedad, y aunque uno que otro descuido no dejará de estar latente, sé que el cuidado que debo ejercer conmigo mismo es un compromiso que me tocó adquirir, tal vez de manera más temprana, pero que finalmente evitarán otros inconvenientes que habrían llegado de otras formas. Hoy veo ese diagnóstico como el modo en que la vida me enseñó que la juventud no es una licencia para los excesos, porque en realidad no sabemos lo que se está gestando en nuestros cuerpos, y en mi caso, al igual que yo tenía ansiedad por vivir, mi sangre también tenía un temprano afán.