Campesinos de San Francisco, Chipatá, Chisacá y Guandoque monitorean las precipitaciones, las heladas y todos los eventos climáticos que les sirven para tener mejores cultivos.
or la forma en que se ven las nubes —densas o borrosas, o grises o enrojecidas—, Laura puede predecir con cierta seguridad si habrá lluvia los días próximos, o todo lo contrario. Y por la humedad del suelo cuando sale a la puerta de la finca también saca algunas conclusiones y corre por su cuaderno a escribir cualquier mínima variación. Con su esposo Alejandro, decidieron irse a vivir a la alta montaña y ser dos de los más de treinta monitores y monitoras del clima que hay en las microcuencas de San Francisco, Chipatá, Chisacá y Guandoque, a las afueras de Bogotá. Laura y Alejandro del Real dicen que ahora son una suerte de exploradores, que prestan minuciosa atención a todo lo que les rodea, como si fueran detectives de un territorio que es suyo pero pareciera que apenas empiezan a conocer.
Lo que hacen se llama ciencia comunitaria o monitoreo comunitario, y consiste en hacer, a través de métodos más artesanales y sencillos, la medición de casi cualquier cosa: en San Vicente de Chucurí, por ejemplo, hay equipos completos de personas que monitorean el agua y las aves; en la vereda El Rubí, en Solano Caquetá, hay quienes están a cargo del monitoreo de la fauna local. En este caso, se trata de campesinos y campesinas que monitorean el clima: investigan y adoptan métodos para predecir cómo van a ser los comportamientos temporales.
Un grado más caliente
Al cambio climático ya dejaron hace tiempo de llamarle así —porque, entre otras cosas, ese nombre tan cándido suena como una cartilla para colorear—, expertos y expertas de todo el mundo consideran que la expresión correcta es “crisis climática”, de hecho, en ocasiones también se usa “emergencia climática”. Entre 1850 y 1900, antes de la industrialización, el Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) midió la temperatura de la Tierra. Sobre ese registro y a través de largos estudios, descubrieron que desde antes de iniciar la era industrial hasta 2017, la temperatura promedio del planeta aumentó 1°C. Esa variación puede parecer pequeña. Pero ¿qué significa realmente ese grado centígrado más? Según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam), la crisis climática tiene relación directa con la biodiversidad, la productividad de los suelos agrícolas, el agua y la salud.
Para verlo más claramente están los resultados que publicó en 2019 la revista National Geographic de la investigación de Camry Allen, una científica de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica estadounidense en Hawái. Se descubrió que la temperatura de la arena en la que entierran los huevos las tortugas marinas, determina si serán machos o hembras, y hace años está tan caliente esa arena, que el número de tortugas marinas hembras sobrepasa al de los machos: 116 a 1. Este es apenas un hecho de cientos que posiblemente ni siquiera han sido estudiados. Eso no es todo, lo que advirtió Naciones Unidas es que hay una altísima probabilidad de que la temperatura de la Tierra llegue a 1,5 °C entre 2030 y 2052.
Estudiar el comportamiento del clima
Sin embargo, desde remotos lugares de todos los países hay quienes están peleando —aunque parezca a contracorriente— con las inesperadas reacciones del clima, y procurando no afectarlo más. Campesinos y campesinas de las afueras de Bogotá están midiendo precipitación, temperatura y humedad relativa. Funciona así: todos los días a las seis de la mañana en punto y luego a las seis de la tarde en punto, los monitores y monitoras deben salir de sus fincas y pararse a un costado con un artefacto pequeño que les arroja números, luego, los apuntan en sus cuadernos y a través de cálculos, sistematización, análisis y asesoría de profesionales de Conservación Internacional, llegan a conclusiones sobre el comportamiento del clima en ciertas épocas del año. Cada vez se están haciendo más preguntas, ahora quieren calcular variables como la vegetación, la intensidad del viento y la calidad del agua.
Laura Castaño, bióloga de la Universidad Nacional, dice acerca del monitoreo comunitario que: “La ciencia funciona así: uno busca las cosas, las mide, según sus necesidades inmediatas. Ver cómo el campesinado se apropia de herramientas nuevas y combina los saberes que llevan nutriendo desde hace años, y usan esto para hacer algo tan grande como es medir el clima. Es bonito saber que va a quedar registro para a partir de ahí hacer más investigaciones y que además van a salvar sus cosechas”.
Blanca Velandia es monitora desde 2019 y dice que añadir esto a sus actividades diarias le ha permitido conocer más su finca: “Medir nos permite tener la capacidad de analizar qué meses son buenos para sembrar, por ejemplo, y eso me ha servido mucho para saber cómo se comporta la tierra de mi finca y más adelante calcular datos en comunidad y tomar mejores decisiones para el territorio”.
Según la Universidad Técnica del Norte de Ecuador, la agricultura es la columna vertebral del sistema económico mundial. Y no hay cifras de cuántas personas cada año pierden sus cosechas por la crisis climática. El estado de los recursos de suelos en el mundo, hecho por el Grupo técnico intergubernamental sobre los suelos de la FAO, concluyó que “El 33 % de la tierra se encuentra de moderada a altamente degradada”.
Sistematizar la intuición
En las fincas de la alta montaña, donde viven monitores y monitoras del clima, no solo se cosechan para la venta de fresas, papa, yuca, sino que en esas casas pequeñísimas y casi devoradas por el bosque, las familias están cuidando sus cultivos porque quieren construir un territorio sostenible: “No tenemos que ir a comprar nada, acá tenemos las vacas, hacemos el queso, tenemos la siembra de hortalizas, tenemos las cosechas”, dice Luis Rodríguez, otro de los monitores. Para él, sus vecinos y vecinas, calcular las lluvias, las sequías y las heladas es como fabricar abono para las plantas o alimentar las vacas, una herramienta para cuidar la tierra, para ayudarle a adaptarse a la tormenta que puede llegar de repente. Predecir con un buen nivel de confianza si va a llover o no, le sirve mucho porque el agua lava el veneno y si tiene esa información no manda a aplicarlo ese día, y ahorra dinero y contaminación para el cultivo. También sucede cuando abona la tierra, porque la lluvia, en cambio, activa los elementos y esparce más nutrientes por la siembra.
Luis dice que hacer ciencia comunitaria es ponerle números a la intuición que ellos tienen bien entrenada: “Al principio no fue fácil porque es una tarea de mucho rigor, pero luego se volvió otra actividad de la finca, y una de las más importantes para poder planificar. Todos los datos se analizan por la construcción de gráficas que permiten interpretar la realidad climática de la zona y direccionar todo. Es algo que desde los conocimientos rurales ya estábamos haciendo pero guiados por esa intuición, ahora todo es más exacto y eso me permite anticipar eventos climáticos para no tener pérdidas económicas”.
Para los monitores y monitoras, hacer ciencia comunitaria ha representado un cambio en su discurso y en su forma de relacionarse con la tierra. Entender que todas las fincas arrojan datos diferentes, aunque estén tan cerca, son algunas de las preguntas que les generan más curiosidad. Dicen que han despertado un interés científico y que quieren seguir estudiando. Sin embargo, los resultados contundentes de este monitoreo se verán en un plazo aproximado de siete a diez años. Es por eso, dice Laura Castaño, que la ruta de un monitoreo juicioso va más encaminada a que poco a poco las personas vayan entendiendo el rol de amortiguamiento protector que es el clima, entender eso ya es gigante.
"Las heladas son de los eventos climáticos más fatales para los cultivos: si los cristales de hielo entran, generan desgarros celulares, pueden marchitar las plantas y hasta pausar su desarrollo según la intensidad".
Julieth Mileidy Vargas es monitora desde principios de este año: “Hace poco empecé a registrar la curva de todo lo que pasa en el mes, entonces hay días en los que la curva está plana y cuando uno menos piensa ya llega a lo más alto. Es emocionante ver eso, siempre varía el tiempo”. Decidió ser monitora porque quería aprender algo nuevo: “La verdad es que por aquí las mujeres normalmente solo tenemos la opción de organizar las cosas de la casa o cocinarles a los obreros, pero con esto, que somos mujeres y hombres de varias edades, de varios lugares, estamos aprendiendo cosas muy importantes, que nos sirven a corto plazo, que de pronto desde afuera se ve como algo pequeño pero que va a servir mucho en un futuro”.
Laura Holguín es coordinadora de monitoreo de Conservación Internacional y ha realizado capacitaciones en las microcuencas para que las mediciones sean más exactas y la comunidad aprenda a interpretar los datos: “Es una tarea dificilísima la que ellos hacen porque no es un día ni dos, son todos los días de todas las semanas de todos los meses, todos los días a las seis en punto y luego otra vez a las seis en punto, tienen que parar lo que sea que estén haciendo, cumpleaños, Navidad, lo que sea. Nadie les está pagando por eso. Ellos están haciendo esto porque quieren adaptarse a la crisis climática, porque no quieren salir desplazados algún día por una avalancha o una helada que les dañó todo el cultivo”.
Las heladas son de los eventos climáticos más fatales para los cultivos: si los cristales de hielo entran, generan desgarros celulares, pueden marchitar las plantas y hasta pausar su desarrollo según la intensidad. Lo que más le gusta a Julieth Mileidy es medirlas: “Yo lleno una coca con agua, la pongo encima de la teja y la dejo toda la noche, al otro día voy y entonces se hace una capa de hielo en la parte de arriba y lo que hago es que cojo ese bloque de hielo, boto el agua que sobra, espero que ese hielo se derrita y luego mido cuánta agua hay, es decir, cuánto hielo, y así puedo calcular la intensidad de las heladas y hacerle cosas a las plantas para que no les pegue tan duro”.
Los monitores y monitoras de San Francisco, Chipatá, Chisacá y Guandoque seguirán midiendo —o sus hijos, nietos— las variaciones del clima que parecían inofensivas, pero que están causando estragos en muchos lugares y poniendo en peligro la seguridad alimentaria de muchas familias o la extinción de algunas especies. Campesinas y campesinos de todo el mundo pelean por salvarse. Salvarnos. Y eso ya lo dijo mucho mejor Eliezer Budasoff en la crónica “El señor de las papas”: “Después de ver cómo cuatro agricultores abonan un pedazo de tierra sembrado con papas durante seis horas, uno siente que debería ponerse de rodillas cada vez que mastica una”.
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