Incluso los mejores médicos tienden a ser malos pacientes. ¿Qué tan consciente es un médico cuando está en el papel de paciente? El autor de esta reflexión es médico y escritor, y hace poco se vio en una situación que lo llevó a pensar en este asunto.
l doctor Robert Klitzman, un reconocido psiquiatra de Nueva York, pasó por la tragedia de enterrar a una de sus hermanas, víctima del atentado a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Días después, Klitzman comenzó a sentirse decaído, dormía mal, padeció una gripa persistente, no salía de la cama, dejó de leer, dejó de oír música. Los síntomas no mejoraban con el pasar de los días, hasta que algunos amigos le dijeron que lo que tenía era una depresión profunda. “No —les dijo—, yo solo estoy indispuesto”. Como bien lo reconoció después, la idea de estar enfermo de una de las dolencias que él trataba a diario le parecía insostenible. Él no era, como sus pacientes, un enfermo psiquiátrico. Después escribiría respecto de aquella experiencia lo siguiente: “Por primera vez sentía en toda su intensidad por lo que mis pacientes tenían que pasar y cuán difícil es poner la experiencia de la depresión en palabras”.
El doctor Klitzman tuvo que ser hospitalizado y atravesó esa línea de hielo y silencio que separa a los médicos de sus pacientes. Después se dedicó a entrevistar a médicos de diversas especialidades que hubieran estado enfermos, y con sus testimonios escribió When Doctors Become Patients, un libro lleno de historias privadas que van de lo desopilante a lo absurdo. Un pediatra hospitalizado se quejaba del horario inconveniente de la ronda quirúrgica. En su caso, el cirujano que lo atendía y su séquito llegaban de madrugada estando aún medio dormido, le enfocaba con la linterna y le decía “y qué tal, cómo le va”. Antes de que pudiera decir algo, el cirujano ya había desaparecido. Una médica hospitalizada se quejó porque le habían ordenado unos enemas que aplicaban justo a la medianoche y no podía dormir, por lo cual pidió cambio de horario. Nadie le hizo caso. La doctora se declaró en huelga y fue la única manera de ser escuchada.
Otros apreciaron cosas que antes pasaban por alto pero que para sus pacientes podían ser importantes, como una ventana del cuarto rota o un televisor dañado. Lo que el doctor Klitzman y los médicos que entrevistó aprendieron dolorosamente es que la experiencia de enfermar y ser vulnerable y vulnerado por la enfermedad la padece el paciente (al que deberíamos llamar padeciente), mientras que el médico, que podría ser su acompañante excepcional, se hace a un lado y se ocupa en tratar la enfermedad, no a la persona.
Escrito lo anterior me gustaría contar mi experiencia como médico-paciente. Sucede que un día sentí dolor en la parte baja del abdomen, acompañado de diarrea y malestar general, por lo que fui con un médico amigo. El especialista me atendió, oyó mis quejas, y conociendo que en mi familia hay una larga historia de cáncer de colon me ordenó, sin atenuantes, que debía practicarme una colonoscopia. Oír la palabra cáncer seguida de colonoscopia despertó en mí un temor ancestral, y me llevó a una condición que la mayoría de los médicos, a pesar de que tratamos pacientes todos los días y todas las noches, rara vez reconocemos como propia. Quiero decir que los médicos vivimos como si nunca fuéramos a enfermar, es decir, como si ser pacientes no fuera una experiencia a la cual, tarde o temprano, debamos enfrentar en el curso de nuestras vidas.
"Los médicos empezaron a pensar en cosas que antes pasaban por alto pero que para sus pacientes podían ser importantes, como una ventana del cuarto rota o un televisor dañado."
Desde el momento en que comencé a experimentar aquellos síntomas pasaron por mi mente decenas de situaciones, cuál de todas peor, asociadas con el más terrible de los diagnósticos o el más dramático de los desenlaces posibles. Trabajaba de día, sí, pero con una sensación indefinible de malestar, y tendía a identificar las señales en mis pacientes con las mías propias o las que me esperaban. Sí, es cierto, no es esta necesariamente la manera en que la mayoría de los pacientes lidian con sus propias dolencias.
Conozco enfermos de una serenidad admirable, otros que se sobreponen a sus propios temores y asumen un virtuoso estoicismo que les permite sobrellevar las dolencias más devastadoras sin perder la serenidad y las esperanzas. Pero ocurre que los médicos en general, como es fama, tendemos a ser malos pacientes. Bien porque no siempre llevamos el estilo de vida que en general prescribimos como el mejor, o tendemos a subestimar los síntomas con que nuestro cuerpo nos advierte de una posible patología de curso impredecible y les damos trámite con analgésicos y una justificación que deja para un improbable después la consulta definitiva; o bien, porque ante la perspectiva de la enfermedad naufragamos presas del temor y del pesimismo. Para mi ulterior fortuna el día del examen llegó pronto, la colonoscopia fue completamente normal, los síntomas se fueron con medicación y pude volver a dormir tranquilo. Sin embargo, el desasosiego que experimenté aquellos días y la certidumbre de que mis pacientes en uno u otro momento de su dolencia se van a sentir desamparados y van a agradecer más una frase de consuelo que un diagnóstico resonante, me ha llevado a replantear la manera en que abordo esos asuntos con mis pacientes.
Entonces compartí estas reflexiones con un médico amigo, quien estuvo severamente enfermo hace un par de años. Después de seis meses de padecer una tos seca e inespecífica; de una taquicardia sin una explicación aparente; de sudar a mares en las noches; de hacerse mil y un exámenes, incluida una tomografía con emisión de positrones, se pudo llegar a un diagnóstico de mesotelioma peritoneal maligno, una de las formas más raras y agresivas de cáncer. Uno de los primeros médicos en ver el resultado le dijo sin preámbulos que no había nada que hacer y se fue sin despedirse. Sin embargo, otros colegas lo rodearon y decidieron hacer hasta lo imposible por tratar su condición.
La cirugía duró 20 horas y mi amigo y colega permaneció 17 días en la clínica; fue sangrado para exámenes de laboratorio tres veces al día; lo despertaban a las 4 de la mañana para medir gases arteriales; padeció la sensación psicótica de que esa persona que estaba allí era otro y no él; llegó a pensar que no iba a salir nunca de allí y sintió mucho pesar por sus propios pacientes, por las indescriptibles experiencias por las que tenían que pasar. Entendió así que la misión más importante de un médico es, como dice aquel viejo aforismo, “Curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre”.
* Médico anestesiólogo y escritor residente en Manizales.
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