Nada que hacer: muchos de nosotros somos adictos al celular, el computador o la tableta. Y quienes manejan las grandes empresas de tecnología estimulan esta condición con el diseño de sus productos.
ompetimos con la maldita necesidad humana de dormir”, dijo el director ejecutivo de Netflix en una entrevista en 2017. Esta compañía lo tiene claro: cada vez que un suscriptor cae dormido después de un atracón de varias horas viendo series o películas, la empresa pierde por varias horas la posibilidad de seguir recogiendo datos sobre sus costumbres y gustos. Su principal competidor es el sueño.
Según un estudio de la consultora Dscout, un consumidor promedio toca 2.600 veces al día su teléfono, bien sea para palparlo en el bolsillo, atender a una vibración, ver la hora, revisar notificaciones, chatear o hacer scroll en cualquier página. Los más adictos, que representan cerca del 10 % de los usuarios de telefonía móvil, lo tocan a diario más de 5.000 veces.
Un informe de 2016 de Common Sense Media asegura que el 78 % de los adolescentes en Estados Unidos consulta su teléfono al menos cada hora, y el 50 % de ese mismo segmento dice sentirse adicto a su dispositivo móvil. El tiempo promedio que un estadounidense gastó en su celular tuvo un incremento del 117 % entre 2014 y 2015.
El uso compulsivo (e imprudente) del teléfono es un fenómeno masivo: nos pasamos el día entero haciendo scroll, tap, swipe, pinch o drag, términos que designan las acciones de los dedos sobre la pantalla.
Desde el momento en que abrimos los ojos por la mañana volvemos a ser presa fácil de las compañías que hacen dinero con nuestra atención. Uno de nuestros primeros impulsos al despertarnos es consultar el teléfono. La última Encuesta de Consumo Móvil contratada por Deloitte en Colombia concluyó que el 88 % de los usuarios de teléfonos inteligentes consultan sus dispositivos durante la primera hora del día.
Maximizar el tiempo de permanencia de un usuario frente a una pantalla parece ser el objetivo fundamental de los amos de la era digital. Y lo logran, a juzgar por la compulsión de miles de millones de personas por permanecer en línea en todo momento, consumiendo contenidos orientados por el diseño web y los algoritmos del big data.
Es el diseño, amigo
En el campo de la tecnología virtual, el diseño ha ido mucho más allá de la estética y la facilidad de uso. “El diseño es la usabilidad. Es la arquitectura de la información. Es accesibilidad. Todo eso es diseño”, dice el director de comunicaciones digitales del Laboratorio Europeo de Biología Molecular, Mark Boulton.
Vista la relación desigual entre usuarios y desarrolladores, ¿será mucho pedir que los lenguajes programados sean transparentes y honestos?, ¿que en vez de servir únicamente a los intereses de las compañías de internet contribuyan a mejorar nuestras vidas? Quizás sí es mucho pedir, porque detrás del diseño web está el modelo de la monetización por vía de la publicidad y la recolección de datos, y a los anunciantes les conviene nuestra dependencia de las pantallas y de la red.
Sin embargo, no toda la responsabilidad de nuestro abuso tecnológico puede achacarse al “club de chicos de Silicon Valley”, como el influyente académico del sector tecnológico Vivek Wadhwa llama con ironía a los jóvenes genios del software residentes en San Francisco. De nosotros depende cómo, cuándo, dónde y durante cuánto tiempo al día usamos el celular, la tableta o el computador.
Revisando las cifras de arriba y otras más, preguntémonos: ¿somos una generación de adictos a la interacción digital? Y si lo somos, ¿ese apego muchas veces tóxico a las pantallas nos está conduciendo a una dictadura de la viralidad, al tiempo que erosiona las relaciones humanas, la productividad, incluso la democracia?
Las respuestas —no del todo concluyentes— están en manos de la ciencia, de la psicología del comportamiento y, en un plano más empírico, de padres de familia e instituciones educativas. Por un lado, se ubican los catastrofistas, alarmados por lo que no dudan en calificar como una adicción pandémica.
Harry Brignull, experto en UX (experiencia del usuario), acuñó el término “patrón oscuro” en 2010 para aludir a los trucos y trampas digitales cuya finalidad es que gastemos más tiempo en un aparato con conexión a internet”.
Por el otro, están los evangelizadores de las nuevas tecnologías, que aseguran estar comprometidos con hacer del mundo un lugar mejor por medio de dispositivos y plataformas web.
En la esquina de los críticos optimistas están los organizadores de la Conferencia Internacional de Tecnología Persuasiva, que cada año se realiza en Canadá y cuya propuesta matriz es ayudar a cambiar comportamientos en los ecosistemas tecnológicos, pero mediante la persuasión y la influencia social, no por medio de la coerción ni el engaño que muchos lenguajes web ejercen sobre nosotros. Allí se discute sobre comunicación inteligente, diseños de conectividad para soportes sociales y “patrones oscuros”.
Harry Brignull, experto en UX (experiencia del usuario), acuñó el término “patrón oscuro” en 2010 para aludir a los trucos y trampas digitales cuya finalidad es que gastemos más tiempo en un aparato con conexión a internet. Podemos encontrar un ejemplo de patrón oscuro en Amazon. Si usted quiere eliminar su cuenta de esa compañía de comercio electrónico, no hallará en el menú de su página una opción para hacerlo de manera expedita. Tendrá que leer la letra menuda para, finalmente, dar con un botón casi oculto que lo llevará a un chat de servicio al cliente donde intentarán persuadirlo por todos los medios de no abandonar la plataforma. A ese tipo de patrón oscuro se le conoce en el argot de los programadores como “cucaracha de motel”, una estratagema que nos hace las cosas fáciles para entrar en un sitio web, pero difíciles a la hora de salir de él o eliminar nuestra cuenta. La página web darkpatterns.org ofrece muchos ejemplos de interfaces deliberadamente confusas o engañosas.
En Colombia
Uno de los pocos colombianos atentos al tema de la adicción a internet es el médico psicoanalista Alberto Ganitsky, quien me explicó en su consultorio que en todas las adicciones se evidencia el paso inevitable del impulso a la compulsividad. “El impulso empieza cuando tienes tu primer celular y comienzas a descubrir juegos y aplicaciones. Al principio juegas un rato, para entretenerte un poco entre las labores del día. Después, entre leer un libro o jugar en tu celular escoges el juego, y comienzas a dejar la lectura a un lado. Y empieza a desarrollarse la adicción. Cuando no tienes contacto con la actividad tecnológica que incrementa tu dopamina, se dispara la ansiedad, la rabia o el síndrome de abstinencia”.
Adicción (del latín addictus, que en la Roma antigua significaba ‘esclavo’ y ‘deudor’) es un término que empezó a usarse en el campo clínico a finales de la década de 1920. Las adicciones son adhesiones a conductas placenteras que llevan a un detrimento en diferentes áreas del desarrollo personal.
El Centro Clínico Función Futuro atiende en Bogotá toda clase de trastornos adictivos. Su director, Andrés Jaramillo, lleva 30 años tratando dependencias químicas y no químicas, y cerca de 10 años atendiendo, esporádicamente, casos de adicción a la pornografía y a las apuestas en línea. “Hay adicción a medios digitales cuando estos empiezan a absorber cada vez más cantidad de tiempo y energía —dice Jaramillo—. Un comportamiento compulsivo es patológico cuando se convierte en una necesidad neurótica. En el caso de las redes sociales, hay una creciente necesidad neurótica de aprobación y reconocimiento, así como una dependencia al comportamiento voyerista. Esto ha sido aprovechado por empresas como Facebook para generar necesidades e involucrarse, con fines mercantilistas, en la capacidad decisoria de un individuo. Por eso el internauta debe ser vigilante y cauteloso”.
La necesidad compulsiva de estar revisando el celular nos lleva a lo que psicólogos y especialistas en diseño web han denominado “zonas de máquina”, esos momentos frente a la pantalla en los que el tiempo vuela y actuamos casi en piloto automático. En un artículo para la revista The Atlantic, el periodista Alexis Madrigal escribía hace unos años: “La ‘zona de máquina’ es antisocial y se caracteriza por la falta de conexión humana. Es posible que estés mirando personas a través de las fotos, pero esas interacciones con sus presencias digitales son mecánicas, repetitivas y se refuerzan con comentarios computarizados”.
Opiniones encontradas
Está bien. Y ¿si la preocupación por lo que puedan hacer en el futuro celulares y aplicaciones en el cerebro humano no es más que una nueva fuente de angustia y alerta, como lo fueron las novelas románticas en el siglo XIX o la radio y la televisión en el XX?
Según la revista estadounidense Wired, especializada en tecnología, “la era de los teléfonos inteligentes lleva apenas una década. Eso es un nanosegundo en la evolución humana. No sabemos cuáles serán los efectos a largo plazo de los teléfonos inteligentes”. Podría haber muchos riesgos para nuestras mentes, pero, como sugiere Wired, “también puede haber beneficios que no podemos medir todavía. Pasará mucho tiempo antes de que lidiemos con los pros y los contras de la tecnología de los teléfonos inteligentes. La conectividad de la tecnología actual puede, simultáneamente, destruir algunas comunidades y crear otras”.
Pero un ensayo del psicólogo Larry Rosen advierte que en el futuro cercano veremos problemas de memoria y creatividad asociados al uso prolongado de pantallas. Los saltos constantes de estímulo tras estímulo, de contenido tras contenido, podrían ser cada vez más críticos.
En la carrera por la atención, las compañías están dispuestas a hacer lo que sea necesario. Aunque no conocemos desde adentro los procesos del diseño tecnológico, algunas pistas nos han dado los desarrolladores de plataformas. Facebook tiene decenas de técnicos que controlan el diseño de botones y analizan los millones de datos que compartimos. Los anzuelos para captar más usuarios y fidelizar a los actuales son desarrollados por equipos interdisciplinarios.
La necesidad compulsiva de estar revisando el celular nos lleva a lo que se ha denominado “zonas de máquina”, esos momentos frente a la pantalla en los que el tiempo vuela y actuamos casi en piloto automático”.
“Los correos electrónicos que te inducen a comprar de inmediato, las aplicaciones y juegos que atrapan tu atención, las formas en línea que te empujan hacia una decisión sobre otra: todos están diseñados para hackear el cerebro y capitalizar sus instintos, caprichos y defectos”, escribió en The Economist el escritor y periodista inglés Ian Leslie.
No todos los gurús de la tecnología están enfocados exclusivamente en extraer dinero de nuestros hábitos digitales. Hay investigadores, como B. J. Fogg, que creen que si el comportamiento es un sistema, podemos diseñarlo tanto para volvernos yonquis tecnológicos como para mejorar nuestras vidas. Con un pie en su Laboratorio de Tecnología Persuasiva de la Universidad de Stanford y otro en la industria tecnológica, el profesor Fogg defiende los beneficios potenciales de internet, los dispositivos y las aplicaciones para empoderar a la gente y ofrecer soluciones en las áreas de salud, finanzas y productividad, entre otras.
En una carta dirigida a Apple en enero pasado, la firma Jana Partners y el fondo de pensiones California State Teachers’ Retirement System afirmaban que hay un consenso en todo el mundo, incluido Silicon Valley, de que las posibles consecuencias a largo plazo de las nuevas tecnologías deben tenerse en cuenta en el momento de desarrollarlas, y sugerían la necesidad de que “ninguna empresa externalice esa responsabilidad a un diseñador de aplicaciones o, para mayor precisión, a cientos de diseñadores de aplicaciones, ninguno de los cuales tiene masa crítica”.
Las multinacionales de la economía digital seguirán buscando la manera de vendernos más productos, de ganar más dinero a costa de nuestras mejores horas frente a las pantallas, porque, no lo olvidemos, lo que sus dueños hacen no es filantropía ni creación artística. Probablemente los cerebros detrás de Apple, Twitter y Amazon estarían de acuerdo con Henrik Fiskar, diseñador de BMW y Aston Martin, quien proclama como un credo que “si el diseño no es rentable, entonces se trata de arte”.
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