Es posible vivir sin Facebook, Instagram o Twitter. Incluso, cada vez más estudios señalan que se hace necesario vivir sin redes sociales o moderar su uso.
ay personas que han resuelto mantenerse al margen de las redes sociales. No trinan por Twitter, no comparten cosas en Facebook ni suben fotos a Instagram. Algunos fueron usuarios frecuentes de esas plataformas hasta que se cansaron de ellas y cerraron sus cuentas; otros jamás han abierto una cuenta en una red social. No son legión, como es de suponerse en la era de la adicción al teléfono. Pero basta con indagar lo suficiente para identificar a un puñado de insubordinados que prefieren vivir al margen de la tendencia actual.
Por ejemplo, el escritor Juan Gabriel Vásquez y el cantante de ópera Valeriano Lanchas son dos artistas colombianos que llevan su oficio y vida personal al margen de las redes, haciendo caso omiso de ese bullicio virtual.
“No tengo ninguna red social porque las siento como una amenaza a mi tiempo”, dijo Vásquez en una entrevista hace pocos años. Y remató: “Generalmente son secuestradas por el narcisismo, la intolerancia y la calumnia. Maldigo el día en que los políticos descubrieron Twitter”.
Más allá de la frivolidad e interacción cortoplacista que promueven, ¿son las redes sociales herramientas potencialmente peligrosas? ¿Qué tanto nos están aislando de actividades que deben hacerse sin una pantalla delante, como contemplar un atardecer, conversar frente a frente con un amigo, leer un libro o tomar notas a mano? ¿Hasta qué punto la actual crisis de la salud mental en todo el mundo está relacionada con la forma como la gente se relaciona a través de las redes sociales? ¿Estamos utilizando la tecnología o la tecnología nos está usando a nosotros?
Las respuestas satisfactorias a estos interrogantes están en fase embrionaria, pese a la profusión de investigaciones que se han divulgado al respecto en Estados Unidos y Europa.
Según un estudio reciente de las universidades de Swansea en el Reino Unido y de Milán en Italia, lo que más consulta el 90 % de los usuarios de internet son sus redes sociales. Así que cuando hablamos de adicción a internet, estamos haciendo referencia, en mayor medida, a la dependencia a Facebook, Twitter, Instagram o WhatasApp.
“Cada vez se reconoce más el hecho de que estas herramientas fragmentan nuestro tiempo y reducen nuestra capacidad para concentrarnos”, ha repetido en diversos escenarios Cal Newport, autor de varios libros alrededor de la crisis de la atención y la concentración en la época actual.
En Colombia, según publicó en 2017 el Ministerio de Tecnología y Comunicaciones, las redes sociales representan el 88 % del consumo per cápita de internet, y los usuarios pasan en promedio 45 minutos diarios navegando por la red, es decir, casi que exclusivamente mirando vidas ajenas en Facebook o Instagram y chateando por WhatsApp.
Ese promedio puede ser conservador si se contrasta con un informe del IMS Mobile in LatAm Study, según el cual los colombianos gastan más de 12 horas a la semana en internet. Somos el país latinoamericano más enganchado a las redes sociales, por encima de México, Brasil y Argentina.
“Bodas de personas con las que no hablo, paisajes de vacaciones que no me interesan y noticias de las que me voy a enterar por otro lado. Las redes sociales no me ofrecen nada que no pueda lograr por otros medios y en cambio sí me llevan a cultivar hábitos que no deseo: procrastinación, chisme y tiempo muerto”.
Lo anterior lo dice el director de posgrados de Psicología de la Universidad de los Andes, William Jiménez, en un sucinto correo electrónico que termina así:
“Mi vida diaria tiene ya suficientes distracciones como para agregar, de forma intencional, nuevas formas de desperdiciar el tiempo. Además, personas mucho más inteligentes que yo se han empleado a fondo para crear un producto que es irresistible, así que no creo que se trate simplemente de emplear mi fuerza de voluntad. Mejor no usarlas”.
Moderadas desde Silicon Valley por esas “personas mucho más inteligentes” a las que alude Jiménez, las redes sociales, que vienen siendo el ágora de nuestros días, son a juicio de sus críticos una reunión de intereses económicos antes que un verdadero escenario democrático y transparente de discusión pública, como nos las quieren vender, o un espacio limpio de influencias externas para compartir con familiares y conocidos.
"Mi vida diaria tiene ya suficientes distracciones como para agregar, de forma intencional, nuevas formas de desperdiciar el tiempo".
A comienzos de enero de 2018, el novelista español Lorenzo Silva declaró públicamente el cierre de su cuenta de Twitter, donde tenía más de 100.000 seguidores. “Empecé a comprender que la herramienta no estaba diseñada para mis fines”, escribió en el diario El Mundo de España, “sino para los de sus propietarios —algo que ya intuía y que por lo demás no deja de ser lícito—, y que unos y otros habían dejado de ser compatibles: la hábil utilización por parte de Twitter de la curiosidad y otros automatismos de nuestro cerebro se había convertido en una distorsión que me apartaba de cosas más importantes”.
La búsqueda humana de validación social, que ha sabido explotar una élite de genios del algoritmo afincados al sur de San Francisco, California, encuentra en las redes sociales una zona fértil, un territorio para la exhibición que puede ser, también, una fuente de ansiedad, estrés e inclusive depresión sin precedentes en la historia de la comunicación. Y por extensión, en la historia de la humanidad.
Algunas investigaciones han demostrado que el uso frecuente y prolongado de redes sociales afecta la autoestima. La comparación, la envidia y el bullying campean en Facebook, Instagram, Snapchat y Twitter. Muchos se comparan con otros a los que nunca verán en la vida real.
La Royal Society of Public Health les hizo seguimiento a los estados de ánimo de 1.500 jóvenes en cinco redes sociales, y concluyó que Instagram y Snapchat son, de lejos, las que inspiran más sentimientos de ansiedad y desprecio hacia uno mismo.
“Asomarme a Instagram siempre me hizo sentir mal por mi suerte”, escribió en The Guardian una periodista millenial que en septiembre pasado empezó a reducir su exposición en las redes: desactivó sus apps de Twitter, Instagram y Snapchat del teléfono. La única que dejó allí fue Facebook, pero limpió su lista de amigos para dejar solo a los que tienen más conexión con ella. “Me di cuenta de que Instagram era la versión gigante de estar pendiente de la vida de los vecinos, donde miles de vallas de jardín se extendían listas para mirar por encima, reflejando realidades mejores y más brillantes que las mías. Así que fue un adiós a Snapchat e Instagram y un hola al sonido de mis propios pensamientos en la mañana”.
Al coro de críticos de las redes se han unido incluso exejecutivos de Facebook. Chamath Palihapitiya, que dejó la empresa en 2011, admitió a finales del año pasado sentir “una tremenda culpa” por participar en el desarrollo de “herramientas que están desgarrando el tejido social”. Y Sean Parker, creador de Napster y expresidente de Facebook, reconoció que la plataforma de Mark Zuckerberg explota la “vulnerabilidad psicológica del ser humano”, y “afecta la productividad de maneras extrañas... y solo Dios sabe lo que le está haciendo al cerebro de nuestros hijos”.
Por algo será que muchos “profetas de la red” —como en su momento Steve Jobs, pero también el actual CEO de Apple, Tim Cook, y el mismísimo Bill Gates— limitan al máximo el acceso de sus hijos y sobrinos a las pantallas y a las redes sociales.
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