Nadie escucha a nadie. Tan inmersos andamos en nuestros asuntos que olvidamos escuchar a los demás. ¿Será que el ruido de la sociedad nos distrae tanto?
o es fácil encontrar a alguien que prefiera escuchar a hablar. Todos queremos hablar de nuestros asuntos, siempre tan importantes. Se encuentra uno con un conocido y él quiere hablar, por supuesto, de él. Y viceversa. Y así se nos va la vida, hablando y hablando de nosotros mismos. Ramiro Calle, el veterano yogui español, cuenta en sus conferencias este chiste: un escritor se encuentra con un amigo y durante una hora habla sin parar de sí mismo. De repente se detiene y dice: “Bueno, ya hemos hablado bastante de mí. Ahora hablemos de ti. ¿Qué te ha parecido mi última novela?”.
En El arte de escuchar, Erich Fromm señala al narcisismo como el causante de nuestra incapacidad para salirnos por un momento de nosotros mismos y entrar sin juicios en el mundo del otro. No escuchamos porque no queremos aceptar que no somos el centro de atención.
Atrapados en la algarabía interior, promovida por la bulla de afuera, rumiamos nuestras propias ideas al tiempo que le hacemos creer al otro que lo estamos escuchando. Mientras el otro habla, nuestra mente vuela de aquí para allá, esperando el momento de tomar el turno. Cuando volvemos a escucharlo, ya hemos perdido el hilo de lo que estaba hablando. Pero no reparamos en que, para que tenga lugar la conversación auténtica hace falta atención, ese recurso escaso contra el que se impone la epidemia contemporánea de la hiperdistracción.
“La diferencia entre el sentido del oído y la capacidad de escuchar es la atención”, escribió hace unos años en The New York Times Seth Horowitz, una neurocientífica que aboga por una ética de la escucha. “Aquello de ‘nunca escuchas’ no es solo la queja de una relación sentimental problemática, también se ha convertido en una epidemia en un mundo que está intercambiando conveniencia por contenido, velocidad por significado”.
Tan importante como la figura del cazador en una tribu indígena, es la del hombre que habla alrededor del fuego y ante un colectivo que lo escucha hipnotizado. No se entendería la historia oral de muchos pueblos aborígenes sin la presencia del anciano que relata mitos y leyendas o del contador que va de aldea en aldea llevando noticias acerca de otros lugares. Desde tiempos remotos, los seres humanos aprendieron a relacionarse escuchando.
Hace treinta años, cuando aún era un hombre de negocios, Leon Berg comenzó a entrenarse en la habilidad de escuchar hasta convertirse en un experimentado facilitador de procesos de interlocución. Su escuela fue la Fundación Ojai, situada en un valle al sur de California, donde conoció el Consejo, una práctica de habla y escucha que el matemático y escritor Jack Zimmerman había aprendido de los indios hopi de Arizona. Berg ha llevado con éxito la práctica del Consejo a colegios y cárceles en Estados Unidos. En los colegios donde ha sido aplicado a lo largo de tres décadas, el Consejo es un espacio de libertad en el que niños y adolescentes hablan de lo que verdaderamente les importa. En las cárceles, dice Berg, la práctica de la escucha ha ayudado a que los presos sean menos violentos, más comprensivos, y a comunicarse mejor con sus familias.
"Escuchar es un ejercicio que precisa de silencio, y el silencio es un lujo que en la actualidad escasea por todas partes".
“Tengo una gran cantidad de testimonios que así lo testifican”, me dijo Berg en una videollamada. “Los presos van motivados a los consejos y practican el hablar y el escuchar. No les enseñamos nada específico, simplemente abrimos un espacio donde pueden hablar de sus vidas unos con otros, compartir su realidad y contexto, ver sus patrones de con ducta en el pasado, qué han heredado de la cultura, de sus familias, y así exploran cómo llegaron a ser quienes son y por qué terminaron en la cárcel”. El Consejo tiene beneficios de doble vía: gana el que habla y gana el que escucha.
Para “germinar hacia la virtud”, el historiador y filósofo griego Plutarco recomendaba a los jóvenes cultivar la escucha. “De viento es el discurso que sale de los jóvenes incapaces de escuchar y no acostumbrados a traer beneficio del oído. La naturaleza ha dado a cada uno de nosotros dos orejas, pero una sola lengua, porque debemos escuchar más que hablar”, dijo en un discurso hace cerca de dos mil años.
Escucha y silencio
Escuchar es un ejercicio que precisa de silencio, y el silencio es un lujo que en la actualidad escasea por todas partes. Una de las más bellas y enigmáticas reflexiones sobre el silencio y la escucha activa que éste posibilita la propuso John Cage en los años cincuenta del siglo pasado: 4’ 33’’ es una pieza para piano en tres tiempos silentes, con la que el inusual compositor experimental norteamericano quiso demostrar que la música puede estar formada no solo por silencios, sino también por los sonidos que se configuran de manera natural entre el público y el entorno. En las presentaciones en vivo, ni el artista ni sus acompañantes tocan algún instrumento durante ese tiempo; en las grabaciones, son cuatro minutos y treinta y tres minutos de silencio.
El compositor confiaba en que si el público escuchaba con atención el silencio del performance, la experiencia sería única, y podría confirmarse que el silencio total no existe. Esto dijo el propio Cage luego del estreno del que consideraría su trabajo más relevante: “Durante el primer movimiento, se oía el viento que soplaba en el exterior; en el segundo, las gotas de lluvia empezaron a repicar sobre el tejado. Y durante el tercero, las personas emitieron todo tipo de sonidos interesantes, mientras hablaban o se encaminaban hacia la salida”.
"Dejar que el silencio se manifieste, como lo quería John Cage, podría hacernos mejores seres humanos, capaces de desplazar la atención de uno mismo hacia el otro".
El silencio, y la habilidad de escuchar que cultivamos en él, corren el riesgo de perderse entre la distracción digital y la sobrecarga de información en que vivimos hoy en día. Quizás el silencio y escuchar mejor no nos vacunarán contra la manipulación de las grandes plataformas de poder, pero al menos nos ayudarán a estar alertas. Dejar que el silencio se manifieste, como lo quería John Cage, podría hacernos mejores seres humanos, capaces de desplazar la atención de uno mismo hacia el otro. Ser, a la postre, más generosos.
El monje zen Densho Quintero, que practica el silencio en sus meditaciones diarias, me dijo durante un encuentro en su dojo bogotano: “Si uno sigue centrado en uno mismo, no escucha, no ve nada, porque se está limitando a las experiencias mecánicas con las que se relaciona con la vida habitualmente. Solo escuchamos nuestros lamentos y deseos de gratificación, pero no vemos qué hay más allá. Nos educan pensando que quienes piensan diferente son enemigos, y quienes piensan igual son competidores. Entonces estamos todo el tiempo peleando con los demás, y por eso no los escuchamos. Solo escucho si me conviene lo que dice el otro”.
Cuánta falta hace en países como el nuestro una verdadera ética de la escucha, después de tantas décadas de guerra. Una ética que permita reconocer y socializar los testimonios de dolor, las necesidades y los perdones de víctimas y victimarios. Una ética que eduque en la asimilación de que la escucha va más allá de la mera percepción acústica.
“Sin vecindad, sin escucha, no se configura ninguna comunidad. La comunidad es el conjunto de oyentes”, escribe el filósofo surcoreano Byung– Chul Han en La expulsión de lo distinto. En su dimensión política, asegura, la escucha “es lo único que enlaza e intermedia entre hombres para que configuren una comunidad. Hoy oímos muchas cosas, pero perdemos cada vez más la capacidad de escuchar a otros y de atender a su lenguaje y a su sufrimiento”.
Los periodistas sabemos que muchas veces la gente se abre, se expresa, se desahoga cuando la escuchamos atentamente, cuando guardamos silencio y no la interrumpimos. A veces es suficiente con cerrar la boca y ofrecer una mirada tranquila y una disposición desprejuiciada. Sin la mente deambulando, perdida, a la espera ansiosa de que el otro se calle.
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