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Por qué me gusta tanto el jazz

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Una periodista estudiosa de la música recuerda el momento en que algo hizo clic en su interior mientras escuchaba un disco de Miles Davis. Luego nada sería igual.

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i tío Bartolo me dijo alguna vez que el jazz era ruido tranquilizador para maniaco-depresivos. Yo tendría unos doce años y recuerdo ese momento con claridad. Vivíamos en una casa diminuta, muy al sur de Bogotá, y un amigo suyo que recién volvía de un país lejano acababa de enseñarnos un disco de John Coltrane. No sospechaba qué podría ser un maniaco-depresivo, pero algo en esas palabras me sonó angustioso y divino. Mi tío detestó el disco. A mí me confundió. ¿Qué pretendían decirnos esos sonidos tan extraños? ¿Cómo iba a ser música algo imposible de bailar?

Para mí —gracias a las lecciones del tío Bartolo— la única música posible era bailable y tenía tambores, trompetas y trombones; tal vez güiros y maracas. Todo lo demás eran sonidos de menor importancia; a las canciones en inglés que escuchaban mis amigos no les encontraba gracia, las baladas que cantaba mi abuela me parecían lamentos aburridísimos. Mi diminuto mundo musical era el mundo musical de mi tío, y ahí no cabía nada muy distinto al sonido de Los Hispanos, de Billo Frómeta o de los salseros de Fania. A nosotros la música nos entraba por los oídos de la piel. Solía sucederme que una canción debía pasarme muchas veces por el cuerpo antes de hacer una parada en mi cabeza. Y cuando la hacía, era tal vez porque había llegado a formar parte de la banda sonora de una etapa en mi vida.

Escuchar jazz

Tenía casi 19 años cuando un amigo mayor me regaló un disco poco conocido de Miles Davis. Ese disco, Ascenseur pour l’échafaud —o Ascensor para el cadalso— fue el primero de jazz que llegué a escuchar entero y en serio. Entonces algo hizo clic. No me mantenía atenta solamente su swing, esa cohesión rítmica y sensual de la música que suele provocar zapateos involuntarios. Había algo más incitándome a tratar de entender, algo noble y perverso a la vez, una especie de narrativa oculta que, como si fuera un espejo empañado, me devolvía rasgos propios pero extraños.

Poco después de haber escuchado ese disco leí algo que resonó con esa nueva experiencia. Fue en Cómo escuchar la música, del compositor estadounidense Aaron Copland: “Como sea que escuches a Mozart o a Duke Ellington, puedes profundizar tu comprensión de la música tan sólo siendo un oyente consciente y alerta. No simplemente alguien que sólo está escuchando, sino alguien que está buscando algo en lo que escucha”. Pensé que Copland lograba señalarme esa sutil diferencia entre lo que yo hacía antes y lo que haría después de descubrir el jazz.

No volví a escuchar igual. O más bien: se me hizo inevitable querer estar siempre alerta, tratando de encontrar esos detalles que la música sólo parece revelarle a quienes insisten en absorberla. Miles Davis grabó ese disco mientras veía en una pantalla gigante las imágenes de la película de Louis Malle para la cual él iba componiendo la banda sonora, en tiempo real y sin conocimientos previos sobre el guión. En 1958 ese era un experimento novedoso, pero al fin de cuentas sólo estaba materializando en el cine algo que el jazz trataba de ser casi desde sus orígenes: esa reacción sonora a la experiencia inmediata capaz de desnudar emociones tan contradictorias; esa narración única, hecha de citas y secuencias impredecibles de sonidos polifónicos que no siempre tiene un final claro, que tantas veces pareciera aspirar a no concluir.

Por qué me gusta tanto el jazz

No hace falta saber de qué trata la película Ascensor para el cadalso para sentir en el sonido de Davis el peso de algo muy trágico y misterioso. No hace falta conocer la biografía de Miles Davis para hallar en su música excesos de belleza y de horror. Pero quizá lo que más me impactó de ese álbum fue todo eso que, con el tiempo, aprendería a reconocer en la anatomía del jazz. Su espontaneidad y su caos estructurado con sonoridades tornadizas, saltando de repente de la euforia a la melancolía. Esa ambigüedad enorme que contiene su sensualidad de hermafrodita en permanente reinvención.

Cuando empecé a explorar el jazz, no solamente algo en mi manera de escuchar la música cambió. No dejé de adorar la salsa, pero comencé a cuestionarla, a encontrarle esas fisuras que se van volviendo evidentes cuando una la baila menos y la piensa más. Quise seguirle la pista a las baladas de mi abuela, busqué en las colecciones de música de amigos de mi edad. Quizás alcancé a intuir la profundidad del vacío al que mi obstinación me estaba arrojando.

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"Aprendí a reconocer en la anatomía del jazz su espontaneidad y su caos estructurado con sonoridades tornadizas, saltando de la euforia a la melancolía".

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Con 21 años vine a vivir a Nueva York, y al poco tiempo de mi mudanza encontré, por azar, un libro sobre jazz del escritor inglés Geoff Dyer, que en español se titula Pero hermoso, y que hoy —once años después— debe ser uno de los que más he regalado y releído. En su colección de historias fascinantes sobre jazzistas comprobé que era tal vez esa belleza cruel que suelen tener las vidas de los que logran obras importantes —con frecuencia, seres rotos y malditos— la que más me empujaba a acercarme a ciertos músicos, a observarlos y escucharlos. Para eso, creía, valía la pena estar en Nueva York. Entonces la ciudad súper jazzista de las películas ya no existía, pero a mí me llenaba de excitación visitar los viejos clubes de jazz, el Village Vanguard, el Birdland o el Blue Note, e imaginarme en épocas remotas. Aunque tratando de captar los latidos del presente.

Qué discos de jazz escuchar

En una de mis primeras visitas al Blue Note vi en el corredor de las escaleras una fotografía del baterista “Philly Joe” Jones que me produjo un efecto similar al del álbum francés de Miles Davis. Jones está a punto de darle un baquetazo a un platillo y mira al bajista con picardía adorable. El fotógrafo, Francis Wolff, capturó ese instante en el estudio de grabación de Blue Note en 1959. Sus fotografías de jazzistas —que dan la sensación de que pudieras escucharlas— fueron las primeras que envidié. Quise ser él. Haber estado ahí, no sólo observando tan de cerca a tantos personajes difíciles y magníficos, sino presionando el disparador de la Rolleiflex con la que congeló todos esos momentos de oro. No digo que fue por él que empecé a fotografiar músicos, pero tal vez a partir de ahí empecé a mirarlos más de cerca, a querer escucharlos también con los ojos.

Se me ocurre que tal vez mi gusto por la fotografía pudo ser un efecto del jazz, que a veces logra poner en una superficie casi palpable algo de eso que una ya tenía adentro, pero aún no llegaba a surgir. Quizá es ese efecto revelador que tiene el jazz lo que más me gusta de él. Esa extrañeza ante su reflejo es lo que me seduce. También lo escucho porque en algo sí le doy razón al tío Bartolo: el jazz tranquiliza. Aunque se trate del sonido más exasperado de un Coltrane consciente de su muerte próxima —Expressions (1967)—, a mí, hoy, la belleza transgresora del jazz muchas veces logra desaparecerme el mundo. No sé qué otra cosa pueda ser la tranquilidad.

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