Una conversación con la novelista, cuentista y crítica de cine Diana Ospina Obando.
Su partida abrupta impidió que creciera con ella, que creciéramos juntas, se lo perdió, me lo perdí. Solo puedo verla con mis ojos adolescentes cargados con las tensiones de ese momento, lo demás lo indago, lo supongo, lo reconstruyo, lo escribo. No la conocí, no me conoció y, sin embargo, el lazo que nos unió, que nos une, a veces supera el espacio y el tiempo, y su ausencia sigue siendo un hoyo negro, a donde nada ni nadie puede entrar, con el que convivo a diario en algo parecido al equilibrio.
Este fragmento hace parte de Parece que Dios hubiera muerto (2021), una novela de Diana Ospina Obando sobre una joven de catorce años que pierde a su madre. El libro fue publicado por Seix Barral y le ha valido a la escritora comentarios elogiosos de numerosos lectores.
En sus páginas se perfilan, como en un juego de espejos, la vida de esa adolescente que atraviesa unos pocos días decisivos y la voz reflexiva de la adulta que reconstruye esa historia mucho tiempo después. En el proceso de contar el evento, emergen las distintas capas tempranas y tardías del duelo, esa inevitable experiencia humana que nos espera al anverso de la muerte, ese látigo que no avisa que tan bien describe y retrata la novela.
“Yo nunca pensé que fuera a escribir eso”, comienza diciéndome Diana, mientras nos acomodamos en dos sofás amplios ubicados en la azotea de su amplio apartamento bogotano con vista a los Cerros Orientales y el sector de Santa Ana. Su propia sorpresa me asombra. Mientras leía la novela pude sentir la experiencia de quien ha vivido lo que cuenta, aún cuando se trata de una historia de ficción.
Es que la historia de la novela no está lejos de la suya propia: hacia los catorce años hubo una serie de muertes que marcaron ese momento de su vida, entre ellas especialmente la de su madre. Le pregunto entonces que si nunca lo imaginó, cómo fue que llegó a escribir sobre ese tema.
“Yo no creo en esa teoría de que el sufrimiento es un súper material para escribir. Hay gente que logra aprovecharlo y, para mí, son la excepción. Lo que normalmente hace el dolor es silenciarte por completo. Cuando abrí el espacio en un año sabático para escribir una novela que tenía pensada, me comenzó a salir esta otra cosa. Uno se sienta, escribe y escribe en medio de esa libertad absoluta que da la ficción. Y de pronto te volteas, relees y te preguntas: ¿cuál es la historia? Porque hasta ese momento no lo has sabido. Y así me pasó. En algún momento mientras hacía mi novela, descubrí que el tema era el silencio, y la historia, un duelo particular: perder a la madre en la adolescencia. No quise contar mi propia historia, pero de alguna manera le pude ofrecer mis reflexiones a la narradora de mi novela para contar la suya”.
¿El silencio? le pregunto a Diana, y ella se apresura a responder: “El vacío de esa voz, porque la persona que no está ya no ocupa un lugar físico. Cuando pasa el tiempo, también hay rabias y dolores que uno no pudo sanar y abordar con esa persona. Y dependiendo de cómo haya sido la muerte eso también cambia: si fue sorpresiva y trágica, que es la que yo abordo en la novela, se establece un silencio enorme, porque muchas cosas se quedan sin hablar”.
Sin embargo, en la novela, junto al silencio y al dolor también coexisten la candidez y las preocupaciones propias de la adolescencia, una edad que aparece vívidamente recreada. La aparición del deseo, la mirada de los otros en el colegio, los viajes, hábitos y gustos con que se llenan los días a esa edad ofrecen un contrapunto constante a la cantidad de tareas que acarrea para la joven protagonista la muerte de su madre en ámbitos tan variados y engorrosos como los bancos y las funerarias.
El realismo con el que aparece retratada la adolescencia y sus inquietudes también se puede explicar por algo más. Ospina Obando es profesora de literatura desde 1997, en universidad y colegio, y además es madre de dos hijas que hoy cursan sus estudios universitarios. Aunque ha sido un reto poder escribir de la mano de este trabajo y responsabilidades, Diana también reconoce que su trabajo le ha permitido mantener vivo el recuerdo de las inquietudes de esa edad.
Con Parece que Dios hubiera muerto, Diana ha recibido numerosos mensajes de lectores, conocidos y desconocidos, que le han agradecido por haber puesto en palabras la experiencia del duelo, siempre entre el silencio y el dolor. Le agradecen por haberles ayudado a entender. Le digo a Diana que es un tema del que se habla más bien poco, y que a lo mejor muchos no imaginamos los tiempos con los que aparece y se revela a lo largo de una vida.
“Total. Mira, siempre está el primer año, que es cuando se vive una cantidad de cosas por primera vez sin esa persona, y también están los momentos especiales: los matrimonios, los bautizos, los grados. Eso es fácil de imaginar. Pero hay más: por ejemplo, cumplir la edad en que mi mamá murió fue muy pesado para mí. Está muy bien estudiado en psicología: es común y es durísimo. Cuando mis hijas cumplieron la edad que yo tenía cuando mi mamá murió, también fueron años muy raros.
Otra cosa muy fuerte es pasar la edad que tuvo la persona cercana fallecida. Mi mamá es una niña para mí hoy: yo soy mucho mayor de lo que ella llegó a ser. Ese desfase es muy impresionante, empieza uno a ver todo lo que le faltaba por vivir. Y siendo mujer, en especial si perdiste temprano a tu madre, el duelo aparece de nuevo cuando te vuelves mamá y te agarra sin que lo puedas prever. Te da la sensación de que ella estaría acompañándote, ella sabría hacer estas cosas, ella esto, ella aquello…”.
El camino hasta la novela ha sido largo. Cinéfila temprana, Ospina se ganó la etiqueta de crítica de cine a fuerza de escribir sobre películas, y hoy es co-directora de la revista de cine Cero en conducta, medio impreso y virtual que también ayudó a fundar. Ha publicado cuentos en diversas antologías nacionales e internacionales y Pasajeros en tránsito (2017) fue su primera colección de relatos en ver la luz.
También ha publicado libros que traen a la narrativa investigaciones sobre la realidad colombiana, como La Aldea, historias para pensar el país (2018), para la agencia de pedagogía Click, así como una serie de novelas gráficas que escribió para la Comisión de la Verdad, o Guerra a voces (2020), una recolección de testimonios y perspectivas de los distintos bandos que vivieron la violencia a comienzos de los 2000, entre otros.
Revisando este recorrido, destaco que ha puesto varias veces su escritura al servicio de temas difíciles. Y me parece especialmente llamativo por el tema de su novela, porque las muertes en las familias siempre son asuntos complejos de comunicar a los más jóvenes o a los pequeños.
“En una conferencia sobre la muerte a la que asistí una vez”, dice Diana, “hablaron de cómo hablar de estas cosas con los niños. Y lo que dijeron es muy valioso y potente: les respondes hasta donde te preguntaron, sin mentir, pero sin agregar lo que aún no te piden. Uno pregunta lo que uno está en capacidad de entender. A medida que los niños van haciendo otras preguntas uno va dando más, pero por dosis, dejando que hagan su propio camino hasta dar el salto. Por ejemplo, si te preguntan de qué murió alguien que se suicidó, tú puedes responder: se tomó unas pastillas y le hizo mucho daño. Luego si preguntan si fueron muchas pastillas, agregas que sí, que hay que tener cuidado con las pastillas. Hasta que un día, más grandes, ellos mismos preguntan: pero, ¿se las quería tomar?”.
Mientras comienzo a recoger mis cosas y le acerco mi copia de su novela para pedirle su firma, se me ocurre preguntarle por su propia experiencia contándole su duelo a sus hijas, cómo fue compartirles además una novela con una historia similar a la propia. Sonríe.
“Para ellas siempre fue un tema desde chiquitas: la abuela que no está. Y a medida que han crecido también emergió esa sensación de pobrecita mi mamá que no tiene mamá. Por mi parte intenté manejarlo desde el cuidado y la honestidad, por las circunstancias de la muerte. Yo les había contado que estaba escribiendo una novela sobre una adolescente que vivía eso mismo y que se las quería leer. Y antes de la publicación, mi hija mayor vino a Colombia y se las leí en voz alta durante varios días. Fue muy bello, sobre todo llorar juntas. Cogernos de las manos. Me dan ganas de llorar con sólo mencionarlo”.
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