El feminismo es un camino en el que se aprende y se desaprende. Y todos, hombres y mujeres, estamos invitados a recorrerlo con inteligencia y sensibilidad.
principios de marzo, la periodista Ana María Mesa puso a circular en Twitter el hashtag #ComoHombres, con el que alentó a las mujeres a escribir mensajes en los que se invirtieran los roles de género. “¿Lo ascendieron? ¿A quién se estará cogiendo?”, “¡Pero cómo! ¿Dos hombres solos a estas horas de la noche?”, “Oye, ¡qué rico cocinas, amigo! Ya nomás falta que investigue si coges igual de bien y qué tal que me enamoro”, “Qué asco un hombre que se lo ha dado a toda la ciudad”, “Yo entiendo que matar hombres está mal. Pero a ver, ¿por qué iba solo? Y con esa ropa, a esa hora, casi casi están pidiendo que los maten”. La tendencia no tardó en volverse viral en algunos países latinoamericanos y en España; incluso se convirtió en un libro que salió a la venta el pasado mes de mayo.
Yo crecí en Medellín. Una ciudad en la que, desde niña, aprendí que había dos clases de mujeres: las decentes y las putas. Las mujeres decentes se casaban vírgenes y después se entregaban a sus hogares y a la crianza de sus hijos. Las putas se acostaban con unos y otros, no se casaban, o eran infieles, engatusaban y dañaban matrimonios. No puedo recordar la cantidad de veces que escuché que tal matrimonio o equis hogar se habían destruido por culpa de alguna “trepadora”, de una “arribista”.
Los modelos eran, para unas, la madre, la maestra; el ser abnegado que sacrificaba su vida en favor de los otros. Y para las otras, las de la calle; esas mujeres que consolaban a los maridos en horas non sanctas; que se emborrachaban, que se agarraban de los pelos con otras, que hacían rezos y se valían de magias negras para seducir a los hombres.
Pienso en esto y es como si jalara un ovillo del que no alcanzo a ver su cabo. ¿En qué lugar he puesto todas estas ideas horrendas sobre las mujeres y sus categorías? ¿Cómo me manejo ahora con ellas? ¿Qué de todo eso todavía me habita y me sorprende en mi cotidianidad de mujer feminista? ¿Cuáles son esas ideas que tuve —que tengo—, que siguen prendiendo las alarmas?
Es hora de hacer este mea culpa. Porque no hay transformación posible sin arrepentimiento, sin consciencia de lo que se ha sido. Pienso en estas palabras de Margarita García Robayo: “Al luchar contra las imágenes que me han impuesto de lo femenino, también estoy luchando contra parte de lo que soy: cuesta desaprender, es un desgarro permanente pero necesario. Creo que tenemos que ser capaces de repudiarnos; creo que hay que tenerse un poco de asco para poder cambiar”.
Así que me doy golpes de pecho porque estoy parada en ese borde en el que aún puedo rectificar y seguir adelante. Sobre todo porque tengo una hija. Una hija a la que le repetí cosas horribles. Le dije que “fuera femenina”, que “no fuera brusca”. Tantas veces dije sin ruborizarme: “Es que fulanita no se valora”; “es que esta otra es muy promiscua”; “ella se autodestruye”; “se dejó estar”; “aquella se abandonó”; “¿Por qué se afea?”.
¡Qué horror! Es imposible no escandalizarse. Por más que me avergüence, tengo que reconocer que pronuncié esas frases más de una vez. Es la crianza de la que vengo, y tengo que ser capaz de mirarme en ese espejo si quiero procesar esto como corresponde.
De verdad pensaba que no había ningún problema con todo eso que creía sobre la mujer y su papel, sobre mí y mi lugar en el mundo. Elvira Lindo lo explica así: “sigo luchando contra la voz censora de mi educación, esa voz ahora más débil y menos frecuente pero que me sigue corrigiendo y atormentando”.
"Sin darnos cuenta estamos programadas para rechazar cualquier actitud que venga de una mujer y que se salga de la norma".
Expresiones como “Uy no, esa es una gritona”, “ es muy brusca”, “esa no hace sino pelear”. Hace algún tiempo estaba en una reunión de Estamos Listas, el movimiento político de mujeres en Medellín que se propuso llevar una candidata al Concejo de la ciudad. En medio de la charla, mientras se hablaba de lo que se esperaba de la que saliera elegida, alguna manifestó que era importante ver quién se postulaba, porque “ojalá no fuera a ser tal persona que era muy agresiva”. El planteamiento era más o menos ese y yo me inquieté mucho.
De repente, en un espacio de libertad, de mujeres críticas frente a la realidad y al hecho de ser mujeres, relucía una opinión misógina como si nada, un comentario nacido a la sombra de ese desprecio tan clásico al que hemos sido sometidas cuando no encajamos, cuando levantamos la voz, cuando nos enojamos y reclamamos. Yo quería decir: ¡Pero si eso es lo que necesitamos! Gracias a las mujeres combativas del pasado y a las que discuten con énfasis en el presente, es que hemos podido conseguir derechos, iniciar transformaciones que nos beneficien a todos.
Algo parecido pasa con la palabra feminismo. Un término que se sigue estigmatizando, se lo radicaliza. Lo usamos con cuidado para que las mayorías no se asusten ni se alejen. Así lo explica Rosa Montero: “La gente movida por el prejuicio dice que el feminismo es lo mismo que el machismo pero al revés. Una ignorancia tremebunda porque el feminismo no aspira a cambiar el dominio del mundo, que en vez de mandar los hombres manden las mujeres. A lo que aspiramos es a deconstruir el sexismo porque es una estupidez, una ideología en la que nos educan y que nos obliga a ocupar papeles estereotipados, a ser unas marionetas de prejuicios milenarios. A mí me parece que en este siglo, todas las personas sensatas deberían ser feministas. De la misma manera en que tendrías que ser antirracista. Es algo elemental”.
Me casé y tuve una hija mucho antes de lo que hubiera imaginado, y a pesar de que vivo de esta manera tan convencional, no hay un día que no pase sin cuestionarlo todo: mi lugar, mis anhelos, mi respeto íntimo por la propia libertad. Tengo la necesidad de atacar la idea de la familia como algo impuesto, y con descaro, pongo patas arriba el valor del matrimonio, del amor monógamo, de la maternidad, de la propiedad privada. ¿De verdad tantas personas pueden seguir creyendo que esta es la única manera de vivir?
"Dejé de pensar que tenía que estar cogible debajo de la ropa".
En medio de todo esto, caigo en cuenta de que la liberación me ha ido llegando también en forma de pequeños hábitos que celebro en silencio. Le dije adiós a la peluquería, a las depilaciones dolorosas, a los tintes, a las permanentes, a los alisados, a las manicuras. Cambié las tangas brasileras por calzones que me tapan el culo, que me hacen sentir cómoda. Dejé los brasieres con varilla, que durante tantos años me marcaron la piel, dejé de pensar que tenía que estar “cogible” debajo de la ropa.
En esa lista hay también otras costumbres que he ido adoptando. Ser capaz de tener la cara lavada, de elegir la ropa con la que me siento mejor sin necesidad de tener que estar sexi, deseable a los ojos de los hombres; usar tenis casi todos los días de mi vida. Tomar el poder de mi propio placer, no creer que la maternidad es la realización última de la mujer, no hacer dieta nunca más. Pienso en esta frase de Naomi Woolf: “Una cultura obsesionada con la delgadez femenina, no está obsesionada con la belleza de las mujeres, está obsesionada con la obediencia de éstas. La dieta es el sedante político más potente en la historia de las mujeres”. ¿Cuántas veces, de manera inconsciente, me arreglé para desear, para gustar? ¿Como si todo lo que soy pasara por cómo me veo, mi belleza sujeta a una especie de medidor intentando dar la talla?
El feminismo en el que creo no defiende la postura de todas las mujeres, ni sus ideas (sean cuales sean) solamente por el hecho de ser mujeres. No podemos seguir soportando entre nosotras tantas canalladas, ni prestarnos para la imbecilidad, venga de quien venga. Cada una puede y debe hacer lo que quiera, lo que sienta. Teñirse, pintarse los labios, llevar el pelo largo o al rape, usar la ropa que mejor le parezca. Pero a las que defienden ese despiadado “Ellas no me representan”, sepan que esto va de un grito que clama justicia. Se protesta por la opresión que sufren tantas mujeres en el mundo. Sororidad es darse cuenta de que la falta de empatía sigue cobrando víctimas. El machismo mata: solo en Colombia las víctimas de feminicidio son cerca de mil cada año.
En México asesinan a 10 mujeres cada día, y en Argentina una mujer es asesinada cada 27 horas. La misoginia y el machismo son males que sufre la humanidad, atacarlos redunda en beneficio de todos. Es urgente levantar la voz contra el acoso, la desigualdad en los salarios y en el acceso a las oportunidades. Contra el embarazo adolescente: en Medellín la cifra es de 15 casos diarios. Hay que alzar la voz en favor de la repartición igualitaria en las labores de cuidado, por la garantía de derechos que tienen que ver con nuestros cuerpos y nuestra sexualidad, por el derecho pleno al aborto, por la reivindicación de los derechos de las mujeres trans, que tienen una esperanza de vida muy corta: en América Latina el 80 % de ellas muere antes de alcanzar los 35 años.
Durante estos días de cuarentena se ha expuesto otra amenaza: la de las mujeres que conviven con sus agresores. Según cifras de Medicina Legal, 14.145 mujeres están en riesgo de morir a manos de su pareja o ex pareja. A las mujeres se nos sigue negando la posibilidad de vivir a salvo en nuestros cuerpos y a salvo en nuestras casas. En nosotras está no seguir alimentando a la bestia, también de nosotras depende que la palabra puta deje de seguir siendo un insulto.
Todavía resuenan dentro de mí las palabras de la mexicana Yesenia Zamudio en un video que se hizo viral a comienzos de este año: “Tengo todo el derecho a quemar y a romper. No le voy a pedir permiso a nadie porque yo estoy rompiendo por mi hija. Y la que quiera romper que rompa, y la que quiera quemar que queme. Y la que no, que no nos estorbe”. Margarita García Robayo lo dice muy bien: “¿Cuántas mujeres caben en un cuerpo? ¿Cuántas en una vida? ¿Estoy dispuesta a abrazarlas a todas?”.
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